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DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL SEÑOR LUIS CASTIÑEIRAS NUEVO EMBAJADOR DE ARGENTINA ANTE LA SANTA SEDE
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Martes 27 de noviembre de 1945

 

Señor Embajador:

Este acto solemne, con que Vuestra Excelencia inicia su misión de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Argentina, da de nuevo a la Representación de aquel noble país, tan próximo a Nuestro corazón, un Jefe, cuya experiencia, cualidades y elevados sentimientos dejan abierta la puerta a las mejores esperanzas.

Sus calurosas expresiones a propósito de dos estrechos y sagrados vínculos, que unen al pueblo argentino con esta Sede de Pedro, no menos que su afectuoso recuerdo de aquellas inolvidables jornadas eucarísticas, en las que el fervor y la fe de los argentinos se manifestaron en el imponente homenaje tributado al Rey del amor y de la paz, son para Nos una dichosa garantía, de que las constantes y cordiales relaciones entre la Iglesia y el Estado tendrán en Vuestra Excelencia un sagaz y digno fautor.

Con gratitud correspondemos a los votos que ha querido expresarnos en nombre del Señor Presidente de la República, y Nos es grato poderle asegurar ya desde el principio, Señor Embajador, que en el cumplimiento de su alto oficio jamás le faltará Nuestro apoyo benévolo y eficaz.

La misión, que le ha sido confiada, viene a encajar en un período de transición, amenazado por múltiples peligros y abrumado por el peso de incontables problemas nuevos, en una pausa agitada por las fuertes repercusiones de la horrible guerra y por los formidables obstáculos que obstruyen el camino hacia una paz durable y justa ante Dios y ante los hombres.

El superar tales impedimentos será una premisa indispensable para la consecución de una paz de verdadero progreso y de sana libertad. Las páginas de la futura ordenación de esta paz difícilmente llegarán a concretarse en una realidad viva y estable, sin la previa formación de una atmósfera de recíproca lealtad y, por consiguiente, de mutua confianza. Gracias a Dios, los más prudentes entre los Jefes de Estado y los miembros de las naciones, tanto de las que fueron beligerantes, como de las que se mantuvieron lejos del conflicto, parece que realmente han caído ya en la cuenta de que las discordias entre los pueblos y la cruel idea de la represalia a nadie sirven y con el tiempo resultan nocivas para todos. Porque lo que necesita antes que nada el mundo —el pobre mundo, desgarrado por los terribles años de guerra, en los que se dejó guiar por la pasión más que por la razón— es el alejamiento consciente de todos los impulsos que incitan a la venganza y a la destrucción, y una vuelta decidida a la sincera fraternidad, que ennoblece los sentimientos y las instituciones.

Solamente la fuerza moral de una idea o de una fe, cuya elevación y cuya potencia educativa dispongan de energía suficiente para contener dentro de los límites establecidos por Dios y exigidos por la dignidad humana el ansia de poder y de riqueza, conseguirá llevar a cabo tan profunda transformación de las conciencias. En tan ingente labor la Iglesia de Cristo tiene reservada una parte singular.

Ella sabe que, donde se va apagando en las almas o donde se ha extinguido la fe en un Padre, que está en los cielos, se ha arrancado el cimiento más profundo y el impulso moral más eficaz a la formación del verdadero sentimiento fraternal.

Ella conoce, por dolorosa experiencia de todos los tiempos, y muy en especial de los más recientes, que la medida del éxito de su obra formativa, en pro de los más altos intereses de la humanidad, está en proporción de la libertad con que pueda propagar su doctrina.

Ella, por eso mismo, no sólo espera que el Estado —sea cual fuere la forma especial de sus instituciones o de su estructura íntima— no impedirá esta labor docente, que es en sí misma un servicio a. la humanidad, sino que confía en ser sostenida por él, en tan benéfica actividad.

Estamos seguros de que el gran pueblo argentino tiene plena conciencia del bien que realizan en todos los campos tantos institutos católicos de enseñanza. Vuestra Excelencia mismo, Señor Embajador, ha tributado expresivas alabanzas al celo y al espíritu de sacrificio del clero católico que se dedica a la educación de la juventud, reconociendo así que ha sabido llevar a la práctica los sagrados deberes de su ministerio, con opimos frutos también para la vida pública y privada de la nación.

Podemos, pues, expresar Nuestra firme esperanza de que —cualesquiera que sean los movimientos políticos internos— los gobernantes de la República Argentina, sabrán garantizar a la religión de sus padres y a su misión educadora, las condiciones de existencia y de actividad que le corresponden.

La guerra, Señor Embajador, que ha visitado tantas naciones, dejándolas en gran parte convertidas en desiertos, ha respetado a su hermoso país. Sin embargo, los efectos de ella, lo mismo que de los cambios de potencia o de intereses que ha traído consigo, pudieran hacerse sentir en él con una fuerza que ni siquiera es lícito ahora prever; y, sobre todo, difícilmente podrá escapar a aquellos contrastes de ideas que ante ninguna frontera se detienen.

En medio de las dificultades que de estos roces surgen y en la gradual solución de los problemas que se vayan presentando en todos los campos del progreso civil y social, los fieles argentinos, educados en la escuela del Evangelio de Jesucristo, íntimamente unidos con su Venerable Episcopado y con su celoso clero, encuadrados en las filas de la Acción Católica, no se dejarán ganar por ninguno de sus conciudadanos en la sincera disposición para cualquier sacrificio y en la resuelta colaboración en favor del bien verdadero de su Patria.

Nos, profundamente penetrados de la gravedad del momento presente y de los tremendos deberes, ante los que se podrá hallar también la Argentina para la consecución, el desarrollo y el perfeccionamiento de una verdadera paz en el mundo iberoamericano, alzamos nuestro corazón y nuestras manos a Dios, dador de toda paz, e invocamos su luz y su gracia sobre todos aquellos, gobernantes y gobernados, de cuyas decisiones ha de depender en gran parte el porvenir próximo, lo mismo que el remoto.

Y ahora, al contemplar por primera vez ante Nos a Vuestra Excelencia, Nos parece encontrarnos en espíritu otra vez en su Patria lejana, y experimentamos el ardiente deseo de hacer saber por su medio a todos aquellos hijos e hijas amadísimos, lo cerca de ellos que vivimos constantemente y el gozo que sentimos al poderles enviar, como señal y prenda de esta íntima unión, Nuestra Bendición en la que tenemos la intención de incluir, de modo especialísimo, a Vuestra Excelencia y a todos sus dignos colaboradores, esperando que en la historia de las relaciones entre la Santa Sede y la República Argentina, esta misión, hoy tan felizmente comenzada, pueda ocupar un día una página de gloria y de honor.


* AAS 37 (1945) 314-317.

Discorsi e radiomessaggi, VII, p.287-290.

L’Osservatore Romano 28.11.1945, p.1.

 



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