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MENSAJE DEL PAPA PABLO VI
A LA SESIÓN ESPECIAL SOBRE DESARME
DE LA ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS

 

 

El testo del mensaje fue leído en francés ante la Asamblea plenaria
el 7 de junio por mons. Agostino Casaroli,
Secretario del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia.

 

Señor Presidente,
Señores Representantes de Estados miembros de las Naciones Unidas:

Ante la sesión extraordinaria que la Asamblea General de las Naciones Unidas ha decidido dedicar al problema del desarme, hay gran expectativa cuyo eco ha llegado hasta nosotros. ¿No tendrá algo que decir la Santa Sede sobre un tema de actualidad tan acuciante y de importancia tan vital para el porvenir del mundo?

Sin ser miembro de vuestra Organización, la Santa Sede sigue sus múltiples actividades con la máxima atención y simpatía profunda, y comparte sus preocupaciones y nobles intenciones. No podemos permanecer insensible a semejante expectativa.

Aceptamos con sumo agrado la posibilidad que se nos ha ofrecido de nuevo de dirigir la palabra otra vez a la Asamblea General de las Naciones Unidas, como tuvimos el honor de hacerlo personalmente en aquel octubre de 1965, ya lejano. La circunstancia presente es absolutamente excepcional en la vida de vuestra Organización y en la de toda la. humanidad.

1. Venimos a vosotros de nuevo hoy con el mismo espíritu y los mismos sentimientos de nuestro primer encuentro, cuyo recuerdo está vivo y resulta siempre grato a nuestro corazón.

Recibid nuestro saludo respetuoso y cordial.

Venimos a vosotros como representante de una Iglesia que congrega en su seno varios cientos de miles de personas repartidas por todos los continentes y consciente al mismo tiempo de ser la voz de las aspiraciones y esperanzas de otros cientos de millones de hombres creyentes y no creyentes.

Quisiéramos reunirlos a todos como en un coro inmenso que se eleva hacia Dios y hacia quienes han recibido la responsabilidad del destino de las naciones.

2. Nuestra palabra quiere ser ante todo de felicitación por haber resuelto afrontar con decisión el problema del desarme en ese alto lugar. Es un acto de valentía y de sabiduría. Es la respuesta a una exigencia extremamente grave y urgente.

La nuestra es también palabra de comprensión. Somos conocedores de las dificultades excepcionales que habéis de afrontar y nos damos perfecta cuenta del peso de vuestras responsabilidades, pero confiamos en la seriedad y sinceridad de vuestro empeño.

Nuestra palabra quiere ser ante todo —si me lo permitís— palabra de aliento.

3. Si los pueblos muestran tanto interés por el tema de vuestro debate, es porque creen que desarmar es sobre todo quitar los medios a la guerra: los pueblos sueñan con la paz, ésta es su aspiración más profunda.

La voluntad de paz es también el motivo noble y profundo que os ha reunido en esta Asamblea. Pero a los ojos de los hombres de Estado el problema del desarme se presenta con formas mucho más interrelacionadas y complejas.

Frente a la situación actual tal cual es, el estadista se pregunta no sin razón si es justo y posible no reconocer a los miembros de la Comunidad internacional el derecho de proveer por sí mismos a la defensa legítima y de procurarse por tanto los medios necesarios a tal fin.

Y es fuerte la tentación de preguntarse si la mejor protección posible de la paz no sigue siendo en realidad y fundamentalmente el viejo sistema del equilibrio de fuerzas entre los varios Estados y grupos de Estados. Una paz sin armas está siempre en peligro; su misma debilidad puede tentar a atacarla.

Sobre este trasfondo se podrá y deberá —se dice— desarrollar paralelamente esfuerzos que busquen, por una parte, perfeccionar los métodos y organismos destinados a prevenir y resolver pacíficamente los conflictos y enfrentamientos; y, por otra parte, hacer menos inhumanas las guerras que no se han conseguido evitar. Al mismo tiempo se podrá y deberá tratar de reducir mutuamente los arsenales de guerra, de modo que no se rompan los equilibrios existentes, al mismo tiempo que se quita fuerza a la tentación de recurrir a las armas y se aligeran los enormes presupuestos militares.

Esta parece ser la voz del realismo político. Dicen que se apoya en la razón y la experiencia. A los ojos de muchos ir más allá parece intento inútil y hasta peligroso.

4. Digamos enseguida que todo progreso sustancial tendente a mejorar los mecanismos de prevención de los conflictos, a eliminar las armas más peligrosas e inhumanas, a disminuir el nivel de armamentos y gastos militares, será acogido por nosotros cual resultado sumamente valioso y beneficioso.

