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 DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*

Sala del Consistorio
Lunes 24 de junio de 1963

 

Excelentísimos Señores:

Con agradecimiento, y no sin cierto embarazo, acogemos las palabras –demasiado lisonjeras para Nuestra humilde persona– ¡que Nos ha dirigido vuestro dignísimo intérprete. Y a Nuestra vez deseamos manifestaros cuán grande es Nuestra alegría al saludar aquí, ya en los primeros días de Nuestro Pontificado, a los calificados representantes de tan numerosas naciones.

Esta es casi una reunión de familia: un encuentro en el que vuelven a verse, tras unos años de distancia, rostros amigos que hacen revivir gratos recuerdos. En efecto, no está tan lejos en el tiempo –y vuestro Decano lo ha recordado amablemente– la época en que Nos recibíamos, todas las semanas, en las oficinas de la Secretaría de Estado, a los Jefes de las Misiones diplomáticas acreditadas ante la Santa Sede; muchos de ellos están presentes todavía y los saludamos con particular cordialidad.

La Santa Sede se siente sumamente honrada con vuestra presencia ante ella. Que se trate ya de relaciones diplomáticas normales, o bien de ocasiones extraordinarias –como lo fue, recientemente, la de las exequias del Papa Juan XXIII– la presencia de los representantes de las naciones es un homenaje sumamente significativo tributado a la misión espiritual de la Santa Sede. La Santa Sede corresponde a su vez a este homenaje, inspirado en la más sincera deferencia y exento de segundas intenciones. Tras las enseñanzas de Nuestros predecesores –Nos referimos de modo particular a la Encíclica Pacem in terris– Nos parece casi superfluo recordaros todo el respeto que la Iglesia profesa por la dignidad y la misión de cada una de las naciones del mundo, tanto las que se distinguen por un largo pasado de historia y de cultura como las que en nuestros días han alcanzado la independencia y ocupado su lugar en las instituciones internacionales. A todas y a cada una de ellas, a sus pueblos, a sus Jefes, a sus Gobiernos, el nuevo Papa dirige en este momento, con corazón conmovido y lleno de confianza, su saludo y sus votos. Y desea que las relaciones con la Santa Sede evolucionen en el sentido de una colaboración cada vez más cordial y fecunda.

¿Es acaso necesario poner de relieve, en vuestra presencia, el carácter especialísimo que pone a estas relaciones por encima de todas las discusiones que tan a menudo hacen difíciles las relaciones entre los Estados? La Santa Sede no se propone –y vosotros lo sabéis mejor que nadie– intervenir en los asuntos y en los intereses de los poderes temporales. Aspira a fomentar en todas partes la profesión de determinados principios fundamentales de civilización y de humanidad, de los que la religión católica es vigilante depositaria, y la de hacer que penetren en los espíritus y en las instituciones.

En esos principios se basa la armonía de los derechos y de los deberes internacionales y de su observancia depende, para la gran familia humana, el establecimiento de una verdadera paz, de ese tesoro incomparable, pero continuamente amenazado, de los individuos y de los pueblos.

Una de las misiones del Papa, a la que Nuestro inolvidable predecesor ha conferido singular esplendor, es la de contribuir a la afirmación de esa paz, basada, como con su autoridad lo proclamaba, en los cuatro pilares de la verdad, de la justicia, del amor y de la libertad. Siguiendo su ejemplo, Nos deseamos realizar, en este campo, todo lo que de Nos dependa. Las nobles palabras pronunciadas por vuestro Decano Nos dan la confiada certeza de que Nuestros esfuerzos, en este punto, coincidirán con los vuestros.

Damos gracias a Dios por ello y de todo corazón, en el alba de este pontificado, Nos imploramos sobre vuestras personas, Excelentísimos señores, sobre vuestras familias, sobre las naciones por vosotros representadas y sobre todos 1os pueblos del mundo, la abundancia de las divinas Bendiciones.


*ORe (Buenos Aires), año XIII, n°567, p.2.

 



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