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DISCURSO DE PABLO VI
AL CLERO DE LA CIUDAD DE ROMA

Lunes 24 de junio de 1963

 

Señor cardenal vicario nuestro para la diócesis de Roma, y señor cardenal provicario general,
con el monseñor vicegerente y con los dos obispos auxiliares del mismo cardenal vicario y los oficiales del Vicariato,
y vosotros, párrocos y coadjutores, dedicados a la cura pastoral de esta nuestra Ciudad.

A V. E., veneradísimo y carísimo cardenal Micara, y a cuantos aquí están presentes o aquí representados, el primer saludo, la primera bendición de nuestro servicio apostólico.

Asumiendo, pues, esta altísima y formidable sucesión, que desde el Apóstol Pedro nos llega, advertimos y queremos poner en evidencia a nuestra conciencia, y a vosotros, hijos y hermanos, y a cuantos en esta hora emocionante y solemne nos observan, que el primer título de nuestra misión y de nuestra autoridad es el de ser el Obispo de Roma.

Queremos hacer callar, en este momento, los ecos inmensos que este nombre de Roma resuena en nuestro espíritu, reservando para otras ocasiones escuchar sus maravillosas y misteriosas resonancias, para acercarnos en seguida a esta dulcísima y tremenda realidad, la principal que recordarnos de cuanto era nuestro, y que nos vincula a un concreto deber, la cura pastoral de esta Alma Ciudad, de esta Iglesia romana, que por ser «omnium ecclesiarum caput et mater» tiene más que ninguna vocación al primado de la fidelidad y de la perfección de la vida cristiana.

Sabemos de ella cosas grandes y graves: grandes, porque el esplendor de la santidad y la riqueza de tradiciones religiosas, por las cuales Roma es la primera y única en el mundo, fascinan y conmueven Nuestro espíritu: reconocer, estudiar, venerar, divulgar; hacer florecer tal patrimonio espiritual es un atractivo que tanto apasiona que hace casi olvidar las dificultades que llevan consigo su reconstrucción y conservación. Es preciso sumergirse en este entusiasmante trabajo, esperando que de sus mismos recursos Nos vengan indicaciones, energías y gracias que sostengan y hagan idóneas Nuestras débiles fuerzas para la inmensa empresa; sin duda se puede confiar en la asistencia de los Apóstoles Pedro y Pablo, de tantos Mártires y de tantos Santos que han hecho ilustre y fecundo este bendito suelo; sabemos que la «fides romana» lleva consigo una divina promesa que tutela para siempre su firmeza y su vida.

Pero sabemos también que precisamente esta divina promesa no exime al apóstol de su trabajo, que ha de llegar hasta el testimonio de la sangre, aunque también en él lo conforta y consuela. De forma que, bajo el arco de la divina asistencia, que opera en nosotros, «et velle et perficere» la humilde, pero precisa, colaboración nuestra es indispensable en el designio de la salvación. Y es precisamente la misión de Roma de ser ciudad cristiana, más aún, escuela y ejemplo de toda la Iglesia y del mundo de vida verdaderamente fiel a Cristo y a su Evangelio, lo que Nos hace sentir su gravedad.

Creemos conocer suficientemente la vida religiosa de Roma por haber pasado aquí treinta y cuatro años de Nuestro sacerdocio, por haber conocido aquí personas dignísimas y queridísimas; piadosísimos lugares sagrados; tradiciones ricas en esplendor real y sinceridad popular; pero conocemos también las nuevas necesidades religiosas de la ciudad, sus dificultades prácticas para solucionarlas, los formidables problemas que el carácter cosmopolita de la ciudad misma, su expansión urbana, la invasión de todas las corrientes de la cultura y de las costumbres modernas crean a la acción pastoral, a la cual Nos con vosotros hemos de dedicar nuestras primerísimas preocupaciones.

