Index   Back Top Print

[ ES  - IT ]

RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL III CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL DEL PERÚ
*


Domingo 31 de octubre de 1943

 

Venerables Hermanos y amados hijos que, reunidos en torno a la persona de Nuestro Legado para clausurar el Tercer Congreso Eucarístico Nacional del Perú, escucháis Nuestra voz, llevada en alas de las ondas impalpables:

Si la contemplación de un espectáculo, como el que en este momento vosotros grandiosamente presentáis, es siempre motivo de consuelo para cualquier corazón recto —«Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis» (Lc 10, 23)— ¿cuánto más no lo será, en esta hora triste, para nuestra alma atribulada de Padre común, cuya mirada apenas encuentra dónde posarse sin sentirse salpicar por el barro de las batallas y por la sangre fraternal, furiosamente esparcida?

Se conforta, sí, Nuestro corazón con esta visión de amor y de paz, y doblemente se goza al pensar que tan magnífico triunfo tiene como escenario la amadísima República del Perú, uno de los más claros retoños del recio y catolicísimo tronco hispánico, en donde el Dios escondido bajo los velos sacramentales pareció derramar de manera particular su riqueza y su hermosura, manifestadas en los encantos únicos de una tierra bendecida, que besan las olas del mar en las playas dilatadas, mientras esconde entre las nubes las cabezas de sus humeantes cimas; Perú, foco de civilización cristiana, justamente orgulloso un día de sus honores y privilegios, pero consciente, antes que nada. de que la mejor página del testamento recibido de la Madre Patria es la que le otorga el legado de aquella robusta fe que, para proclamar la gloria del Rey Eucarístico, os juntó no hace mucho en Lima —la histórica Ciudad de los Reyes—, os reunió más tarde en Arequipa —la blanca, la que parece dormir tranquila a las orillas del manso Chili — y hoy finalmente os ha congregado en Trujillo —la vetusta, la hidalga, la cuna de la libertad— entre cantos armoniosos y nubes de incienso.

«Filius sapiens doctrina patris» (Pr 13,1) y prez fue siempre de la hidalguía la fidelidad a la herencia. Con la Eucaristía fortalecieron sus almas Pizarro, Almagro y Luque antes de escribir la primera página de vuestra historia; fundador de la Archicofradía del Ssmo. Sacramento quiso ser el mismo Pizarro en la Ciudad primogénita; almas eucarísticas fueron un Toribio de Mogrovejo, un Francisco Solano, un Martín de Porres, una Rosa de Sta. María; y hoy vosotros, dignos nietos de vuestros abuelos, entre el estruendo bélico de un mundo enfurecido, corréis al Dios de los altares, para suplicarle que «conceda a su Iglesia los dones de la unidad y de la paz »[1], y con ellos el remedio de las heridas que tan profundamente amenazan la vida privada, la vida familiar y la vida social.

¡Pobre vida privada si falta la Eucaristía! A lo largo del sendero el alma debilitada no soportará el peso del egoísmo, de la sensualidad y de la indiferencia; no habrá unión con Dios —« ut et nos in Christo, et Christus in nobis sit»[2]; no se vivirá del espíritu de Dios —«Fiant corpus Christi, si volunt vivere de spiritu Christi»[3]. Y está escrito, Señor, «que los que de ti se alejan perecerán» (Sal 72,27).

Y cuando el pobre peregrino no pueda sufrir sobre sus espaldas anémicas, por falta de alimento espiritual, la carga del propio deber, cuando se doble marchito como el heno y sienta árido su corazón por haberse olvidado de comer su pan (cf. Sal 101,5), ¿cómo hemos de admirarnos si la debilidad del individuo —padre o hijo, esposo o esposa— se convierte en dolencia de la familia y la célula fundamental de la sociedad amenaza deshacerse y pulverizarse, como un bloque de cemento mal fraguado, precisamente porque le falta santidad, le falta unión con el Dios Eucarístico, sin la cual ni siquiera es posible la coordinación mutua de los diversos elementos, no es realizable la armonía y con la armonía la paz?

Seca el alma como un erial, resquebrajado el edificio familiar, todo el complejo social, lejos de esta fuente de la vida, no tardaría en dar señales de disolución, como un cuerpo muerto, en el que cada elemento parece pugnar por destacarse de los demás para volver rebelde a su inorgánica independencia. ¡Oh, si pudierais conseguir vosotros con vuestras oraciones, amadísimos congresistas del Perú, que los hombres dejasen producir finalmente a la Eucaristía sus efectos, en especial como principio y raíz de la unidad, recordando a todos la obligación de amarse, de unirse como hermanos si es que quieren presentarse ante un mismo altar, ofrecer una misma ofrenda, beber de un mismo cáliz, comer de un mismo pan y elevar al cielo —«meum ac vestrum Sacrificium»— una súplica común! Porque «he aquí el plan que ha imaginado el Hijo de Dios... para que podamos unirnos con Dios y entre nosotros... El bendice en un solo Cuerpo, en el suyo, a los creyentes, mediante la mística comunión. Y así, tanto con El, como entre ellos, les hace "concorporales"»[4].

