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DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO
ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 10 de enero de 1972

 

Gracias, señor Embajador, por las palabras tan doctas y tan bondadosas, que en su calidad de Decano nos ha dirigido cortésmente, en nombre también de todos los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Ha recogido usted las líneas maestras del documento con que hemos querido conmemorar el 800 aniversario de la Encíclica Rerum novarum de nuestro predecesor León XIII; y ha puesto bien de relieve la acción que está desarrollando la Iglesia con el fin de sensibilizar responsablemente la conciencia de los hombres – a nivel individual e internacional – para que se comprometan a hacer de la sociedad un mundo más justo y verdadero, respetando la libertad de los demás, prodigándose «para construir solidaridades activas y vividas» (Octogesima adveniens 47).

Por ello Nos les quedamos muy agradecido; e igualmente le estamos muy agradecido a todos ustedes, señores, por este anual encuentro que suscita en nos singular complacencia.

Como ya saben ustedes, el día 6 de enero, se ha celebrado la fiesta de la Epifanía: ella nos parece adaptada para comprender el valor de este encuentro vuestro con nosotros, que Nos sentimos tan pequeño para representar a Cristo, Dios y Hombre, Príncipe de la paz, Autor de la justicia. Y esta circunstancia Nos ofrece la posibilidad de retener, señores, vuestra atención sobre un tema que sobresale entre las razones que justifican la presencia de los Diplomáticos de los diversos Estados cerca del Vicario de Cristo: en otras palabras, cual es la relación cualificada entre la Iglesia y el mundo civil. O, para usar abiertamente una frase corriente, cuál es la llamada «política de la Iglesia». Para entenderlo Nos sirve inmediatamente de ayuda cuanto ha dicho el Concilio a este respecto, con afirmaciones tan claras y luminosas que disipan, ya desde el principio, toda clase de malentendidos y, digamos también, cualquier desazón que tal expresión podría hacer surgir en el ánimo extremadamente sensible de los hombres de nuestro tiempo.

¿La política de la Iglesia? Hela aquí, según las palabras del Vaticano II: «La Iglesia, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir, cada vez más, el radio de acción de la justicia y de la caridad en el seno de cada pueblo y entre todas las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la actividad humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad política del ciudadano... Es justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina social, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias de orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas» (Gaudium et spes 76).

A estas palabras han hecho eco, el pasado otoño, los obispos reunidos en el Sínodo, los cuales, como ustedes saben, han escogido como uno de los temas sobre los cuales nos han expresado su parecer, precisamente «La justicia en el mundo» como fruto de la presencia de la Iglesia, con el auspicio de que «todo pueblo, en calidad de miembro activo y responsable de la sociedad humana, pueda cooperar a la consecución del bien común, con igual derecho que los otros pueblos» (III, Actio internationalis, 8 c).

La justicia, señores, es un valor que penetra todas las relaciones de la convivencia en cualquier campo: económico, social, político, cultural, religioso; es un valor que compromete a todos: individuos, familias, grupos sociales – cualquiera que sea la razón de su existencia y de su actividad –, poderes públicos, instituciones que actúan a nivel continental y mundial. Todos, por lo tanto, están llamados a ponerla en práctica, identificando su actuación con la actuación de la paz auténtica; cada uno puede aportar lo que corresponde a su naturaleza y a su vocación: y esta reviste una gran importancia, como también una exigencia de justicia.

Y ahora debemos preguntarnos:

¿Qué función tiene la Iglesia en este campo vastísimo que compromete todas las fuerzas políticas del mundo?

¿Cuál es el papel que ella esté llamada a desarrollar?

¿Cuáles son sus características?

a) SER AJENA

Ante todo – y esto parecerá una paradoja después de las funciones que hemos reivindicado para la Iglesia en el campo internacional –, es necesario afirmar claramente que ella es ajena a la acción política en su sentido específico.

La misión de la Iglesia es distinta: es esencialmente espiritual; ella no desarrolla una acción política activa de ningún modo, más aún, se mantiene separada y alejada de tal acción: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 21).

Como ha afirmado el Concilio Vaticano II, «la Iglesia, que par razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni esté ligada a sistema política alguno, es a el vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque a distintos títulos, estén al servicio de la vocación personal y social de todo ser humano» (Gaudium et spes 76). De la misma manera, la Iglesia rechaza toda acción de violencia, porque tiene como modelo único a Cristo «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29), se inspira en la ley evangélica del amor, trata de persuadir con su carga de inmensa esperanza, presente y escatológica, sabiendo que la ley del auténtico progreso no es revolución, sino evolución y transformación, lo cual presupone la transformación interior con frutos duraderos porque nacidos de la libertad interior, de la fuerza renovada de propósitos brotados de «un amor que transciende el hombre» y por lo tanto de una efectiva disponibilidad al servicia» (cfr. Octogesima adveniens, 45).

Por esto, está claro que el hecho de que la Iglesia se abstenga de la política no significa inactividad o repulsa, por parte de los ciudadanos, de los seglares, de los fieles, a la vida eclesial, y, especialmente, no significa ausencia de la participación en la vida nacional: ellos, por el contrario, quieren ser el fermento dentro de la masa (cfr. Mt 13, 33; la carta a Diogneto los define, digámoslo así, el alma del mundo: «lo que es el alma en el cuerpo, así son los cristianos en el mundo»: Ep. ad Diogn. 6, 1; PG 3, 1173). Los seglares que viven en la comunidad eclesial, están llamados, como ha dicho el Concilio, por su deber «profético y real», a «un papel de primer plano» para contribuir «eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio del Creador y la iluminación de su Verbo, sean promovidos, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, para utilidad de todos los hombres sin excepción; y sean más convenientemente distribuidos entre ellos y a su manera conduzcan al progreso universal en la libertad humana y cristiana» (Lumen gentium 36).

b) PRESENCIA

He ahí, por tanto, que la Iglesia, aunque ajena en si y de par si a la acción política activa, reivindica, sin embargo, una presencia en el mundo civil: tanto porque ella es para los hombres y formada por hombres, a los cuales, con su profesión de fe religiosa, con su pedagogía vivificadora y santificadora, con la reafirmación de la primacía de la realidad espiritual, inculca el respeto a los derechos respectivos y el cumplimiento de los respectivos deberes para la instauración de una fraternidad orgánica y verdadera, cuanto, sobre todo, porque a esta misión está llamada por el mandato, recibido de su Fundador, de salvar al hombre, de comunicarle la palabra que libera y la vida que santifica, y de colaborar así a la elevación integral del hombre.

Es natural, por tanto, que a su vez la Iglesia no pueda menos de sentirse obligada a aportar su propia contribución, para que reine en el mundo la paz en la justicia y la justicia en la paz. Y tal contribución, como observa la Constitución Gaudium et spes, la aporta, sobre todo, «iluminando con la luz del Evangelio y poniendo a disposición de los hombres el poder de salvación que ella, bajo la guía del Espíritu Santo, recibe de su Fundador» (Gaudium et spes 3).

Por este motivo, el año 1968 Nos propusimos a todo el mundo, y especialmente dentro de la Iglesia, la Jornada de la Paz, como testimonio concreto de esa aportación a la edificación de la tranquilidad en el orden, a la cual la Iglesia se siente estrictamente obligada.

Aprovechamos gustosamente la ocasión para expresar desde aquí nuestro conmovido agradecimiento por la atención que cada uno de los Jefes de Estado, las autoridades y las poblaciones de sus países dedican cada año a tal iniciativa y, de modo particular, este año a nuestro llamamiento «Si quieres la paz, trabaja por la justicia», que, como saben, constituye el tema dominante de nuestro mensaje para la celebración de la V Jornada Mundial de la Paz.

Todos debemos trabajar para este fin, con plena lealtad, al servicio del hombre: porque, señores, las exigencias de la justicia se pueden entender solamente a la luz de la verdad; de esa verdad que es el hombre: el cual se descubre en sus componentes esenciales, en todas sus dimensiones en sus legítimas aspiraciones, cuando se le ve en Cristo: verdadero Dios y verdadero Hombre: en el cual la humanidad se manifiesta y se afirma en toda su plenitud.

La aportación de la Iglesia para la actuación de la justicia se concreta, en primer lugar, en una acción educativa sobre sus miembros: esa constante y multiforme acción esta dirigida no sólo a hacer a los hombres siempre más conscientes del contenido de la justicia en su creciente amplitud, sino también a hacer nacer, a desarrollar y a vigorizar los propósitos de traducir esas exigencias en términos concretos de vida diaria: venciendo con la fuerza del amor la estrechez del egoísmo propio y ajeno: actuando, también, para humanizarlas, sobre las estructuras legales que se hubieran convertido en instrumentos de injusticia.

