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RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
 A LOS FIELES ARGENTINOS EN EL I CENTENARIO
DEL APOSTOLADO DE LA ORACIÓN
*


Domingo 28 de octubre de 1945

 

Amadísimos hijos de la República Argentina que, reunidos en la espléndida Buenos Aires, conmemoráis el centenario del Apostolado de la Oración con la consagración de vuestra patria al Sagrado Corazón de Jesús:

Muchas veces, por amable disposición de la Divina Providencia, os hemos dirigido Nuestra palabra, unas de cerca, en ocasión inolvidable y otras de lejos por medio de las ondas peregrinas; comprenderéis, pues, que Nuestra alegría suba de punto al hacerlo ahora, cuando a las imponentes manifestaciones de vuestra fe y de vuestro amor al Santísimo Sacramento del Altar, añadís dignamente el acto magnífico de hoy, día grande y santo, «dies sanctificatus est Domino Deo Nostro» (2 Esd. 8,9)

Más de una vez también hemos tenido ocasión de recordar el centenario de esta dilecta y aguerrida milicia de la gloria de Dios, que es el Apostolado de la Oración; pero jamás, como en el caso vuestro, hemos visto cristalizar ante Nuestros ojos el recuerdo en un fruto más generoso y más grande.

¡La República Argentina, la gran nación americana, el país de los solemnes triunfos eucarísticos está ya y para siempre consagrado al Corazón Deífico!

Y notad además qué providencial coincidencia, precisamente en la solemnidad de Cristo Rey; al clausurar aquellas incomparables manifestaciones de piedad eucarística del parque de Palermo, que Dios quiso hacernos gustar con vosotros, Nuestras últimas palabras fueron precisamente para cantar la Realeza de Cristo : «Aceptará —terminábamos diciendo— nuestras súplicas, nuestros clamores y reinará en todas las almas ... y su reino no tendrá fin». Y hoy, lo que estáis haciendo no es más que actuar definitivamente vuestra determinación de hacer reinar a Jesucristo, a su ley y a su amor en medio de vuestro pueblo. ¡Porque una nación consagrada al Corazón Divino no es ni más ni menos que un pueblo, ansioso de que el amor de Jesucristo reine en él y resuelto a llevar a la práctica este deseo!

El foso, que va dividiendo al mundo en dos partes, cada día se hace más ancho y más profundo. El ardor —en unos del amor y en otros del odio—, al crecer continuamente, pulveriza y derrite cada vez con más vigor la tibieza de las zonas intermedias. Del lado de allá, los que niegan a Dios, los que propugnan la lucha entre los hombres, los que nunca se sacian de grandeza y de dominio, los que quieren encender en todas partes el fuego del odio y de la destrucción; del de acá, los que acatan la santa ley divina, los que anhelan vivir de caridad, los que hallan sitio en su corazón para todos los pueblos de la tierra, los que ansían llevar a todas partes el Evangelio del Amor. Allí, los que siempre han de buscar más, porque no esperan más que los de la tierra; aquí, los que pronto se contentan, porque buscan las cosas de acá abajo solamente como escalera para el cielo.

Vosotros, dignos hijos de la República Argentina, habéis escrito toda vuestra historia bajo el signo de Jesucristo; pero hoy, en esta hora solemne, siguiendo principalmente el ejemplo de tantas naciones, hermanas vuestras de lengua y de sangre, —y de la misma gran madre de la Hispanidad— habéis decidido saltar a la vanguardia, al puesto de los que no se contentan con menos que con ofrecerlo todo. «Cuida tú de mi honra y de mis cosas —dijo un día Nuestro Señor a uno de sus confidentes, expresando el ideal de la consagración— que mi Corazón cuidará de ti y de las tuyas». Hasta ayer, pues, podría decirse que erais todavía vuestros, desde hoy sois de manera especial de Jesucristo, «vos autem Christi» (1Cor 3, 23); hasta ayer disponíais de vuestra actividad y de vuestra libertad, de vuestras potencias y de vuestros bienes exteriores, de vuestro cuerpo y de vuestra alma; desde hoy todo eso se lo habéis ofrecido al Divino Corazón, que «quiere establecer su reino de amor en todos los corazones, destruir y arruinar el de Satanás». Pero en cambio desde ahora —¡cosa en realidad maravillosa!— vuestras empresas lo mismo que vuestros intereses, vuestras intenciones lo mismo que vuestros propósitos los toma El como suyos y vosotros, saboreando por anticipado dones que son del cielo, si os abandonáis totalmente a El y a su suavísimo imperio, podréis gozar de aquel «paraíso de paz, que para todo lo demás deja indiferente, porque todo en su comparación parece cosa despreciable».

El paso, ¡oh católicos argentinos!, el gran paso está dado. Ahí estáis presentes los afortunados testigos y actores del histórico acontecimiento; ahí está a vuestra cabeza vuestro venerable Episcopado, para hacer comprender que la consagración es un acto oficial de la Iglesia; ahí acaba de resonar la voz autorizada de vuestro dignísimo Cardenal Primado, intérprete otra vez del más profundo sentimiento del alma nacional argentina. No hace más que quince días que ofrecisteis ante el altar del Corazón Divino a vuestros niños, capullos que mañana serán flores; el domingo pasado consagrasteis ante el mismo trono vuestras familias, sólido cimiento de todo el edificio social; y hoy, toda la nación puesta de rodillas, en esta hora tenebrosa de la historia del mundo, —cuando querríamos alegrarnos por la tormenta que acaba de pasar, pero no podemos acabar de hacerlo hasta ver despuntar generosa, franca y sincera la bonanza—, hoy vosotros consagráis al Corazón Sacratísimo de Jesús vuestra patria, tan rica de realidades como de promesas, para honrar a quien es digno de todo honor, para impetrar el don precioso y difícil de la paz y para conseguir la unión fraternal de todos los pueblos. El gran paso está dado; queda solamente ser fieles al pacto establecido; que si vosotros, en la integridad de la vida cristiana, en el ejercicio de la mutua caridad y en la sumisión y amor a la Santa Madre Iglesia vivís sinceramente vuestra consagración, Aquel que por nadie se deja vencer en generosidad sabrá haceros dignos y grandes ante Dios y ante los hombres.

Un alma, una nación consagrada al Corazón de Jesús debe ser como un holocausto perfecto colocado sobre un ara; sean hoy Nuestras manos ungidas de Sacerdote Sumo las que presenten esta víctima y se extiendan luego en oración fervorosa; ¡Recibe, oh dulcísimo Corazón, esta hostia que hoy te ofrecemos y que el aroma de su sacrificio haga volver propicios tus ojos sobre todos y cada uno de los hijos de este pueblo; haz que las llamas, que brotan de tu herida, penetren todos sus corazones, les enciendan y les abrasen de tal manera, que desde hoy y ya para siempre solamente en Ti encuentren sus delicias, en tu servicio consuman toda su vida y un día, entre los esplendores de tu gloria, reciban el premio que reservas a tus escogidos !

Como prenda de tales gracias os damos hoy con más afecto que nunca Nuestra Apostólica Bendición, a todos vosotros, hermanos Nuestros en el Episcopado, que tenéis a vuestro cargo tantas almas y tantos intereses divinos; a vuestro Apostolado de la Oración, que con tan admirable celo ha sabido organizar tan brillantes ceremonias; y a todo el amadísimo Clero y pueblo argentino, predilecto siempre de Nuestro corazón de Pastor y de Padre.


* AAS 37 (1945) 318-321

 



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