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DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LOS PARTICIPANTES EN LA
CONFERENCIA MUNDIAL SOBRE LA ALIMENTACIÓN*

Sábado 9 de noviembre de 1974

 

Con gran gozo os saludamos hoy, señores participantes en la Conferencia mundial de la Alimentación reunida en Roma bajo los auspicios de las Naciones Unidas. No hace falta deciros que comulgamos intensamente con vuestras preocupaciones, pues nuestra misión es la de prolongar la enseñanza y la acción de Cristo, a quien el espectáculo de una muchedumbre hambrienta arrancó la conmovedora exclamación; "Me da lástima esta multitud no tienen qué comer. Y no quiero despedirles en ayunas, no sea que desfallezcan por el camino" (Mt 15, 32)

1. A lo largo de estos últimos años, la situación descrita por Nos en la Encíclica Populorum progressio ha alcanzado proporciones todavía más alarmantes y lo que decía entonces ha ganado en actualidad; "Hoy día, nadie puede ya ignorarlo, en continentes enteros son innumerables los hombres y mujeres torturados por el hambre; son innumerables los niños subalimentados hasta tal punto que un buen número de ellos muere en la tierna edad; el crecimiento físico y el desarrollo mental de muchos otros se ve con ello comprometido y regiones enteras se ven así condenadas al más triste desaliento" (n. 45).

La documentación preparada por vuestra Conferencia describe los diversos aspectos del hambre y de la deficiente nutrición, detecta sus causas y se esfuerza en prever sus consecuencias, recurriendo a las estadísticas, a los estudios de mercado, a los índices de producción y de consumo. Dentro de su rigor, estas indicaciones adquieren una elocuencia trágica: ¿qué ocurre, pues, cuando sobre el propio terreno se entra en contacto con las realidades que hay tras ellas? Catástrofes recientes de todo orden, sequía, inundaciones, guerras, engendran inmediatamente casos patéticos de penuria alimenticia. De manera menos espectacular pero igualmente penosa, se imponen a la vista de todos las duras situaciones creadas en las clases que carecen de lo necesario por la subida de los precios de los artículos, señal de escasez de los mismos, y por la disminución cada vez más acentuada de la ayuda alimentaria internacional, que había contribuido tan poderosamente, después de la última guerra, a la reconstrucción y al progreso de los pueblos.

La falta de alimentación tiene efectos remotos y a veces imprevisibles; tiene graves consecuencias para las generaciones del futuro y presenta peligros ambientales y sanitarios que ejercen sobre las poblaciones lesiones más profundas que las enfermedades patentes. Es de veras doloroso tener que llegar a semejante comprobación y tener que confesar que la sociedad humana parece hasta ahora incapaz de afrontar el hambre en el mundo, habiéndose logrado un progreso técnico sin precedentes en todos los campos de la producción, como por ejemplo el de los fertilizantes y de la mecanización, o de la distribución y de los transportes. Hace muy pocos años, en efecto, se esperaba que de una u otra manera la rapidez de la transmisión de las informaciones y de los bienes, así como los progresos tecnológicos estarían en condiciones de eliminar rápidamente los riesgos del antiguo azote del hambre que sacudía por un largo periodo una nación o una extensa región en su totalidad, Estas esperanzas no se han realizado; de ahí la atmósfera de gravedad en que se desarrollan vuestros trabajos; de ahí también la esperanza mezclada de ansiedad que los rodea por parte de los pueblos de la tierra. Recordamos las palabras que dirigíamos en 1965 a la Asamblea mundial de la Juventud reunida bajo el signo de la campaña mundial contra el hambre: "Se trata de un drama de vida o de muerte para la humanidad que debe unirse para sobrevivir y por consiguiente aprender en primer lugar a compartir el pan de cada día, el que el Señor nos enseña que es nuestro, es decir, de todos y cada uno” (Alocución del 15 de octubre 1965, AAS 57, 1965, p. 910).