Sin embargo esto no es suficiente. Porque la cuestión de la guerra y de la paz se plantea hoy en términos nuevos.

No es que los principios hayan cambiado. La agresión entre Estados era ilícita ayer como lo sigue siendo hoy. Incluso en el pasado "toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes" era un "crimen contra Dios y la humanidad" (Gaudium et spes, 80). Y aunque hay que honrar el heroísmo de los que sacrifican hasta la vida al servicio de la patria o de otra causa noble, la guerra ha sido siempre en sí misma medio sumamente irracional y moralmente inaceptable para ajustar las relaciones entre los Estados, quedando a salvo el derecho de defensa legítima.

Pero hoy en día la guerra puede disponer de medios que han intensificado "desmesuradamente el horror y la maldad" (íb.).

La lógica intrínseca a la búsqueda del equilibrio de fuerzas empuja a cada uno de los adversarios a tratar de mantener un cierto margen de superioridad por miedo a encontrarse en situación desventajosa. Esta lógica, unida a los progresos vertiginosos de la humanidad en los campos de la ciencia y la técnica, han llevado a inventar instrumentos de destrucción cada vez más sofisticados y potentes. Han llegado a acumularse y por la fuerza de un proceso casi autónomo tienden a multiplicarse sin tregua en una escalada ininterrumpida, tanto cuantitativa como cualitativa, con inmenso despliegue de hombres y de medios, hasta llegar ya desde ahora a un potencial muy capaz de eliminar todo lo que sea vida sobre el planeta.

El desarrollo de las armas nucleares constituye un capítulo especial, el más típico sin duda y el más impresionante de esta búsqueda de seguridad basada en el equilibrio de las fuerzas y del miedo. Pero, ¿acaso podemos olvidar los "progresos" realizados o por realizar desgraciadamente, en otro tipo de armas de destrucción masiva o con capacidad de producir efectos particularmente nocivos, armas a las que por esta misma razón se considera dotadas de una fuerza especial de "disuasión"?

Ahora bien, si el "equilibrio del terror" ha podido y puede seguir sirviendo aún durante algún tiempo para evitar lo peor, sería ilusión trágica pensar que la carrera de armamentos puede continuar así indefinidamente sin terminar por provocar una catástrofe.

Es claro que este razonamiento concierne sobre todo, al menos directamente, a las grandes potencias y a lo países que forman bloque con ellas, pero sería muy difícil que no se resintieran también otros países.

La humanidad está obligada, por tanto, a recapacitar y preguntarse a dónde se está encaminando o, mejor, hacia dónde se está precipitando; preguntarse sobre todo si el punto de partida no está equivocado en los fundamentos y si no debiera modificarse en la misma raíz.

No faltan razones para un cambio de este tipo sean de orden moral, de seguridad o de interés privado y general.

Pero, ¿es posible encontrar algo que sustituya esa seguridad —por poco segura y costosísima que sea— que cada uno trata de conseguir procurándose los medios de la propia defensa?

5. Pocos problemas se presentan hoy tan insoslayables y difíciles como el desarme. Pocos problemas responden tan bien a las necesidades y expectativas de los pueblos y son tan capaces a la vez de provocar desconfianza, escepticismo y desaliento. Pocos problemas exigen tanta cantidad de idealismo y tan agudo sentido de la realidad por parte de quienes los deben afrontar. El desarme es un problema que parece situarse a nivel de visión profética abierta a las esperanzas del porvenir; y sin embargo no se puede afrontar con objetividad sin estar fuertemente apoyados en la dura realidad concreta del presente.

De aquí que el desarme exija un esfuerzo extraordinario de inteligencia y de voluntad política por parte de todos los miembros de la gran familia de las naciones, para conciliar exigencias que parecen contradecirse y hasta eliminarse mutuamente.

El problema del desarme es sustancialmente un problema de confianza recíproca. Por tanto, sería vano en gran parte buscar las soluciones posibles de los aspectos técnicos del desarme si no se consigue sanar de raíz situaciones que constituyen el humus de la proliferación de armamentos.

Incluso el terror ante armas nuevas corre el riesgo de ser ineficaz en la medida en que queden garantizadas por otras vías la seguridad de los Estados y la solución de problemas que pueden ser motivó de enfrentamiento sobre puntos vitales para ellos.

Es pues indispensable, si se quiere —como se impone— dar pasos decisivos en el camino del desarme, encontrar el modo de sustituir "el equilibrio del terror" por "el equilibrio de la confianza".

Pero, ¿es posible esto en la práctica? ¿Y en qué medida?

Un primer paso consiste, sin duda, en tratar de mejorar con buena fe y buena voluntad la atmósfera y la realidad de las relaciones internacionales, especialmente entre las grandes potencias y bloques de Estados. De este modo los temores y las sospechas que los distancian en la actualidad podrán disminuir y les resultará más fácil creer en la voluntad real de paz recíproca. Se trata de un esfuerzo largo y complicado, es verdad, que quisiéramos estimular con todas nuestras fuerzas.

La distensión, entendida en su significación auténtica, es decir, fundada en la voluntad probada de respeto mutuo, condiciona la puesta en marcha de un proceso verdadero de desarme. A su vez, las medidas de desarme equilibrado y controlado adecuadamente ayudan a que la distensión vaya extendiéndose y consolidándose.

Sin embargo, la situación internacional está demasiado expuesta a mutaciones y caprichos siempre posibles de voluntades trágicamente libres. Por ello, la confianza internacional sólida supone también asimismo estructuras objetivas capaces de garantizar por vías pacíficas la seguridad y el respeto, o el reconocimiento del justo derecho de todos contra las malas voluntades, siempre posibles; en otras palabras, esto supone un orden internacional que se ocupe incluso de dar a todos lo que cada uno desea obtener hoy por medio de la posesión o la amenaza de las armas, o por el empleo de las mismas.

Pero, ¿no corremos el riesgo de caer en la utopía?

Creemos y debemos poder responder resueltamente: no. Es verdad que se trata de tarea ardua, pero no es inaccesible a la tenacidad y a la sabiduría de hombres conscientes de sus propias responsabilidades ante la humanidad y ante la historia, y sobre todo ante Dios. Esto supone la necesidad de una conciencia religiosa superior. Incluso quienes no se apelan a Dios pueden y deben reconocer las exigencias fundamentales de la ley moral que Dios ha grabado en el fondo del corazón de los hombres y que deben regir sus relaciones mutuas sobre las bases de la verdad, la justicia y el amor.

En esta hora en que los horizontes de la humanidad se ensanchan sin límite más allá de los confines de nuestro planeta, nos negamos a creer que el hombre, animado de tal conciencia, no sea capaz de exorcizar el demonio de la guerra que amenaza destruirlo, aunque ello le exija esfuerzos enormes y la renuncia racional a conceptos antiguos que continúan enfrentando a pueblos y naciones entre sí.

6. Haciéndolos nuestros y manifestándoos de nuevo el deseo y las angustias de una humanidad que aspira a la paz y la necesita, somos consciente de que el camino que conduce a la instauración de un orden internacional nuevo, capaz de eliminar las guerras y sus causas, y, por consiguiente, capaz de hacer superfluas las armas, no podrá ser, sin embargo, tan corto como quisiéramos.

Por tanto, en la espera, será indispensable estudiar e implantar una estrategia —gradual y casi impaciente a un tiempo, equilibrada y valiente a la vez— de la paz y del desarme, con la mirada y la voluntad fijas en el objetivo último del desarme general y completo.

No tenemos competencia ni autoridad para indicar los métodos y mecanismos de tal estrategia, que presupone de todos modos la puesta a punto de sistemas internacionales de control, seguros y eficaces. Sin embargo, creemos que existe común acuerdo con vosotros sobre la necesidad de establecer algunas prioridades en cuanto al esfuerzo para detener la carrera de armamentos y reducir el contingente de armas ya existentes.

a) Las armas nucleares ocupan, claro está, el primer lugar; son la amenaza más aterradora que pesa sobre la humanidad. Sin dejar de valorar altamente las medidas tomadas hasta ahora en este sector, no podemos menos de animar a todos los países y, especialmente, a los que tienen mayores responsabilidades, a proseguir y desarrollar tales medidas, con el objetivo final de eliminar totalmente el arsenal atómico. Al mismo tiempo se deberán encontrar los medios para que todos los pueblos puedan acceder a los inmensos recursos de la energía nuclear para usos pacíficos.

b) Siguen a continuación las armas de destrucción masiva ya existentes o posibles, como son las armas químicas, radiológicas, o de cualquier otra clase, y las que destruyen sin discriminación o tienen, por usar una expresión que ya en sí misma es cruel, efectos crueles hasta el exceso e innecesarios.

c) Hay que mencionar asimismo el comercio de armas convencionales que son, por así decir, las que alimentan principalmente las guerras locales o limitadas. Ante la catástrofe enorme que acarrearía al mundo o a enteros continentes una guerra que utilizara todo el arsenal de armas estratégicas y otras armas, estos conflictos podrían parecer menos importantes y hasta menospreciables. Pero la destrucción y sufrimientos que proporcionan a las poblaciones víctimas de estas guerras no son inferiores a las que provocaría a otra escala un conflicto generalizado. Además, el aumento de los presupuestos de armamento podría ahogar la economía de países con frecuencia todavía en vías de desarrollo. Esto sin tener en cuenta además el peligro de que, en un mundo que se ha hecho ya pequeño y en el que los intereses diversos se interfieren y se oponen, un conflicto local podría provocar poco a poco focos de guerra mucho más extendidos.