Por eso, cuando es necesario, esta presencia de la Iglesia, que normalmente se manifiesta en formas positivas, es decir, promoviendo y de animando, puede llegar a ser también, a veces, saludablemente critica: un punto de comparación que induzca a comprobar continuamente si las condiciones alcanzadas corresponden realmente al ideal de justicia y de paz. Los obispos reunidos en el Sínodo han tenido conciencia de este deber, cuando han propuesto que la educación a la justicia puede suscitar también «la facultad critica que lleva a reflexionar sobre la sociedad en que vivimos y sobre sus valores»; y cuando han reconocido que en ciertos casos la misión episcopal «impone el deber de denunciar valientemente las injusticias con caridad» (III, Institutio ad iustitiam).

A este respecto, permitidnos, señores, que llamemos por algún momento, vuestra atención, sobre el hecho quizá más desconcertante de nuestro tiempo: la carrera de los armamentos. Es un hecho epidémico, a cuyo contagio ningún pueblo parece poder sustraerse.

Y así ocurre que los gastos en armamentos alcanzan ya en el mundo cifras astronómicas; todos contribuyen a ello: tanto las grandes y las medias potencias, como las naciones débiles o del llamado «Tercer Mundo».

Y lo que más desconcierta es que esto sucede cuando los hombres, habiéndose vueltos más conscientes de su propia dignidad, es más vivo el sentimiento de ser miembros de la misma familia humana; y mientras en los individuos y en los pueblos se hace más aguda la aspiración a la paz y a la justicia, y mientras en la generación de los jóvenes – para muchos de los cuales la familia humana es ya una unidad viviente – se difunde cada vez más la protesta contra la carrera a los armamentos.

¿Cómo se explica una contradicción tan profunda y desgarradora en el seno de la familia humana: contradicción entre el creciente anhelo sincero de paz, por una parte, y la creciente producción aterradora de instrumentos de guerra, por otra?

No faltan quienes ven en los armamentos, al menos en lo que concierne a las grandes y medias potencias, casi una necesidad del sistema económico fundado sobre su producción, para evitar desequilibrios económicos y un desempleo de masas. Pero es ésta una motivación a la que se opone radicalmente el espíritu civil, y todavía más, el cristiano: ¡cómo si pudiera admitirse la idea de que no se puede encontrar trabajo para miles de trabajadores, no siendo sino empleándoles en fabricar instrumentos de muerte!

Tanto más, que vivimos en una época en la cual urge emprender, en muchos campos, otros trabajos constructivos y beneficiosos de vastas proporciones, a escala continental y mundial, para atajar, sobre todo, el azote del hambre, de la ignorancia, de las enfermedades, por cuya solución, no obstante la generosidad de tantos y tantos, no se ha hecho todavía, desafortunadamente, todo lo que exige la trágica condición humana de muchos hermanos nuestros; ni tampoco por salvaguardar bienes indispensables para la vida de todos, como es, por ejemplo, la defensa del ambiente de los diversos factores de contaminación.

Hay que observar, además, que sigue difundiéndose la persuasión de que la política de armamentos, si no se puede justificar en si misma, se puede sin embargo explicar por el hecho de que si hoy día es posible una paz, esta no puede ser otra sino la paz fundada sobre el equilibrio de las fuerzas armadas.

«Sea lo que fuere de este sistema de disuasión – se declara en la Constitución Gaudium et spes – convénzanse los hombres de que la carrera de armamentos a la que acuden tantas naciones, no es el camino seguro para conservar firmemente la paz, y que el llamado equilibrio que de ella proviene no es la paz segura y auténtica» (Gaudium et spes, 81).

Por eso, la actuación de la paz en la justicia pide – como ya se está intentando hacer con valientes y sabias iniciativas – que se siga el camino opuesto: el del progresivo desarme. Por su parte, la Iglesia, pueblo de Dios, no puede menos de reavivar su empeño por educar al hombre a tener confianza en el hombre; esto es, a ver en los demás no unos probables agresores, sino unos posibles y futuros colaboradores, que se hagan válidos en las obras de bien para la edificación de un mundo más humano.

c) SERVICIO

Finalmente, esta presencia de la Iglesia en la sociedad civil, no se limita a ser solamente esto: donde sea necesario, donde sea posible, donde sea requerido, salvando siempre las exigencias de la naturaleza de la Iglesia, ella se convierte también en servicio: fraternal, humilde, solícito; ya que la Iglesia, en el desarrollo de su actividad en el mundo, no está movida por ambiciones, por cálculos terrenos, sino que busca únicamente «continuar, bajo el impulso del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para condenar, para servir y no para ser servido», como ha sido declarado en las tantas veces citada Constitución Conciliar sobre la Iglesia y el mundo contemporáneo (Gaudium et spes 3).

La imagen con que la Iglesia se presenta hoy al mundo es, esencialmente, la de una Iglesia al servicio de los hombres, abierta con el mundo para servirlo en sus problemas (cfr. Y.M. - J. Congar, "Eglise et monde dans la perspective de Vatican II", en L'Eglise dans le monde de ce temps, T. III réflexions et perspectives, Paris 1967, pp. 32 y ss.).

La Iglesia quiere servir a la comunidad de los pueblos dedicándose, sobre todo, como a su deber esencial y específico, a la educación de las conciencias, a la formación del corazón de los hombres que, recibiendo el anuncio de la salvación, se sienten amados par Dios, orientados hacia El como centro de la propia vida y unidos en El y por El en el amor hacia los hermanos, todos los hermanos, creados a su imagen y redimidos por el Hijo Unigénito. Esta obra de formación es para la Iglesia una tarea de universal y general amplitud que por mandato divino no conoce confines de pueblos, ni de tiempo, ni de espacio (cfr. Mt 28, 18-20).

En particular, pues, la Iglesia ofrece su colaboración al servicio de la humanidad en los problemas más urgentes en determinados momentos históricos para solucionarlos. Hoy día ella sabe que esta acción debe orientarse especialmente en el plano de la cultura y de la asistencia social, donde más se manifiestan las dolorosas situaciones o las trágicas consecuencias de las plagas de la humanidad, a los que ya hemos aludido. En consecuencia, ella promueve el progreso de la cultura, incluso entre las minorías de cada nación (Congar, op. cit. 59; cfr. 53-62), especialmente mediante el impulso de la alfabetización, porque «la educación básica es el primer objetivo de un plan de desarrollo» (Populorum progressio, 35). Ella se preocupa de que se den los más atentos cuidados al ámbito de la escuela, a fin de que ésta eduque todo hombre a las responsabilidades profesionales, éticas, sociales de la vida. Además, este servicio se extiende, en cuanto es posible, a las diversas formas de asistencia (lucha contra el hambre, contra el desempleo, contra las enfermedades, contra la inseguridad social).

Siguiendo el ejemplo de su Fundador, la Iglesia no puede menos de sentir la exigencia de contribuir a la realización de la paz a través de estas innumerables iniciativas de bien: iniciativas emprendidas en muchos países de la tierra – poniéndose ella, con frecuencia, en vanguardia y, otras veces, integrándose en las promovidas por la sociedad civil –, principalmente para alivio y elevación de los pobres, de aquellos que sufren o que se debaten en la miseria y el abandono o que se encuentran en condiciones de inferioridad, sean las que sean.

Ciertamente, entre tantas actividades, puede haber algún defecto o quizás también algún abuso y alguna deformación. Pero no puede menos de causar sorpresa y dolor el que a veces se tomen como pretexto estos aspectos negativos, totalmente marginales, para arrojar el descrédito sobre toda el área de las mencionadas iniciativas, las cuales, en una valoración serenamente objetiva, no pueden menos de revelarse como verdaderamente lo que son: un testimonio de amor operante, la expresión de auténtica nobleza humana, merecedora más bien de guía y apoyo que no de indiscriminado descrédito.

Señores: en este sentido Nos hablamos de una «política» de la Iglesia: que no es otra cosa sino un sentido agudo, una profunda exigencia de vivir su compromiso, su mandato, su vocación al anuncio del Evangelio y al servicio de los demás. Este ha sido el sentido y el valor, también, del reciente Sínodo acerca de la justicia; y, como Nos hemos dicho, la Jornada de la Paz tampoco ha tenido, ni tiene, ni tendrá otra intención.

La Iglesia está al lado de todas las naciones que trabajan sinceramente por la elevación de los pueblos y lo es a costa de perseverantes servicios y sacrificios; ella ofrece a todas su colaboración a fin de que el ansia que se advierte hoy, en todos los niveles, por un mayor respeto del hombre, no sea solamente una vaga y vana aspiración utópica, sino que se traduzca en una concreta realidad. Nos invitamos a todos a trabajar sinceramente por este objetivo. Nos hacemos votos para que a este ofrecimiento de la Iglesia responda siempre a la buena voluntad y al empeño de todos los Estados, mientras Nos pedimos al Señor que supla con su ayuda allí donde las fuerzas humanas no pueden llegar.

Con estos votos, Nos testimoniamos a cada una de vuestras naciones, nuestra grande estima, nuestra paterna benevolencia, deseando a cada una que se realicen sus mejores deseos; mientras Nos invocamos sobre todas las bendiciones de Dios, sin El cual, en definitiva, nada puede la humana debilidad. Que El se digne realizar las comunes aspiraciones por la prosperidad mundial y conceda a vuestros pueblos que viva en la justicia y en la paz.


* L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n. 3, p. 1-2.

 



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