2. A vosotros que estáis comprometidos en una tarea tan pesada, pero también tan rica de promesas, os proponemos dos principios para guiar vuestros trabajos: por una parte, mirar de frente los datos del problema sin dejaros perturbar en su apreciación por el pánico o por una excesiva pusilanimidad; por otra parte, sentiros suficientemente estimulados por la urgencia y la prioridad absolutas de las necesidades que están en juego para no daros por satisfechos en cualquier caso de aplazamiento o de medidas insuficientes. Esta Conferencia no lo resolverá todo por si sola, ni entra en su naturaleza el hacerlo, pero o dará origen, en razón de la claridad y la energía de sus conclusiones, a una serie de compromisos eficaces y lealmente aceptados, o bien, contra la esperanza puesta en ella y a pesar de la buena voluntad de sus miembros, se habrá celebrado inútilmente. Suplicándoos evitar un tal desenlace, no dudamos en recordaros, transformándolo, el llamamiento que lanzamos desde la tribuna de las Naciones Unidas: "Nunca, nunca más la guerra", y os decimos: "Nunca, nunca más el hambre".

3. Señoras y Señores: este objetivo puede ser alcanzado. La amenaza del hambre y el peso de la insuficiente alimentación no son una fatalidad ineluctable. La naturaleza no es infiel al hombre en esta crisis. Su potencial de producción sobre la tierra y en los mares sigue siendo inmenso y está todavía en gran parte sin explotar. Mientras que, según la opinión generalmente aceptada, un cincuenta por ciento de las tierras cultivables no han sido puestas aún en explotación, se impone el hecho escandaloso de enormes excedentes de artículos alimenticios que ciertos países destruyen periódicamente por carecer de una sabia economía que habría asegurado su útil consumo. Y esto no son más que ilustraciones de un hecho que nadie contesta en su cruda realidad, por más que algunos duden de que sea posible extraer, con suficiente rapidez, de este potencial lo necesario para saciar el hambre de una humanidad en expansión. Y por «saciar el hambre» convenimos todos en decir que se entiende algo más que prolongar una existencia biológica mínima e infrahumana. Se trata de «dar a cada hombre de qué comer para vivir lo que se dice una verdadera vida de hombre, capaz de asegurar con su trabajo la subsistencia de los suyos, y capacitado, por su inteligencia, para participar en el bien común de la sociedad a través de un compromiso libremente aceptado y una actividad voluntariamente asumida» (Discurso a la FAO, 16 noviembre 1970, AAS 62, 1970, p. 831). Con miras a este nivel de vida se formulan los cálculos de vuestros informes, según los cuales una acción capaz de nutrir la humanidad en crecimiento es posible en el plan técnico, pero requiere un esfuerzo considerable.

4. La crisis presente aparece, en efecto, como una crisis ante todo de civilización y de solidaridad. Una crisis de civilización y de método, que se manifiesta cuando el desarrollo de la vida en sociedad es afrontado desde un punto de vista unilateral, considerando solamente el modelo de sociedad que conduce a una civilización industrializada, es decir, poniendo una confianza excesiva en el automatismo de las soluciones puramente técnicas y olvidando los valores humanos fundamentales. Crisis que aparece cuando se acentúa la búsqueda sólo del éxito económico que deriva de las grandes ganancias de la industria, con el consiguiente abandono, casi total, del sector agrícola y la negligencia concomitante de sus más altos valores humanos y espirituales. Una crisis de solidaridad también, que mantiene y acelera a veces los desequilibrios existentes entre los individuos, entre los grupos y entre los pueblos, y que desafortunadamente es el resultado – la cosa es cada vez más evidente – de la insuficiente voluntad de contribuir a una mejor distribución de los recursos disponibles, especialmente en los países menos dotados y en los sectores humanos que viven esencialmente de una agricultura todavía primitiva.

Tocamos con ello la paradoja de la situación presente: la humanidad dispone de un dominio sin igual sobre el universo; dispone de instrumentos capaces de hacer rendir al máximo los recursos del mismo. Los poseedores de dichos instrumentos ¿quedarán paralizados ante lo absurdo de una situación en la que la riqueza de unos pocos permita la persistencia de la miseria de la gran mayoría?, ¿en la que el consumo de alimentos altamente enriquecidos y diversificados por parte de algunos pueblos considere suficientes los mínimos vitales concedidos a todos los demás?, ¿en la que la inteligencia humana, aun pudiendo sustraer a su suerte a tantos enfermos graves, se inhiba ante la obligación de asegurar una alimentación adecuada a las poblaciones más vulnerables de la humanidad?

5. No se podría llegar a tal situación sin haber cometido graves errores de orientación, aunque a veces no fuese más que por negligencia u omisión; es ya hora de descubrir los fallos de los mecanismos para rectificar, o mejor, para enderezar totalmente la situación. Porque hay que satisfacer finalmente el derecho de cada uno a alimentarse según las necesidades específicas de su edad y actividad. Este derecho se funda sobre el destino primario de todos los bienes de la tierra a un uso universal y a la .subsistencia de todos los hombres, por encima de cualquier apropiación particular. Cristo ha basado en el respeto de este derecho el juicio sobre toda vida humana (cf. Mt 25, 31 ss.). Ahora bien, ante el examen de los términos del problema hay algunas constataciones que se imponen inmediatamente: una de las causas más patentes del desorden actual reside en el alza de precios de los géneros alimenticios y de las materias necesarias para su producción, tales como los abonos, cuyos altos precios y escasez están quizá disminuyendo los benéficos, efectos que con razón se esperaban de la "Revolución verde". Esto ¿no está en estrecha relación con las fluctuaciones de una producción planificada más en vistas de las perspectivas de los beneficios que ofrece que de las necesidades de la humanidad que hay que satisfacer? La disminución de las reservas alimenticias, que constituye asimismo una de las preocupaciones del momento, es debida, al menos en parte, a ciertas opciones comerciales, cuyo resultado es no dejar disponible ninguna reserva para las víctimas de penurias bruscas o imprevistas. Se constata una crisis general de alimentos y se prevé una ulterior agravación, mientras que en ciertas regiones especialmente bien situadas para asegurar excedentes y reservas de urgencia han sido reducidas de manera impresionante las superficies cultivables. Estamos ante contradicciones que manifiestan una crisis aguda de civilización. Y puesto que tales fenómenos son fruto de acciones imprudentes, siempre es posible una corrección y rectificación de errores con tal que se ponga en ello la inteligencia y valentía necesarias.

Hemos recordado la cantidad de alimentos necesarios para la vida de cada hombre. Pero el problema de la calidad tiene también su importancia y depende a la vez de una opción económica. La cuestión atañe especialmente a las naciones más industrializadas: en una atmósfera que tiende a contaminarse y ante el frenesí de crear sucedáneos artificiales de más rápida producción, ¿se logrará salvaguardar con prudencia una alimentación sana, que no comporte riesgos graves para la salud de los consumidores, especialmente de los niños y de los jóvenes? Y, ¿cómo romper, en estas mismas naciones, con un consumo excesivo debido a la riqueza y a la abundancia de géneros, lo cual está probado ser nocivo para los interesados y deja además desprovistos a los demás? También en este terreno la situación exige vigilancia y valentía.

6. Otras observaciones se refieren al flujo de los recursos que permitirían poner remedio a la situación actual. Todos están de acuerdo en que la asistencia multilateral y bilateral al sector agrícola ha sido notoriamente insuficiente. Con vistas a vuestra Conferencia se han calculado con gran esmero las exigencias que comportaría la intensificación de la producción alimenticia en los países en vías de desarrollo, la puesta a punto de políticas y programas encaminados a mejorar la nutrición, las medidas para reforzar la seguridad alimenticia mundial. Las cifras a las que han llegado estos cálculos, hechos sobre la base de los próximos diez años rebasan sin duda con mucho el esfuerzo realizado hasta el presente, pero resultan modestas en relación con los presupuestos nacionales de los países afianzados o que disponen de liquidez internacional; una crisis reciente ha modificado el reparto de estas liquideces, pero no ha disminuido su volumen. Ya en 1964, en ocasión de nuestro viaje a la India, hicimos un llamamiento a las naciones para que se constituyera mediante un compromiso verdaderamente amplio – fruto especialmente de una reducción en los gastos de armamentos – un Fondo destinado a dar un impulso decisivo a la promoción integral de las zonas menos favorecidas de la humanidad. Hoy ha sonado la hora de una decisión enérgica y sin escapatoria en la misma dirección. Lo que el sentido de solidaridad, o mejor dicho una elemental justicia social – que no consiste solamente en no «robar» sino también en saber repartir – no han conseguido todavía, ¿terminarán por imponerlo los peligros del momento? ¿O más bien los hombres se cegarán obstinadamente en su propia suerte y buscarán coartadas, como por ejemplo una acción irracional y unilateral contra el crecimiento demográfico, en vez de ir a lo esencial?

Es inadmisible que los que tienen el control de los bienes y de los recursos de la humanidad intenten resolver el problema del hambre impidiendo a los pobres nacer, o dejando morir de hambre a los niños cuyos padres no entran dentro del cuadro de planes teóricos fundados sobre puras hipótesis concernientes al futuro de la humanidad. Otras veces, en un pasado que Nos esperamos esté superado, las naciones han hecho la guerra para apoderarse de las riquezas de los vecinos. Pero ¿no es una nueva forma de guerra imponer una política demográfica limitativa a las naciones, para que éstas no puedan reclamar su justa parte de los bienes de la tierra?

Nos renovamos nuestro total apoyo moral a cuantos repetidamente han declarado en asambleas internacionales no sólo que están dispuestos a .reconocer el derecho de todo hombre a gozar de los bienes necesarios para la vida, sino que están igualmente dispuestos, haciendo voluntariamente un sacrificio proporcional a los recursos y a las capacidades que tienen, a poner efectivamente estos bienes al alcance de los individuos y de los pueblos que tienen necesidad de ellos, sin ninguna exclusividad ni discriminación. Se impone pues la perspectiva de reformas valientes, para eliminar los obstáculos y desequilibrios que derivan también de estructuras caducas que perpetúan injusticias insostenibles o que impiden el dinamismo de la producción y el impulso requerido para una circulación adecuada de los bienes necesarios para la vida.

7. Pero la más amplia asistencia internacional, el ritmo creciente en las investigaciones y aplicaciones de la tecnología agraria, la planificación más sopesada de la producción alimenticia no surtirán un gran efecto si no se pone remedio rápidamente a una de las lagunas más graves de la civilización técnica. No se resolverá la crisis mundial de alimentos sin la participación de los agricultores, y ésta no podrá ser plena y fructuosa si no se revisa radicalmente la subestimación de la importancia de la agricultura en el mundo contemporáneo. Porque la agricultura está fácilmente sometida al dominio de los intereses inmediatos de otros sectores de la economía, incluso en aquellos países que están ahora en trance de intentar el despegue en su proceso de crecimiento y de autonomía económica.

Nuestro predecesor Juan XXIII, que ha consagrado un capitulo de su Encíclica Mater et Magistra a la agricultura, lo indicaba en estos términos: «El sector agrícola es, en casi todas partes, un sector deprimido, tanto por lo que toca al índice de productividad del trabajo como por lo que respecta al nivel de vida de las poblaciones rurales» (III parte, párrafo 3, AAS 53, 1961, p. 432). De esta depresión recogemos solamente dos índices: el retroceso del número de agricultores y a veces también de las tierras cultivadas en los países industrializados; y el hecho de que en el mundo en vías de desarrollo, aunque la gran mayoría de habitantes trabaje la tierra, la agricultura constituye el más subdesarrollado de los sectores del subdesarrollo. Cualquiera que sea el valor de los medios técnicos puestos en práctica, nada se conseguirá sin una verdadera reforma que represente la rehabilitación de la agricultura y el cambio de las mentalidades en este punto.

Hay que proclamar y promover sin descanso la dignidad de los agricultores, la de todos los que trabajan a diferentes niveles en la investigación y en la acción dentro del campo del desarrollo agrícola. Nos mismo lo dijimos al recibir en 1971 a los miembros de la Conferencia de la F.A.O.: «No basta frenar la distorsión creciente de la situación de las gentes rurales en medio del mundo moderno; se trata de inserirlas en él plenamente, de actuar de manera que las generaciones que surgen no experimenten este sentimiento humillante de estar como dejados de lado, marginados, considerados al margen del progreso moderno en lo que éste tiene de mejor» (AAS 63, 1971, p. 877).

A esto se llegará mediante un proceso global y equilibrado del desarrollo, sostenido por una voluntad política por parte de los Gobiernos de dar su justo puesto a la agricultura. Se trata de acabar con la presión de los sectores económicos más fuertes que privan el campo hasta de aquellas energías que serían capaces de asegurar una agricultura de alta productividad; hay que instaurar una política que garantice a los jóvenes del mundo rural. el derecho fundamental de la persona a la elección deliberada de una profesión válida, en igualdad de condiciones y de ventajas con aquella que sólo el éxodo hacia la ciudad y la industria parece poder garantizarles hoy día.

