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DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LOS SUPERIORES Y ALUMNOS DEL PONTIFICIO COLEGIO PÍO BRASILEÑO


Martes 28 de abril de 1964

 

Señores cardenales,
señores embajadores,
reverendos superiores,
queridos alumnos:

Nuestros pasos nos han llevado felizmente hoy por la Via Aurelia a vuestra casa, para un encuentro que satisface no solamente una legítima aspiración vuestra de recibir al Vicario de Cristo en la tierra, sino que cumple también una especial necesidad y un deseo nuestro de conoceros personalmente y más de cerca a vosotros y a vuestro Colegio, que ha llegado a la plena madurez con sus treinta años de vida, de compartir ansias y anhelos; al mismo tiempo nos ofrece una magnífica ocasión para dirigir un pensamiento paternal a vuestro noble país, que tuvimos el gusto y el honor de conocer personalmente, en lo que fue posible en el espacio breve de algunos días. Comenzamos nuestra visita por la nueva y maravillosa capital, Brasilia, adonde llegamos solamente dos meses después de la inauguración, y al ofrecer el divino sacrificio, que se celebraba por primera vez —como se nos aseguró— en la devota capilla del palacio «da Alvorada», pensábamos en la nueva feliz aurora que podrá surgir sobre Brasil desde aquel centro de irradiación abierto en el corazón del país, como punta avanzada en dirección al interior.

De Brasilia bajamos a la activa y trepidante ciudad de San Pablo, donde late la vida de toda la nación en los millares de industrias que la rodean. Nos dirigimos luego a Río de Janeiro, y desde la cumbre del Corcovado, sobre la que se yergue majestuosa la gran estatua de Cristo Redentor, con sus grandes brazos abiertos, en signo de protección y de unión, contemplamos los tesoros de inenarrable belleza y encanto, copiosamente derramados por el Creador en la maravillosa bahía. Para mejor conocer el semblante íntimo de esta ciudad quisimos visitar distintas categorías de personas, insistiendo en particular entre los estudiantes universitarios y los «humildes» habitantes de las «favelas», encaramadas por las pendientes, a cuyos habitantes la Iglesia ha extendido su mano maternal y de consuelo. Sabíamos muy bien que Brasil no era todo lo que nuestros ojos habían podido contemplar en aquella rápida carrera: quedaban sin explorar las selvas tropicales, que son casi la mitad del territorio nacional; los Estados del Noroeste, que esperan ansiosa y pacientemente los beneficios del desarrollo que ha caracterizado a los Estados del Sur y Centro Sur, a los cuales emigran grandes masas de población en busca de tierras más generosas. Conocimos ya desde entonces los graves problemas y las dificultades que la misma inmensidad del territorio lleva consigo y crea, tanto en el sector de la vida estrictamente civil (instrucción, vivienda, asistencia sanitaria) como en el de la vida propia de la Iglesia (instrucción y asistencia religiosa, vocaciones eclesiásticas).

Conocimos y conocemos muy bien el precioso substrato de fe y de vida cristiana que desde el descubrimiento del nuevo continente ha caracterizado y marcado la tradición de vuestra civilización, y los esfuerzos constantes, generosos, acordes entre los dos poderes —el espiritual y el temporal— para infundir un decidido estímulo ascensional al país.

Sobre este Brasil, de aspectos distintos y complejos, que constituye una sólida unidad geográfica y, sobre todo, espiritual, han estado fijas durante las pasadas semanas las miradas ansiosas del mundo. Era natural que también el Papa, que siempre ha sentido una especial predilección por el Brasil, siguiese con vosotros, queridos hermanos, con vivo temblor, pero también con segura esperanza, el desarrollo de los acontecimientos, pues todos estábamos seguros de que el alto sentido de civismo demostrado otras veces por el Brasil en el curso de su historia, la recta visión de su bien común, la conciencia de los vínculos que unen sus diversos estratos sociales, la natural repulsa de la conciencia brasileña por la violencia, ahorrarían al país lacerantes heridas.