En una palabra, Venerables Hermanos y amados hijos, en este celestial banquete, en esta realísima unión con Dios, ha de encontrar principalmente su fuerza la santidad; de esta unión y de esta santidad han de recibir vigor y consistencia el vínculo familiar, el social y el internacional; para que, finalmente, en la santidad y en la unidad florezca el don precioso de la paz : «Te rogamos, Señor, concedas propicio a tu Iglesia los dones de la unidad y de la paz, místicamente designados por los presentes que te ofrecemos» [5].

Pedid, pedid sin reparo; no se trata ahora de la sombra de una Cruz cercana, que nos hace esperar una gracia —«Señor, acuérdate de mí» (Lc 23,43); no nos contentamos con alcanzar el ruedo de su vestido (cf Mt 9, 20-22) para tocarlo con un dedo. «No sombra de tu Cuerpo, o fimbria tuya, / sino tu Cuerpo mismo, ¿cuál efecto / hará en el alma que a tu Mesa llega? /¿Qué reino pedirá, qué salud suya / que Tú la niegues, si con dulce afecto / tan cerca te ama, abraza, goza, y ruega?» [6]

Acercaos sin temor, hijos amadísimos, y bebed en este torrente, que nunca se agota, la firmeza de vuestra fe, la pureza de vuestras costumbres, el debido respeto al sagrado vínculo conyugal. Pedid a este Dios omnipotente sacramentado santos y celosos sacerdotes, que os enseñen el camino de los altares y os distribuyan el pan de los Ángeles con sus manos puras. Impetrad, antes que nada, la .mutua unión de todos los creyentes, la santa caridad entre todos los hijos de Dios, la paz, esa paz que vuestros abuelos imploraban, entre cantos, con aquellas bellísimas letanías, atribuidas a Sto. Toribio de Mogrovejo, primer ramo de flores que la América católica colocó a los pies de la Madre de Dios: «Ut cuncto populo christiano pacem et salutem impetrare digneris». Para que Tú, madre de misericordia; para que Tú, Virgen de la Puerta, solemnemente coronada el pasado miércoles; para que Tú, Nuestra Señora del Socorro, que desde las playas de Huanchaco robas los corazones de todos los buenos hijos de esa región privilegiada, consigas al pueblo cristiano la paz y la salvación.

Que Nuestra Bendición sirva para acelerar sobre vosotros, sobre toda vuestra amadísima Patria y sobre todo el mundo la hora de Dios, que es la hora de la paz fundada en la verdad, en la justicia y en la caridad. Se ha dicho con frase feliz, que la República del Perú, en la estupenda y amenísima diversidad de sus climas, de sus altitudes y de sus productos, viene a ser como un gracioso resumen y cifra de toda América. Que Dios bendiga a la Nación peruana, a su fervoroso Episcopado, —y de manera especial al dignísimo Pastor de esta Archidiócesis— juntamente con su clero; al ilustre Jefe del Estado, a su Gobierno, a todas las representaciones y autoridades civiles, que con su presencia han querido dar realce al triunfo del Soberano Eucarístico; a todo el catolicísimo pueblo peruano; y bendiciendo a la República del Perú bendiga a toda América; y bendiciendo a toda América bendiga al mundo todo, haciendo que muy pronto los rayos ardientes de caridad, contenidos apenas por las blancas especies en el volcán de amor de la Hostia santa, irrumpan sobre la humanidad entera y la abrasen fundiéndola en un solo bloque de amor y de cristiana fraternidad, para remedio de Nuestros dolores, corona de Nuestras esperanzas y grande gloria suya.


* AAS 35 (1943) 353-356

[1] Missa in festo Ssmmi Corporis Christi: Secreta.

[2] S. Hilar. De Trinit. 1. 8, n. 14: MIGNE PL, t. 10, col. 247.

[3] S. Aug. In Ioan. Evang., tract. 26, c. 6, n. 13: MIGNE, PL, t. 35, col. 1612.

[4] S. Cyr. Alex., In Ioan. Evang., 1. 11: MIGNE, PG, t. 74, col. 559.

[5] Loc. cit.

[6] Lope de Vega, Rimas sacras, soneto XLVII; Colección de las obras sueltas. Madrid 1777, edit. Sancha, tom. XIII, p. 198

 



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana