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DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL SEÑOR LUIS IGNACIO ANDRADE,
EMBAJADOR DE COLOMBIA ANTE AL SANTA SEDE
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Martes 14 de noviembre de 19
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Señor Embajador:

El cambio de Jefe de misión en la Embajada de Colombia ante Nos, no significa mutación alguna en las recíprocas y amistosas relaciones, que, por dichosa tradición, unen a esta Sede Apostólica con su hermoso país, como corresponde a una nación, cuya historia está entrelaza con la de la Iglesia misma en Hispanoamérica, desde los días en que Alonso de Ojeda, en las postrimerías del siglo XV, avistó por primera vez vuestras costas; o, más tarde, desde que una pléyade de valientes y cristianos descubridores españoles —Juan de la Cosa, Vasco Núñez de Balboa, Belalcázar y, sobre todo, Gonzalo Jiménez de Quesada—   penetraron en lo más recóndito de sus selvas vírgenes, para llevarles a un tiempo la civilización y la verdadera fe.

Los profundos pensamientos, que acaba de manifestar Vuestra Excelencia al dar comienzo a su misión, son la mejor garantía de que —escogido por el Jefe del Estado para representar a la ilustre nación colombiana— se siente movido a penetrar cada vez más en la consideración de lo que es la naturaleza peculiar de la alta misión, que la ha sido confiada, poniendo en ello todas las energías de su mente y todos los recursos de su voluntad.

Esta consideración, en verdad, conduce por sí misma, al necesario reconocimiento y a la paladina afirmación de la función providencial y de la insustituible misión que corresponde a esta Sede de Pedro, en el servicio de los más altos fines de la cristiandad y de la humanidad; para luego, en el ejercicio cotidiano del propio oficio, deducir de ello aquellas conclusiones lógicas, psicológicas y prácticas, que van madurando al sol de los problemas concretos de cada día.

Porque si alguna vez fue menester pasar cuanto antes de las palabras a los hechos; si alguna urgió el tránsito del terreno de los principios al de la actuación real, ajustando el ritmo propio al vertiginoso de los acontecimientos circunstantes, esa vez es hoy, es este período turbulento de una postguerra, agitado por tantas disonancias aún sin armonizar y debilitado por un defecto de energía moral, que no siempre ha estado. por desgracia, a la altura de su función.

Solamente con espíritu cada vez más resuelto, más vigilante y más activo podrán las Naciones, que descansan sobre un cimiento cristiano cumplir debidamente con lo que se deben a sí mismas y a sus añejas y venerables tradiciones.

Hoy, ante la progresiva dinamicidad de las potencias anticristianas, se ha convertido en una necesidad primordial, para la afirmación y la conservación de la dignidad moral y de la justa libertad humana, lo que en tiempos normales y tranquilos era, para el común ciudadano y para el hombre de gobierno, solamente un postulado natural de la conciencia nacional y cristiana.

Ha sido para Nos, Señor Embajador, motivo de no pequeña satisfacción y gozo poder escuchar de sus labios que las enseñanzas ético-sociales, emanadas por esta Sede de Pedro, son para el fiel y devoto pueblo colombiano y para quienes, en tan turbios momentos, rigen sus destinos, a manera de estrella directriz, cuyos destellos se quieren seguir con plena voluntad y clara confianza.

Quienquiera que conozca la impresionante serie de estas enseñanzas podrá saber que la voz del Padre de la Cristiandad, con sus avisos y sus exhortaciones, mirando siempre al sano progreso y al armónico desarrollo de la vida social, ha resonado siempre con timbre enérgico e inconfundible; siempre, en todas las ocasiones en que las necesidades o los errores de los tiempos han requerido de modo especial este «lumen de coelo », esa luz de lo alto para iluminar los pasos vacilantes de la humanidad.

¡Cuánto más feliz. cuánto más pacífico y cuánto más tranquilo viviría este mundo nuestro, si la palabra del Vicario de Cristo, que vibra por encima del campo donde combaten los intereses encontrados y los opuestos partidos, hubiese hallado, en gobernantes y gobernados, el eco fácil y la resonancia eficaz que ciertamente se merecía, para mayor provecho de la auténtica prosperidad y del verdadero interés de cada una de las naciones y de toda la sociedad de los pueblos!

Señor Embajador : ha querido la Providencia que el principio de su misión venga a coincidir con un momento en que una gran parte de la humanidad, que no obstante sus anhelos de paz se halla todavía bien lejos de una verdadera y sana ordenación pacífica, vuelve sus ojos angustiada. a la roca de Pedro y a las enseñanzas que de ella brotan, para poder alcanzar tan deseado puerto.

Vibran todavía. en todos los corazones, y de modo muy singular en el Nuestro, las impresiones imborrables de aquella hora magnífica en que las representaciones y los peregrinos de todo el mundo han rendido, con fervor extraordinario, su homenaje filial a la Reina de la Paz, a la Virgen Madre del Rey de la paz, hecho hombre.

Entre los afortunados, que en aquellas jornadas memorables dieron con los caminos que traían a la Ciudad Eterna, estaban también los representantes de Colombia, hijos de una América eminentemente mariana, que solamente entre sus más antiguas catedrales tiene por lo menos catorce dedicadas a la Asunción, y entre ellas algunas tan famosas como las de Méjico, Santiago de Chile, Arequipa y El Cuzco; herederos de la fe de un Santo Toribio de Mogrovejo, a quien se atribuyen las famosas letanías donde ya en pleno siglo XVI se pedía a la Virgen Santísima «per gloriosam Assumptionem tuam», «por tu gloriosa Asunción»; ciudadanos de una nación, que, como Nos mismo pudimos notar en un reciente radiomensaje,  «entre sus muchos títulos de gloria y de nobleza,... cuenta como uno de los primeros el ser un pueblo ardientemente mariano»[1].

Así, pues, ¿qué cosa mejor podríamos hacer en esta solemne ocasión que invocar la maternal protección de la bendita Madre del cielo sobre un pueblo que tanto la ama y la venera?

¡Colombia, país de altas cordilleras, de imponentes volcanes y de ríos caudalosos hasta recordar el mar; Colombia, tierra de los más variados climas y de las más diversas producciones, desde las playas que el mar acaricia hasta las elevadas mesetas que barren los vientos; Colombia, la tierra clásica de «Eldorado», parís de leyenda y de cristianísimas tradiciones! Diríase que pocos lugares en el mundo estén más llamados que él a la prosperidad y a la paz.

Que Dios Nuestro Señor bendiga a Colombia, al Excelentísimo Señor Presidente de la República con su Gobierno, a sus decisiones y resoluciones en el campo nacional e internacional, a todos y a cada uno de sus hijos, para que, de horas tan procelosas como las presentes, desemboque ella en un risueño y próximo porvenir donde todos los colombianos, tan dentro siempre de Nuestro corazón, gocen de una paz segura, de una prosperidad creciente y del más sano de los progresos.

Con esta confianza y seguridad damos de todo corazón a Vuestra Excelencia, a todas las clases de su pueblo, generoso y trabajador, con la plena efusión de Nuestro corazón paternal, la implorada Bendición Apostólica.


* AAS 42 (1950) 820-822.

Discorsi e radiomessaggi XII, p.309-312.

L’Osservatore Romano, 15.11.1950, p.1.

 

[1] Al Congreso Mariano nacional de Colombia, 16-VII.1946.

 



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