7. La carrera de armamentos es motivo de escándalo. La perspectiva del desarme constituye una gran esperanza. El escándalo está en la desproporción tan llamativa entre las cantidades de dinero y de inteligencia puestas al servicio de la muerte, y las que se destinan al servicio de la vida. La esperanza consiste en que disminuyendo los gastos militares, una parte importante de los recursos que éstos absorben hoy, pueda emplearse en un programa amplio de desarrollo mundial. Sufrimos el escándalo. Hacemos nuestra aquella esperanza.

En ese mismo ambiente que os reúne hoy, el 4 de octubre de 1965 nos permitimos renovar el llamamiento lanzado a todos los Estados con ocasión de nuestro viaje a Bombay el mes de diciembre del año anterior, para "que se pongan a disposición de países en vías de desarrollo una parte de las sumas destinadas a armamentos".

Hacemos de nuevo ahora aquel llamamiento con más fuerza e insistencia todavía, invitando a todos los países al estudio y puesta en práctica de un plan sistemático de lucha contra las desigualdades, el subdesarrollo, el hambre, la enfermedad, el analfabetismo. Lo exige la justicia; lo aconseja el interés de todos. Pues el progreso de cada uno de los miembros de la gran familia humana se beneficiará del progreso de todos y contribuirá a establecer más sólidamente la paz.

8. Desarme, nuevo orden mundial, desarrollo: tres imperativos unidos indisolublemente y que suponen esencialmente una nueva mentalidad pública.

Conocemos y nos hacemos cargo de las dificultades que presentan estos imperativos. Pero queremos y debemos recordar con fuerza a vuestra conciencia de hombres responsables de los destinos de la humanidad, los graves motivos que justifican la necesidad de encontrar el modo de vencer estas dificultades. No os separéis sin haber echado los fundamentos y dado el impulso imprescindible para solucionar el problema que os ha reunido. Mañana podría ser demasiado tarde.

Pero os preguntaréis, ¿qué aportación puede y quiere prestar la Santa Sede en este esfuerzo común en pro del desarme y la paz?

La pregunta es legítima. Nos sitúa también a nosotros frente a nuestras responsabilidades ante las que nuestros medios son muy inferiores a nuestra voluntad.

La Santa Sede no es una potencia ni tampoco tiene poder político. En un tratado solemne ha declarado: `"Quiere mantenerse y se mantendrá al margen de los enfrentamientos temporales entre Estados y de las reuniones internacionales convocadas con este fin, a menos que las partes enfrentadas apelen a su misión universal de paz, reservándose siempre hacer valer su autoridad moral y espiritual" (Tratado de Letrán, artículo 24).

Compartiendo vuestros problemas, consciente de vuestras dificultades, fuerte por nuestra misma debilidad, os decimos otra vez con toda sencillez: si alguna vez pensáis que la Santa Sede puede ayudar a superar los obstáculos que se atraviesan en el camino de la paz, ésta no se escudará en su carácter "intemporal", ni se sustraerá a las responsabilidades que pudieran comportar sus intervenciones deseadas y solicitadas, ¡hasta tal punto la Santa Sede estima la paz, tanto ama la paz!

Continuaremos, de todos modos, proclamando bien alto y sin cansarnos ni desanimarnos el deber de la paz, los principios que rigen su dinámica, los medios de conquistar la paz y defenderla, renunciando de común acuerdo a las armas que amenazan matarla con la pretensión de servirla.

Teniendo conocimiento de la fuerza de la opinión pública, alimentada por convicciones ideales sólidas enraizadas en la conciencia, continuaremos colaborando en la educación vigorosa de la humanidad nueva a la paz, recordando que no habrá desarme de armas, si no hay desarme de almas.

Seguiremos orando por la paz.

Esta es fruto de la buena voluntad de los hombres, pero sigue estando expuesta siempre a peligros que la buena voluntad no consigue dominar en todos los casos. Por esto a la paz la ha considerado la humanidad un don de Dios sobre todo. Se la pediremos. ¡Danos la paz! Y le pediremos que guíe vuestros trabajos a fin de que los resultados inmediatos y por venir no decepcionen la esperanza de los pueblos.

Vaticano, 24 de mayo de 1978.

PAULUS PP. VI

 

 



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