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  ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD PABLO VI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO
DURANTE LA MISA DE NOCHEBUENA*

Martes 24 de diciembre de 1963

 

El misterio de esta santa noche, Excelentísimos y queridos Señores, invita sobre todo al recogimiento, a la contemplación y al silencio. Es imposible describir la grandeza del acontecimiento que en ella se conmemora con palabras humanas, y parece como si del mismo no se pudiera hablar más que a Dios, en el secreto de una oración silenciosa.

Y sin embargo, según la feliz fórmula de un Padre de la Iglesia, es tan difícil hablar de ello dignamente así como es imposible el callarse: inde oritur difficultas fandi, unde adest ratio non tacendi (S. Leo, Sermo IX de Nativitate). ¿Pero cómo no comunicar a los demás, aunque en forma imperfecta, las alegrías y las emociones que siente uno mismo?

Nos permitiréis, por lo tanto, que formulemos muy sencillamente los pensamientos y los votos que llenan Nuestro espíritu y Nuestro corazón por vuestra intención y que elevamos hacia Dios en el lenguaje sagrado del rito religioso.

Navidad es ante todo el anuncio de la paz : Pax hominibus bonae voluntatis! Ciertamente, no son éstos ni el lugar ni el momento para comentar extensamente la doctrina de los Papas sobre la Paz, para describiros su origen, su naturaleza, la forma de hacerla nacer, que viva y dure. Nos hemos dicho ya algunas palabras en Nuestro radiomensaje al mundo y, por lo demás, se trata de cosas que os son bien conocidas.

Pero al dirigirNos a diplomáticos, que es tanto como decir a artífices y especialistas de la paz del mundo, es preciso que Nos subrayemos la grandeza de vuestra misión, tal como se Nos presenta a la luz de la Navidad.

Si esta fiesta es considerada con justa razón como la fiesta de la paz por excelencia, ello se debe en primer lugar a que Cristo, al unir en su Persona la divinidad y la humanidad, reconcilia al Cielo con la tierra, y sienta así mismo los cimientos más profundos y más sólidos del edificio de la paz del mundo.

No tan sólo aporta la paz con sus enseñanzas, sino que según la enérgica expresión de S. Pablo, El mismo es nuestra paz : ipse enim est pax nostra. De los dos mundos, añade el Apóstol – el mundo judío y el mundo pagano – «hace uno solo, derribando la muralla que los separaba... Y ha venido para anunciarnos la paz, a vosotros que estabais alejados de El, y la paz también a los que estaban cerca de El» (Ef. 2, 14 y 17).

Vuestra misión, Señores, ¿no consiste acaso en trabajar para derribar las murallas que separan a los pueblos, no consiste en anunciar la paz a los cercanos y a los alejados? Las palabras no bastan para ello, como el Niño del pesebre nos lo demuestra con su ejemplo, y la experiencia cotidiana por desgracia lo confirma; hay que poner en juego todo su ser; hay que ser hombres de paz; totalmente impregnados, si ello fuera posible, de los pensamientos y de los sentimientos de Dios, que han inducido a Cristo a encarnarse. Tan sólo de este modo se puede anunciar eficazmente la paz a los demás y hacer que penetre en los corazones.

Este misterio de Navidad proyecta además sobre vuestra misión, Nos parece, otra luz. Se trata de un misterio de humillación y de paciencia, un misterio de humildad; Cristo acepta, para reconciliar a los hombres con Dios y entre ellos, franquear la infinita distancia entre el Cielo y la tierra.

Para hacer que reine la paz entre los hombres, como ya sabéis, es necesario, a veces, saber sacrificar una parte de su prestigio o de su superioridad, aceptar, por un bien superior, franquear las distancias, comprometerse y entablar diálogos que, en cierto modo, pueden parecer humillantes; hay que tratar, tratar sin tregua, para evitar la humillación suprema, que sería al mismo tiempo, en las condiciones actuales, la catástrofe suprema: el recurso a las armas. Y aquí, también ¡qué luz proyectan sobre vuestra misión de pacificadores, queridos Señores, las humillaciones del Niño Dios!

Una palabra más, si permitís. No hay unión entre las almas más que a través del amor. Si el misterio de Navidad es un misterio de paz y de humildad, es porque ante todo es un misterio de amor. Amar por entero al hombre y a todos los hombres : he ahí la gran lección que nos da el Dios encarnado; y es al mismo tiempo la condición para el éxito de la acción de los diplomáticos al servicio de la paz. Una diplomacia que no estuviera animada por la estima y el amor a los hombres no sabría crear en el mundo una paz estable. Vuestra misión ¿no tiene acaso como fundamento la convicción de que el amor es más fuerte que el odio y que al fin tiene que triunfar e imponer la paz?

Aquí, en la apacible Ciudad del Vaticano y en una solemnidad serena como ésta, se toca con las manos, podría decirse, esta victoria del amor y de la paz. Nunca se borrarán de Nuestro recuerdo las Navidades de guerra, cuando junto al Papa Pío XII, Nuestro grande e inolvidable Predecesor, venían a arrodillarse y a rezar juntos los representantes de los países beligerantes. Fuera de aquí, los combates arreciaban, los mortíferos bombardeos acumulaban destrucciones y ruinas espantosas y el resentimiento crecía en las almas. Aquí, junto al Vicario del "Príncipe de la Paz", las almas volvían a encontrarse en una oración común, la comprensión triunfaba sobre la discordia y el amor sobre el odio.

Que esta evocación, Señores, pueda ser un presagio y prenda de la paz aportada al mundo por Cristo en esta santa noche. Nos se lo pedimos a El, al mismo tiempo que Le presentamos los votos de verdadera y completa prosperidad, que Nos formulamos para vuestras personas y para vuestras patrias, invocando sobre vosotros y sobre ellas la paz prometida a los hombres de buena voluntad.


*ORE (Buenos Aires), año XIV, n°594-595, p.1.

 



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