Lejos de querer someter a juicio todo lo que ha sucedido —no nos tocaría hacerlo—, sentimos como deber de nuestro oficio y deseo de nuestro corazón confortar y confirmar los mejores sentimientos de afecto y de fidelidad a vuestro país en este momento de temores y pasiones.

También vosotros habréis sentido crecer en vuestro corazón un ansia especial, que habitualmente llena el espíritu de los bravos y honrados ciudadanos: la del orden civil, la de la concordia y de la paz interior de un pueblo joven y grande como el vuestro. Pues bien, vosotros, alumnos de este Colegio, en el que se respira la atmósfera de la Roma antigua y cristiana; vosotros, hijos y futuros apóstoles del Brasil, confirmad en vuestros corazones estos sentimientos de noble civismo y desead que la colaboración de todos sus hijos haga fuerte y grande vuestra nación; y hoy más que nunca.

Y, restablecida la calma, vuestro ánimo piensa en el futuro de vuestro país, y también en vosotros, aunque lejos, e inexpertos en los gigantescos problemas que lo asedian, aparecerán urgentes e implorantes las evidentes necesidades espirituales y sociales del Brasil. Hijos queridos, os diremos, siempre para vuestro consuelo, que hacéis bien en tener despierta la mirada y sensible el espíritu al futuro y a las necesidades de vuestra Patria. Quien no tuviera esta vigilante sensibilidad no sería ni buen ciudadano ni buen cristiano. Pero añadiremos en seguida: conservad sereno el espíritu, ante todo porque la divina Providencia vela por el Brasil; su historia lo dice y vuestra fe lo merece; también sereno, porque la serenidad de espíritu es la mejor condición para valorar los problemas y para encontrarles solución, y no el odio, ni la agitación, ni las pasiones, ni la aquiescencia a ideas extrañas y perturbadoras; y sereno, finalmente, porque el Brasil es un país de grandes medios y de grandes virtudes; medios ofrecidos por la naturaleza, virtudes poseídas por los brasileños; el empleo sabio y sistemático de estos recursos materiales y morales puede resolver en un tiempo quizá relativamente breve —así lo deseamos— los problemas más difíciles. Son difíciles, sí; pero valorados con sentido profundamente humano (y por ello mismo con sentido cristiano) pueden por sí solos indicar el camino de la solución; aun los más graves entran en el cono de luz de las enseñanzas sociales que la Iglesia, verdaderamente Madre y Maestra, ha derramado profusamente en la escena del mundo actual.

Esperamos —y es un voto y un deseo vivísimo, acompañado de fervientes oraciones— que vuestra nación, teniendo en cuenta la tarea que le compete en la vida del continente latinoamericano, no sólo continuará en estable tranquilidad, como decíamos, y en ordenado progreso, su camino hacia un futuro mejor para todos, hecho de paz, prosperidad y de justicia, de mutua comprensión y de armónica unión entre los ciudadanos, sino que tampoco se detendrá en el camino de las necesarias reformas sociales, no tardando en adoptar las providencias que satisfagan las legítimas exigencias de las clases trabajadoras, no defraudando las esperanzas de las masas populares de una ecuánime comunidad económica y social, donde las necesidades de los pobres, la instrucción y la educación del pueblo, la asistencia social y sanitaria de la gente menos pudiente, las viviendas de los barrios periféricos de las grandes ciudades y de las desoladas regiones del Noroeste y de las otras del interior del inmenso territorio, las transformaciones de la agricultura, las realizaciones de los planes industriales, etcétera, interesen debidamente a cuantos dirigen y se preocupan por los intereses públicos.

Un esfuerzo generoso bien ordenado y decidido, en el que los ciudadanos de todas las tendencias, por amor al bien público, quieran colaborar para corresponder a las graves y urgentes necesidades y a las justas aspiraciones de la mayor parte del pueblo, no podrá faltar, indudablemente, en este momento orientador de vuestro país. Se ahorrará así —y nos place que hasta ahora haya sido así— el peligro de la triste experiencia del comunismo, que conserva intactos e inmutables sus caracteres de subversión y antirreligiosidad.

Confiamos, además, que, ante todo los obispos, con ellos los católicos, especialmente los comprometidos en el apostolado, estarán ejemplarmente unidos en esta obra y se aprovecharán del sabio consejo de quien nos representa —el nuncio apostólico—, al que reconocen características y cualidades de experto conocedor y sincero amigo de vuestra gran nación.

Otro acontecimiento ha reclamado estos días la atención sobre el Brasil. Nos referimos al traslado del señor cardenal Carlos Carmelo de Vasconcellos Motta, arzobispo de la gran archidiócesis de San Pablo, de esta sede, por él gobernada con celo y sabiduría durante veinte años, a la iglesia metropolitana de Aparecida, que estaba confiada a su cuidado espiritual en calidad de administrador apostólico.

Este traslado, no impuesto por ningún poder ni sugerido por circunstancias externas y contingentes, había sido pedido espontáneamente y desde hace tiempo —y lo decimos para admiración nuestra y alabanza suya— por el señor cardenal, a causa de sus condiciones de salud, demasiado precaria, no encontrando adecuadas sus fuerzas al ministerio pastoral de la populosísima diócesis de San Pablo, uno de las más grandes de la Iglesia católica. Con alta conciencia de su responsabilidad, prefiere el venerado cardenal Motta recogerse, con ejemplar sacrificio, a la sombra del Santuario Nacional de la Virgen Aparecida, al que siempre ha dedicado su corazón y su esfuerzo, con el propósito de llevar adelante la grandiosa construcción y con el deseo de infundir al culto mariano un nuevo impulso que mantenga viva y fresca en el pueblo brasileño la devoción a María Santísima, y consiga para el noble país una protección especial de la Reina del cielo.

Y ahora permitid, queridos hijos, que os abramos nuestro corazón de padre para deciros unas palabras que os sirvan de estímulo y guía espiritual de vuestra vida de hoy y de mañana.

Si esto es el Brasil, tratado con demasiada brevedad, ¿cuál es la preparación que debéis conseguir vosotros? ¿Con qué espíritu debéis ya desde ahora disponeros a los futuros deberes en aquellas circunstancias precisas, en aquel ambiente, en aquel mundo en fermentación?

Medid vosotros mismos las dificultades de la misión que os aguarda. Seréis «sacerdotes para siempre» (Sa 109, 4); vuestros excelentísimos obispos, nuestros venerados hermanos, que aquí recordamos con particular afecto y a los que enviamos un respetuoso y paternal saludo, están impacientes de contar con vosotros, pues «la mies es mucha y los operarios son pocos» (Mt 9, 37). Pronto os dirán: «Id, yo os mando» (Lc 10, 3). Id, que el mundo, vuestro mundo brasileño os espera. Vuestra preparación debe ser, por tanto, adecuada y proporcionada a las exigencias y a las necesidades de vuestro grande y prometedor país. Sean éstos los signos distintivos:

— inmensa y múltiple en lo posible, como inmensas y múltiples son las dimensiones y las situaciones de vuestro país;

— preciosa a los ojos de Dios, como preciosos son el oro, los diamantes y las piedras que arrancáis a las entrañas de vuestro suelo;

— fértil, como la vegetación de vuestros bosques, y abiertas a los contactos humanos para acoger a todos en el abrazo del Señor, como hace el Cristo del Corcovado.

El éxito de vuestra acción estará asegurado en la medida que aumenten las reservas de vuestro espíritu. La vida interior dará fuerza al apostolado, porque es la base de la santidad del obrero evangélico, lo defiende contra los peligros del ministerio exterior, vigoriza y multiplica sus energías, le proporciona consuelo y alegría, es un escudo contra el desaliento, es condición necesaria para la fecundidad de la acción, atrae las bendiciones de Dios, hace al apóstol santificador y produce en él una irradiación sobrenatural.

Los hombres llamados al honor de colaborar con el Salvador en la transmisión de esta vida divina a las almas deben considerarse modestas, pero fieles instrumentos encargados de llegar a la única fuente: Cristo Jesús.