8. Sin duda alguna las reformas no valdrán sino en la medida en que los individuos las hagan propias. Por eso la educación y la formación ocupan un lugar fundamental para que no falte la preparación de las personas. «La colaboración de la población rural es necesaria... es necesario que los agricultores sean fieles a la profesión que han elegido y que estiman; ...que sigan los programas de promoción cultural, indispensables para que la agricultura salga de su inmovilidad atávica y empírica, y adopte las nuevas formas de trabajo, las nuevas máquinas, los nuevos métodos» (Alocución a los agricultores italianos, 13 noviembre 1966: L'Osservatore Romano, 14-15 noviembre 1966).

Lo que importa pues de una manera particular a la humanidad que sufre hambre es que los Gobiernos ofrezcan a todos los agricultores la posibilidad de aprender cómo se cultiva la tierra, cómo se mejoran los suelos, cómo se evitan las enfermedades del ganado, cómo se puede aumentar el rendimiento; y que finalmente, dentro del marco de una preparación adecuada, se concedan a los agricultores los créditos que necesitan. En una palabra, hay que transformar la masa rural en artífice responsable de su producción y de su progreso. De esta manera nos encontraremos abocados de nuevo a la noción de un desarrollo integral que abarca a todo el hombre y a todos los hombres; Nos, por nuestra parte, no hemos cesado de exhortar a la humanidad a tender hacia el mismo.

9. Estas son, Señoras y Señores, las reflexiones que os dirigimos como propia contribución nuestra a vuestros trabajos. Nos brotan de la conciencia que tenemos de nuestro deber pastoral y están inspirados por la confianza en Dios, que no olvida a ninguno de sus hijos, y la confianza en el hombre, creado a su imagen y capaz de realizar prodigios de inteligencia y de bondad. Ante las muchedumbres hambrientas, el Señor no se ha contentado con expresar su compasión; El dió una orden a sus discípulos: «Dadles vosotros mismos de comer» (Mt 14, 16), y su poder se ha puesto al servicio de su impotencia y no de su egoísmo. Este episodio de la multiplicación de los panes comporta pues, frente a las grandes exigencias de la hora presente, múltiples lecciones. Nos queremos recordar, principalmente hoy, esta llamada a la acción eficaz. Hay que hacer por crear, a largo plazo y para cada pueblo, la posibilidad de asegurar correctamente su subsistencia de la manera más adecuada; por otra parte, no se puede ya, en el futuro inmediato, dejar de favorecer la coparticipación en las necesidades urgentes como son las de una gran parte de la humanidad. El trabajo debe unirse a la caridad.

Tal orientación progresiva de la producción y de la distribución implica también un esfuerzo que no debe ser solamente una coacción impuesta por el temor de la escasez, sino también una voluntad positiva de no derrochar sin consideración las riquezas que deben servir al bien de todos. Después de haber alimentado con liberalidad a la muchedumbre, el Señor recomienda a sus discípulos, nos dice el Evangelio, recoger lo que ha sobrado para que nada se pierda (cf. Jn 6, 12). ¡Qué hermosa lección de economía, en el sentido más noble y más pleno de la palabra, para nuestra época, dominada por el derroche! Lleva consigo además la condena de toda una concepción de la sociedad en la que hasta el propio consumo tiende a convertirse en su propio fin, despreciando a los que se ven necesitados, y en detrimento, en definitiva, de los que creen ser sus beneficiarios, incapaces ya de percibir que el hombre está llamado a un destino más alto. Nuestro llamamiento se dirige pues a la vez a la lucidez y al corazón. Si el potencial de la naturaleza es inmenso, si el del dominio del espíritu humano sobre el universo parece casi ilimitado, ¿qué es lo que falta muchas veces para que actuemos con la equidad y con la voluntad del bienestar de todos nuestros hermanos en humanidad, sino esta generosidad, esta inquietud que suscita la vista de los sufrimientos y de las miserias de los pobres, esta profunda convicción de que toda la familia sufre cuando uno de sus miembros está en la aflicción? Esta es la solidaridad que Nos deseamos ver presidir vuestros trabajos y sobre todo vuestras decisiones. Pedimos con insistencia al Padre de toda luz que os conceda esta gracia.


* L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n 46, p 1, 15.

 



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