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DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LOS ALUMNOS DEL COLEGIO DE PROPAGANDA FIDE DE CASTELGANDOLFO


Sábado 15 de agosto de 1964

Señor cardenal, venerables hermanos, superiores de este colegio nuestro, alumnos carísimos, familiares y asistentes todos a esta sagrada reunión, recibid todos nuestro saludo y bendición!

Como veis el programa que habíamos trazado para esta tarde de la fiesta de la Asunción se ha modificado y transformado un poco. Entra dentro de lo humano. Es preciso, sin embargo, advertir dos cosas. Ante todo lo esencial de este programa permanece, el encuentro con vuestras personas, y la manifestación de nuestros sentimientos para con vosotros y vuestro homenaje filial; esperamos lo logre la feliz impresión que esta religiosa audiencia debe imprimir en nuestras almas. Además es de suponer que todo lo que hoy, por circunstancias especiales, no se ha celebrado, podrá hacerse, Dios mediante, en otra ocasión.

Estamos muy contento de encontraros y yesos a todos; agradecido de escuchar de los labios del señor cardenal prefecto de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide la expresión de propósitos tan elevados, afectuosos y consoladores. Tendremos siempre un magnífico recuerdo de ello.

Quedará vivo en nuestra alma el recuerdo de esta jornada por los motivos que nos han movido a celebrarla de modo especial. Queríamos tributar a María Santísima un homenaje de piedad y alegría familiar; y de corazón ofrezcámosle de forma sencilla, espontánea, los afectos más ardientes de nuestra devoción, tratando de unir al culto profundamente religioso y humano los mejores pensamientos, grandes propósitos, las etapas solemnes de vuestra vida sacerdotal. Esta intención, especialmente en vosotros, alumnos carísimos, debe ser limpia y sólida, favorecida por el ambiente romano en que se desarrolla vuestra formación al servicio de la Iglesia. La santa vocación hoy, vuestro ministerio mañana, encontrarán en una piadosa devoción a María el sostén más eficaz y el más preciado consuelo.

María es la “puerta del cielo”; es la que nos introduce a Cristo; Ella nos puede hacer verdaderamente fieles a nuestra misión y puede impetrar para nuestra actividad la gracia divina, de la que es Madre privilegiada

Persistirá también el recuerdo de esta jornada por el hecho de las ordenaciones, conferidas esta mañana por el cardenal Agagianian. ¡Cuánto gozo espiritual en este acontecimiento! Cincuenta y siete alumnos de este colegio son desde hoy subdiáconos; es decir, han recibido la primera orden mayor, que lleva consigo algo grave y majestuoso por el compromiso total y definitivo que pide y confirma. El subdiaconado marca la vida eclesiástica un momento de excepcional importancia; decide para siempre el futuro de quien lo recibe; abre el camino del sacrificio y de la fecundidad del ministerio sagrado; posee algo excelso y sobrehumano.

Queridos jóvenes subdiáconos, al aceptar vuestro alistamiento en tan alto servicio del Señor, habéis realizado el gran ofrecimiento, la total inmolación de vosotros mismos; os habéis privado de todos los sentimientos, de todos los derechos del corazón humano, para conservar un supremo amor, y tan vivo, tan poderoso, que pueda llenar y gobernar toda vuestra existencia: el amor a Cristo, a Cristo sólo y con todas las fuerzas.

Este amor, queridos hijos, es una fuerza totalmente superior, que hace posible, que hace fácil toda renuncia para dedicarse a todo cuanto el subdiaconado exige y dispone. También esta entrega confiere al alma plenitud, gozo, dignidad y sentido perfecto de la excelencia de una vida consagrada a Dios. De esta forma serán llevaderos los deberes que impone, íntimos los diálogos que ofrece con el Señor, asiduo y fecundo el servicio a la Iglesia, que autoriza y prescribe.

Carísimos jóvenes, quisiera tener tiempo y ocasión para charlar con cada uno de vosotros, para expresaros nuestra alegría, para vigorizar los propósitos que ciertamente habréis formulado no sólo “coram Ecclesia”, sino también conscientemente en el secreto de vuestros corazones; quisiéramos haceros partícipes del gozo con que la Iglesia hoy os hace suyos, y de Cristo, de forma tan singular. Que la bendición que dentro de poco os impartiremos descienda abundante (puede quedar simbolizada por la intensa y calurosa lluvia que cae en torno nuestro) sobre vuestras almas para hacerlas abiertas, florecientes, generosas para el inefable oficio al que hoy habéis sido elevados.