Nos ha preparado para este aspecto pastoral del ministerio sagrado en las expresiones más características de la vida moderna Nuestra estancia en Milán, como arzobispo de aquella ciudad que ostenta, como Santos protectores a dos insignes campeones de virtudes episcopales y pastorales. No podemos recordar este período de Nuestra humilde existencia sin dar gracias a Dios por habernos dado, con el peso y el afán de un ministerio enormemente superior a Nuestras fuerzas, la experiencia incalculable, incomparable, de una tradición que desde San Ambrosio mana todavía fresquísimas fuentes de vida espiritual, y que en San Carlos tiene también la norma fundamental de su vitalidad y de habernos, por así decirlo, entrenado en el diálogo, aunque con un lenguaje aún no muy experto, con la potente escuadra, casi indefinible, casi inaccesible, de los protagonistas del mundo moderno: los científicos, los artistas, los industriales, los economistas, y este que surge, gigante, pero quizá aún sufriendo e inquieto, el hombre trabajador. Y esta experiencia, que nos ha causado inefables emociones y también inesperadas e inmerecidas consolaciones, Nos ha confirmado en una doble convicción que, desde este alborear de nuestro servicio Pontificio, queremos confiar a vosotros los primeros.

Y es esto: la evangelización del mundo, de este nuestro mundo tan profano, y con frecuencia tan hostil a la religión, depende en gran parte, como Cristo lo ha establecido, como la Iglesia continuamente lo proclama: del Clero. Ninguna época, quizá, ha sido históricamente, sea por índole o por meditado propósito, extraña y contraria al Sacerdocio y a su religiosa misión como la presente; y al mismo tiempo, ninguna época como la nuestra se ha mostrado necesitada, y diremos más (como abriendo ante nosotros una gran esperanza), susceptible de la asistencia pastoral de buenos y celosos sacerdotes. Cosa evidentísima. ¡Pero qué importancia representa para aquel que es responsable, preocupado y deseoso de la verdadera prosperidad de la sociedad de hoy; qué voz secreta puede sugerir en el corazón de esa juventud que siente el ansia de la misión, del heroísmo, de la vocación de dar a este nuestro maravilloso y a la vez temeroso mundo moderno un nuevo, un vivo aspecto cristiano!

La otra convicción es que el Clero dedicado a la cura de almas, disciplinado en el secular esquema de la Parroquia, completamente entregado al servicio de las almas, consciente del privilegio de sacrificio y de caridad, que está en todo momento, para todas las necesidades, en todos los grupos de fieles y de alejados, en directo contacto con la humanidad, palpitante de grandeza y de miseria, para derramar sobre ella el bálsamo de la Palabra y de la Gracia, merece Nuestra mayor consideración, Nuestro afecto, Nuestra ayuda y Nuestra bendición.

No es que hayan de proponerse u olvidar otras innumerables funciones y vocaciones en la Iglesia de Dios. No se trata de que la institución parroquial sea de por sí sola capaz de responder a las muchísimas y complejas necesidades de la evangelización y formación cristiana. No se trata de que el Laicado, Nuestro carísimo y dignísimo Laicado católico, sea superfluo en el grande y común esfuerzo de hacer vivir a Cristo en el mundo. Pero creemos sencillamente que esta antigua y venerada estructura de la Parroquia tiene una misión indispensable y de gran actualidad; a ella le toca crear la primera comunidad del pueblo cristiano; a ella iniciar y reunir al pueblo en la normal expresión de la vida litúrgica; a ella conservar y reavivar la fe en la gente de hoy; a ella ser la escuela de la doctrina salvadora de Cristo; a ella practicar con sentido y con esfuerzo la humilde caridad de las obras buenas y fraternales.

Por ello a vosotros, queridos párrocos y coadjutores de Nuestra nueva y santísima diócesis, la expresión de Nuestra paternal solidaridad; a vosotros el más cálido aliento para que prosigáis en vuestro providencial esfuerzo; a vosotros la recomendación, que más llevamos en el corazón, de prodigar toda la asistencia a la juventud; a vosotros la exhortación más viva para que pongáis en Cristo Jesús la más filial confianza; a vosotros el deseo de que la Virgen Santísima conserve inmaculada vuestra vida, y con nuestros Santos consuele vuestros esfuerzos; a vosotros juntamente con Nuestro cardenal vicario y a cuantos colaboran en su misión, Nuestra afectuosa bendición.

 



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