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DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA
FEDERAL DE ALEMANIA*

Lunes 29 de noviembre 1971

 

Excelentísimo señor Embajador:

Le damos nuestra cordial bienvenida en esta su primera visita oficial al Vaticano, y le agradecemos las amables palabras que nos ha dirigido. Con la presentación solemne de sus credenciales como nuevo Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Federal Alemana ante la Santa Sede, continua usted la noble línea histórica de las buenas relaciones que unen a la Santa Sede con la República Federal, sobre todo por medio del Concordato y de los demás acuerdos jurídicos.

¡Usted viene de Alemania! Recuerdos e imágenes agradables se presentan ante nuestra mirada espiritual cuando recordamos el inolvidable viaje que, siendo aún joven sacerdote, hicimos a través de la hermosa tierra alemana.

En aquella ocasión visitamos Munich y luego, en el curso de un viaje por el Rhin, pudimos admirar las maravillosas catedrales de Speyer, Worms, Mainz, Bonn y, como punto espiritual culminante de nuestro viaje por Alemania, la catedral de Colonia Nos causó también una profunda impresión la catedral de Aquisgrán.

El carolingio y el gótico, estilos dominantes de la imponente arquitectura, evocan la gran cultura del medioevo y, a la par, evocan también el valor imperecedero de la tradición cristiana encarnada en ellos.

Estas catedrales alemanas que fueron levantadas hace siglos, en gran parte por fundaciones de reyes y príncipes, son un testimonio viviente de cómo la Iglesia y el Estado pueden y deben trabajar en amigable colaboración para el bien de la humanidad. El Estado y la Iglesia son, efectivamente, dos instituciones independientes en su esfera vital y jurídica. Pero la Iglesia, con su doctrina social de cuño cristiano, presta al Estado una aportación esencial e insustituible en la construcción de una vida comunitaria fuerte y humana, al ofrecer las líneas directivas y las fuerzas morales para la formación espiritual y moral del pueblo.

De frente a los problemas internacionales de la actualidad sobre el derecho de gentes, que cada día se hacen más complicados y parecen no tener salida alguna, existe una única solución con garantías de éxito: la vuelta al orden establecido por Dios.

Es un gran deseo de la Santa Sede – y para ello cuenta principalmente con la colaboración de los países que mantienen relaciones diplomáticas con ella – llevar a los pueblos a una pacifica convivencia, poniendo al servicio de este objetivo toda la fuerza moral que está a su alcance. Su actividad como observador en las Naciones Unidas en Nueva York, señor Embajador, ha dirigido su atención hacia la realización de unos esfuerzos a escala mundial que hoy son necesarios para alcanzar esta meta.

Usted viene de un país cuya población pertenece, en su mayor parte, a las dos grandes confesiones cristianas.

Un cristianismo vivido es la mejor base para una paz duradera y para la buena marcha de un pueblo, como también para una fructífera colaboración con otros pueblos.

En realidad, el pueblo alemán, inspirado en la doctrina cristiana sobre la dignidad de toda persona humana y de su derecho a participar en los bienes de la cultura, ha dado ya, desde hace tiempo, una digna aportación a la pacificación del mundo.

Le damos las más expresivas gracias por los respetuosos votos que nos habéis transmitido de parte de su Excelencia el señor Presidente de la República Federal, y le pedimos cortésmente que le corresponda con los nuestros.

Con sumo agrado le otorgamos, Excelentísimo señor Embajador, como a todos sus antecesores, nuestra completa confianza y entre a formar parte del grupo de diplomáticos acreditados ante la Santa Sede, mientras imploramos para usted, en su misión llena de responsabilidad, la protección y asistencia permanentes de Dios.


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.51 p.8.

 



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