Desearíamos también que el recuerdo de esta jornada conservara el carácter que se quería dar a nuestro encuentro; el de familiaridad, confianza, amistad; el propio de este cenáculo que en todos sus particulares es un himno de gloria a la Iglesia. Pues el alto ministerio de caridad, propio de la Iglesia, encuentra aquí su celebración habitual, hoy más cordial y expresiva. Mirad, la jornada de hoy quería ser una experiencia vital del amor a la Iglesia, esperamos que sea así realmente. Cuando, queridos hijos, lleguéis un día a cada una de las regiones del mundo y os encontréis en el puesto encomendado por el mandato divino, puede suceder que os encontréis solos y tentados quizá por la duda de estar olvidados y casi alejados de la vida comunitaria de la Iglesia. Pues bien, pensad entonces, y estad muy ciertos de ello, que aquí habéis sido amados y siempre lo seréis. En Roma el corazón de la Iglesia late también para vosotros. Recordad vuestro Colegio de Propaganda y podréis encontrar nuevas energías repitiéndoos, allí se me quiere bien, se me recuerda, se ora por mí; desde allí se irradia todavía el consuelo de una paternidad y de una hermandad que me alcanza a mí también, y que jamás se puede aminorar.

Sería deseable que este pensamiento, que nace en circunstancias tan familiares y demostrativas, imprimiese en vuestro espíritu el sentido de la familiaridad, que debe caracterizar a toda la comunidad eclesiástica. Que en todo momento os acompañe para mantener vuestro compromiso de consolar, instruir e iluminar a los demás, y que os recuerde la experiencia de una entrega al Evangelio vivida con integridad de afectos, sinceridad de propósitos, y, Dios os lo conceda, plenitud de gracia.

Nos alegra en esta ocasión poder dar las gracias a los superiores del colegio, que sabemos son diligentes, fieles, perseverantes, pacientes y expertos en la pedagogía, tan diversa y multiforme, pero también tan delicada, del diálogo con los cien idiomas que aquí afluyen. La atenta y escrupulosa vigilancia que los superiores de un colegio como éste deben ejercer, merece nuestra bendición especial, un interés visiblemente completo y también un recuerdo en nuestra oración. A usted, señor rector, y a cuantos comparten con usted la preocupación y responsabilidad de la obra educativa y formativa del colegio, les damos de corazón nuestra paternal confirmación.

Y ahora miramos a todos los pueblos aquí representados. Enviamos, en primer término, a los veintisiete países de los recién ordenados un amplio y especial saludo; lo extendemos también a las demás naciones a las que pertenecen los restantes alumnos del colegio. Que nuestro saludo sea universal, que llegue primeramente a los familiares de estos nuevos subdiáconos —nos emociona ver a algunos de ellos aquí presentes—; que se extienda luego a los allegados, amigos, a todas las personas que están unidas a vosotros por el parentesco, la amistad y la fe.

Os haremos una súplica con toda confianza. Suponemos que escribiréis a vuestras casas contando a vuestros seres queridos este encuentro de hoy con el Papa. Pues bien, que seáis vosotros mismos los intérpretes de nuestros votos para vuestras familias. Decidles que el Papa quiere, por medio vuestro, saludarles y enviar a cada uno los mejores augurios y la más amplia bendición.

Permitidnos, finalmente, que os recomendemos que améis a vuestra patria respectiva no sólo con el obsequio de hijos de una determinada tierra o estirpe, sino como la deben querer, doblemente, quienes se consagran a sostener su vocación cristiana y su real prosperidad religiosa y civil. Con este fin también haced aquí provisión de amor; fomentad en vuestras almas sentimientos puros y elevados; pensad que no se puede ser buenos sacerdotes y esforzados misioneros sin tener, en el corazón, propósitos nobles y eficaces, que solamente la magnanimidad católica puede despertar en la visión de los pueblos a los que hay que anunciar el Evangelio.

Pues bien, amad ya desde ahora a vuestras naciones, mientras vuestra existencia sufre la nostalgia de la lejanía y cultiva las aspiraciones del apostolado misionero. Repetidles nuestra bendición apostólica, que ahora, con todo el afecto paterno, os impartimos cordialmente a vosotros.



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