Comportarse en el ejercicio del apostolado como si Cristo no fuese el único principio de vida, olvidar el papel propio, secundario y subordinado, atender únicamente el éxito de la actividad personal y de las propias fuerzas, sería caer en un error fatal que provocaría una maléfica malversación de los valores, a la acción de Dios sustituiría una febril actividad natural, desconocería la fuerza de la gracia y prácticamente convertiría en una abstracción la vida sobrenatural, la potencia de la oración y la economía de la Redención.

Estad profunda e íntimamente convencidos de la supremacía de la vida interior sobre la vida activa. Estáis destinados a la conquista espiritual del mundo, a edificar el Reino de Dios, que se llama la Iglesia, a penetrar y salvar nuestro tiempo, a devolver el sentido, la armonía y el alma cristiana a todas las manifestaciones de la enmarañada vida actual. Pues bien, todo lo debéis hacer sin asimilaros al mundo, sin confundiros con él, porque los sacerdotes «no son del mundo, como Yo —dice Cristo— no soy del mundo» (Jn 17, 16), manteniendo siempre intacta e inalterada vuestra personalidad e individualidad sacerdotal; no os dejaréis mover por el espíritu del mundo, sino, como hijos de Dios, por el espíritu de Dios: «Pues quienes actúan según el espíritu de Dios, son hijos de Dios» (Rm 8, 14). Por esto la Iglesia os quiere libres de toda relación terrena, os recomienda desinterés, sencillez y pobreza de vida. «No queráis llevar en vuestras alforjas ni oro, ni plata, ni dinero» (Mt 10, 9). Para tan arduo camino la Iglesia buena os proporciona una verdadera riqueza: la gracia. Gracia, posesión integral, plena y sobreabundante de Dios, que pueda rebosar y hacer participar a los demás, para que seáis «ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios». «Sic nos existimet homo ut ministros Christi et dispensatores mysteriorum Dei» (1 Cor 4, 1), ministros de la gracia: «Cada uno según la gracia que ha recibido, administrándola a los demás, como buenos dispensadores de la gracia de Dios» (1 P 4, 10).

Si conserváis la primacía absoluta de esta actividad y vida sobrenatural en vosotros os será más fácil, más seguro y más provechoso el contacto, el diálogo que establezcáis con las almas y la comprensión que sabréis tener para con muchos en quienes la vida cristiana es solamente un vago recuerdo de un carácter sagrado que se recibió en el bautismo y que ha permanecido inoperante.

San Bernardo de Claraval, para demostrar que el hombre apostólico debe continuamente renovarse en Cristo, recuerda: «Si sapis, concham te exhibebis, non canalem» (Serm. 18 in Cant.). Si eres sabio, sé una concha, no un canal, porque el canal deja sencillamente correr el agua que recibe, sin guardar una sola gota; pero la concha, en primer lugar, se llena y sin vaciarse, sino, renovándose continuamente, derrama al exterior lo que le sobra, haciendo fértiles los campos.

Alimentad y preservad esta vida interior del ajetreo de la acción con la fidelidad a la meditación, que mantendrá encendido el fuego del amor divino; inagotable fuente de vida interior y, por tanto, de ministerio encontraréis en la vida litúrgica; vivida como quiere la Constitución Conciliar de Sacra Liturgia, os será más fácil permanecer en la esfera de lo sobrenatural en todas las acciones y recibiréis una ayuda eficaz para conformar cada vez más vuestra vida a la de Cristo; la ardiente devoción a María Santísima será garantía segura de éxito y fidelidad al ideal de vuestra vocación.

Que nuestra especial bendición descienda amplia y propiciadora sobre vuestro Colegio, tan benemérito en la formación sacerdotal, sobre los reverendos superiores, sobre vuestras personas y sobre vuestros propósitos, sobre vuestras respectivas diócesis y también sobre aquellas que no están aquí representadas; llegue a los señores cardenales de Vasconcellos Molla, de Barros Cámara y de Silva, a los venerables hermanos obispos y prelados «nullius» del Brasil, y a los responsables de los asuntos públicos, empeñados unos y otros en un vasto y delicado trabajo. Sea a todos propicia Nuestra Señora Aparecida, en cuyas manos ponemos, confiando la suerte de la nación, prenda y seguridad de abundantes gracias celestiales.



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