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DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
DURANTE SU VISITA A LA CÁRCEL "REGINA COELI" DE ROMA


Jueves 9 de abril de 1964

 

Señores, os renuevo ahora también desde aquí mi respetuoso saludo y mi agradecimiento por haberme hecho posible la visita a esta casa. Y ahora a vosotros, hijos carísimos, quiero hablaros un momento, para saludaros con paternal afecto.

Quisiera que cada uno de vosotros se sintiera destinatario de mi saludo. No quiere ser un gesto convencional y sin significado. Sino que quiere ser un encuentro de verdad, unos instantes de diálogo y de intimidad con cada uno de vosotros.

Si pudiera hablar a cada uno ¿qué os diría? Os diría precisamente que he venido a saludaros y a expresaros mi simpatía, mi afecto; a traeros mi bendición. También os doy las gracias, pues vuestras personas me hablan ya de vuestra cortesía y de una acogida de la que estoy muy agradecido. Vuestra presencia en esta circunstancia propia de mi ministerio, me es muy querida; y por ello me siento también muy obligado por las palabras que uno de vosotros me ha dirigido hace un momento en vuestro nombre, palabras bellas, profundas, nobles y también muy afectuosas. Estad seguros de que yo las recordaré, pues las acojo realmente como expresión sincera de vuestro espíritu. No serán vanas, como lanzadas al viento; han llegado a mi corazón, y yo las guardaré como palabras de hijos, al paso que os las agradezco por haberlas acompañado de vuestros regalos, indeciblemente preciosos. Son de mi preferencia, sobre todo, por su significado. Realizados por vuestras manos y presentados por vosotros, encierran un valor singularísimo.

Os dais cuenta [prosiguió el Papa con voz emocionada, y surgió el primer aplauso de la concurrencia], os dais cuenta de que me cuesta hablar, pues me parece que en este momento las palabras dicen poco. No quisiera ocultar con frases mi gran pena. ¿Sabéis cuál es? Que no pueda hacer nada por vosotros. Deseáis la libertad, y no está en mi mano, no puedo, ciertamente, concedérosla. Deseáis el honor, reconstruir vuestra persona, vuestro nombre, vuestra familia. ¿Qué puedo hacer yo? Buscáis el bienestar y muchas cosas útiles y beneficiosas. Sé que cada una de vuestras almas está colmada de esperanzas y sometida a un aguijón acuciante. Esta es la pena más aguda, no poder tener lo que se anhela. Esto es lo que más me apena, porque no puedo yo traeros estos beneficios, ardientemente deseados.

No creáis que yo he venido como de rutina. Os hizo una visita al final de 1958 —pero vosotros no estabais entonces— mi venerado predecesor, el Papa Juan. Fue el primero de los Papas de este siglo, ¿verdad? No quisiera que mi vuelta diera la impresión de un acontecimiento habitual, perdería mucho de su contenido, al paso que no quiere tocar nada de la belleza de aquél primer gesto.

¿Sabéis por qué he venido? Porque he sido enviado. ¿Por quién? Es preciso remontarse muy atrás, y encontraríamos que si Cristo no hubiese dicho un día a los primeros que le escuchaban: “Id, buscad a los pobres, visitad a los desgraciados, para ayudarles y consolarles, buscad a los pecadores, llegaos a todas las partes donde haya un dolor que dulcificar”, yo no estaría aquí. No tendría ninguna razón, y quizá en mi pequeñez tampoco tendría ningún deseo. Y, sin embargo, me siento feliz de estar aquí, enviado por Nuestro Señor Jesucristo. Este mandato divino, esta orden que viene del Evangelio, esta actualidad de nuestra fe, hacen no sólo fácil y hermoso, sino obligado y lleno de gozo, el encuentro con vosotros.

Quiero ante todo explicaros por qué el Señor que me guía, me ha dado unos ojos que profundizan hasta lo más íntimo de las almas, y pueden ver cosas que no consiguen ver los ojos sabios y analíticos de la doctrina humana. Me permite, diría, ver con transparencia los corazones, las existencias, las vicisitudes. Veo quizá lo que vosotros muchas veces no conseguís distinguir en vuestro interior. Veo que sois mejor de lo que parecéis, y que cada uno de vosotros conserva dentro de sí —ya se anegue en el llanto, se decida al arrepentimiento y suspire silencioso sin saber expresarse, o ya se encuentre también sofocado por un sentimiento de cólera o de odio—, un corazón, un corazón humano. Basta esto para indicar un tesoro, la fuente, la capacidad de un bien inmenso, la proximidad con Dios, la semejanza con El, la esperanza en El. Cojo con la mano la vela encendida sobre el altar, colocada junto al misal. ¿Si estuviera apagada, que, pasaría? Sería, sí, un cirio, pero sin luz. Aquí podemos encontrar una buena analogía con nuestra vida. Quizá seamos velas apagadas, con posibilidades sin realizar, sin arder. Pues bien, yo he venido para encender en cada uno de vosotros una llama, si es que está apagada; para decir a cada uno de vosotros, repito, tenéis todavía posibilidades de bien, grandes, nuevas, acaso mayores y más consistentes que vuestra misma desventura. De todas formas, sabed que yo he venido porque os quiero bien, porque os tengo una simpatía ilimitada. Si alguna vez surgiera en vosotros la tristeza al pensar, nadie me quiere, todos me miran con ojos que humillan y mortifican, la sociedad entera que aquí me ha relegado me condena; quizá hasta las personas queridas me miran con un reproche insistente, ¿qué he hecho?; pues bien, recordad que yo, al venir aquí, os miro con profunda comprensión y gran estima,

Os quiero, no por un sentimiento romántico, ni por un movimiento de compasión humanitaria, sino que os amo de verdad porque también descubro en vosotros la imagen de Dios, la semejanza con Cristo, el hombre ideal que vosotros también sois y podéis ser. Descubro dentro de vosotros estos méritos, que quizá vosotros tampoco sabéis reconocer bien. Observo dentro de vosotros —me cuesta, pero lo consigo, sabéis— la imagen que voy buscando, que es todo el secreto de mi ministerio, de mi autoridad, de mi misión y que espero un día en el Paraíso poder contemplar con estos mismos ojos, ahora abiertos hacia vosotros.

Voy buscando en vosotros la imagen de Cristo. Y os voy a decir una cosa que quizá ya sabéis, pero volver a oírla de mis labios no os desagradará. Es una paradoja. ¿Qué quiere decir paradoja? Una verdad que no parece verdadera. Pues que Cristo, el Divino Maestro, ha enseñado que, precisamente vuestra desventura, vuestra herida, vuestra humanidad lacerada y mutilada es el motivo por el que vengo entre vosotros, a amaros, a asistiros, a consolaros y a deciros que vosotros sois la imagen de Cristo, que reproducís ante mí al Crucificado, al que ahora dirigiremos nuestra oración y ofreceremos nuestro rito sacrifical. Vosotros me representáis al Señor. Por esto he venido; y, diría, para caer de rodillas ante vosotros y decir a cada uno que sois dignos de ser asistidos, amados y salvados; para recordaros —¿no estamos celebrando la Pascua? —la ley de Dios. Ella, como el cirio encendido, difunde su luz sobre la conciencia. Con esta luz se destacan las debilidades, las miserias, los pecados, las desventuradas desviaciones.

La ley de Dios nos dice que es preciso ser leales y buenos, que no se debería nunca violar la justicia, aunque no hubiera "carabinieri" y códigos penales. Todos debemos llevar en el corazón esta justicia; más aún, la debemos crear con nuestras acciones y con la fuerza moral. Y para que esta misma ley supere en nosotros toda incertidumbre al practicarla, viene a completarse con otro milagro. El Señor que nos da sus mandamientos y exige su observancia es el amigo que nos acompaña para animarnos; ánimo, ánimo, estoy aquí para echarte una mano, para ayudarte; estoy contigo para hacer posible lo que te mando.

La ley humana está escrita y a todos nos íntima: ¡Obsérvala! La ley cristiana está también escrita, precisada. clara, salvadora, y el Divino Maestro nos dice: “Observadla, pero conmigo”. El da la fuerza suficiente para poderlo practicar. Viene, carísimos, a infundir vigor desde dentro: éste es el milagro, y lo confirma la experiencia de todos los cristianos, especialmente cuando celebran la Pascua. Cristo viene a nuestra vida para repetirnos, ven, ven, que vamos a trabajar juntos; yo soy tu Cirineo; yo te ayudo, cambio las cosas delante de ti. Lo que tú creías un deshonor, puede ser tu salvación; lo que creías el desastre de tu vida, puede ser el punto de partida vara volver a empezar; la misma estancia en este Instituto puede ser tu regeneración. Todo está, hijos míos, en convertir el corazón. Si transformamos nuestros pensamientos y los ordenamos, y los hacemos semejantes a los de Cristo, la vida nos presenta un horizonte distinto.

Se realiza entonces un verdadero prodigio. Os decía al principio que no podía hacer nada por vosotros. Pero mirad lo audaz y, diría, temerario, que soy. Os digo que desde este observatorio cerrado podéis mirar la vida con nuevos ojos y podréis un día afirmar: comencé allí a ser verdaderamente hombre, a ser verdaderamente cristiano. Comprendí el valor de mi existencia cuando estaba como aplastado por aquél sufrimiento. También yo he sido crucificado y he comprendido dónde estaba la fuente de mi salvación.

Voy a resumirlo todo en una frase: quisiera meter en vuestros corazones la capacidad de buenos propósitos, de pensar, sí, pero con tranquilidad y también con alegría. Hay una palabra muy densa y rica en el lenguaje religioso y cristiano; una palabra que es ordinaria también en el lenguaje profano, pero que aquí adquiere una belleza y una fuerza solar: es la esperanza. Tenedla siempre en el corazón, hijos míos. Diría que un solo pecado podéis cometer aquí: la desesperación. Arrancad de vuestra alma esta cadena, esta verdadera prisión, y dejad que vuestro corazón se agrande y vuelva a encontrar —aún en esta situación actual que os quita la libertad física, exterior— los motivos de la esperanza. Yo os abro los cielos de esta esperanza, que son los de vuestra dignidad restituida, de vuestra humanidad restaurada, de vuestro futuro, no más cerrado y oscuro, de vuestra dirección hacia el destino superior al que el Salvador os llama y os encamina. Aprended en esta dura escuela de “Regina Coeli” a esperar; a esperar en el nombre de Cristo.

Y permitid que mientras os miro, queridos hijos, mis ojos, mi alma, lleguen a todas las casas de penitencia del mundo y lance desde aquí, desde el altar del Señor, un saludo paternal, y esta misma invitación a la gran esperanza cristiana, a cuantos como vosotros sufren y son capaces de escuchar el eco de mi voz.

Es la voz de Cristo, precisamente, que invita a ser buenos, a volver a empezar, a cambiar de vida, a resurgir; que invita, hijos míos, a esperar. Así sea.

* **

Oración del Papa Pablo VI para los reclusos y encarcelados

¡ Señor!

Me dicen que debo orar.

Pero ¿cómo puedo yo orar siendo tan desgraciado? ¿Cómo puedo yo hablar contigo en las condiciones en que me encuentro?

Estoy triste, estoy desalentado, algunas veces estoy desesperado. Tendría ganas de renegar más que de orar. Sufro profundamente: porque todos están contra mí y me juzgan mal; porque estoy aquí, lejos de los míos, apartado de mis ocupaciones, sin libertad y sin honor. Y sin paz; ¿cómo puedo yo orar?, ¡oh, Señor!

Ahora te miro a Ti que estuviste en la cruz. También Tú, Señor, estuviste en el dolor; sí, ¡y qué dolor!

Lo sé: Tú eras bueno, Tú eras prudente, Tú eras inocente; y te calumniaron, te deshonraron, te procesaron, te flagelaron, te crucificaron, te dieron muerte.

Pero ¿por qué? ¿Dónde está la justicia?

¿Y Tú fuiste capaz de perdonar a quien te trató tan injustamente y tan cruelmente? ¿Fuiste capaz de orar por ellos? Más aún, me dicen que Tú te dejaste matar de aquel modo para salvar a tus verdugos, para salvarnos a nosotros los hombres pecadores; ¿también para salvarme a mí?

Si es así, Señor, es señal de que se puede ser bueno en el fondo del corazón, incluso cuando pesa sobre las espaldas una condena de las tribunales de los hombres.

También yo Señor, en el fondo de mi alma, me siento mejor de lo que creen los demás; también yo sé lo que es la justicia, lo que es la honestidad, lo que es el honor, lo que es la bondad.

Delante de Ti me surgen dentro estos pensamientos: ¿Tú los ves, ves que estoy disgustado por mis miserias, ves que querría gritar y llorar? Tú me comprendes, ¡oh Señor! ¿Es ésta mi oración?

Sí, ésta es mi oración; desde el fondo de mi amargura yo elevo a Ti mi voz; no la rechaces. Al menos, Tú, que has padecido como yo, más que yo, por mí, al menos Tú, Señor, escúchame. ¡Tengo tantas cosas que pedirte!

Dame, oh Señor, la paz del corazón, dame una conciencia tranquila; una conciencia nueva, capaz de buenos pensamientos.

¡Ea, Señor! A Ti te lo digo: si he faltado, perdóname. Todos tenemos necesidad de perdón y de misericordia; yo te pido por mí. Y después, Señor, te pido por mis seres queridos, que me son todavía tan queridos. Señor, asísteles; Señor, consuélales; Señor, diles que me recuerden, que me sigan queriendo bien. ¡Tengo tanta necesidad de saber que todavía alguien piensa en mí y me quiere bien!

También para estos compañeros de desventura y de aflicción, asociados en esta casa de pena, ten misericordia, Señor.

Misericordia de todos, sí, también de aquellos que nos hacen sufrir; de todos; somos todos hombres de este mundo infeliz. Pero somos, oh Señor, tus criaturas, tus semejantes, tus hermanos, oh Cristo; ten piedad de nosotros.

A nuestra pobre voz añadiremos la dulce e inocente de la Virgen; la de María Santísima, que es tu Madre, y que es también para nosotros una Madre de intercesión y de consuelo.

¡Oh Señor!, danos tu paz; danos la esperanza. Así sea.



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