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DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL SEÑOR FERNANDO MARÍA CASTIELLA Y MAÍZ,
NUEVO EMBAJADOR DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE
*

Martes 13 de noviembre de 1951

 

Señor Embajador:

Tras el inesperado retorno a la patria de su ilustre y en gran manera benemérito predecesor, para ocupar un alto cargo en la gobernación de su país, Vuestra Excelencia ha sido escogido por la confianza del Jefe del Estado como representante ante Nos de ese pueblo español, tan próximo siempre a Nuestro corazón; por eso, al dar solemne comienzo a su misión aquí —donde tan imponente número de Estados de todas las partes del mundo y de las más diversas formas de gobierno mantienen sus representaciones diplomáticas— queremos darle la más paterna y cordial bienvenida, expresando al mismo tiempo la convicción de que el fiel y católico pueblo español le acompañará en la misión, que Vuestra Excelencia inicia en el centro de la Cristiandad, con la satisfacción más viva y la aprobación más íntima y sincera.

En tal expectación Nos confirman las nobles expresiones que Vuestra Excelencia acaba. de pronunciar, manifestación paladina de lo profundamente que en su espíritu está grabado el peculiar carácter de su importante función.

No ignora Vuestra Excelencia el aspecto que el mundo de hoy presenta, no sólo por ser digno retoño de una familia donde se entrecruzan las viejas estirpes ibéricas con las modernas ramas brotadas en la tierra feraz del Mundo Nuevo, sino por venir directamente de ese mismo hemisferio, donde veinte naciones, hablando una misma lengua e invocando al mismo y único Dios, hacen de la historia, como afortunadamente se ha dicho, algo actual y palpitante que nunca muere.

Esta experiencia humana, enriqueciendo la ciencia adquirida en las más famosas escuelas de su patria y del extranjero, juntamente con la práctica conseguida en el decurso de un historial, mucho más denso que largo, sobre todo en el campo del derecho internacional, habrán hecho notar a Vuestra Excelencia la trágica característica de nuestros días, consistente en la disparidad entre los principios jurídicos, que proclaman como meta anhelada la pacífica convivencia de los pueblos, y la realidad política, que parece cerrar el camino, poner la meta cada vez más remota y hasta hacer correr el peligro de no alcanzarla nunca.

Quien no esté resuelto a combatir tan espantosa discrepancia y a superarla dentro de su campo de acción, no forma parte de los auténticos, de los sinceros propugnadores de la paz, porque para confutar sus verbalismos pacifistas bastan sus obras contra la paz misma. Y quien no se halle dispuesto a reconocer la supremacía moral del problema de la paz en todos sus aspectos, aparta la mirada del que es oficio principal de la humanidad; ignora deliberadamente un deber urgente que se impone con la misma gravedad a todos y a cada uno de los hombres, lo mismo que a los pueblos; cierra los ojos, no sólo a la luz de un problema específico del consorcio humano, sino a los esplendores de una función esencial de la fe cristiana para la formación de una sociedad penetrada del espíritu de Jesucristo.

Hace ya demasiados años que la humanidad y la Cristiandad oscilan a lo largo de la línea vertiginosa que separa el deseo de la paz del temor de la guerra ; temor de una guerra que, aunque no parezca inminente, por un explicabilísimo reflejo psicológico, impulsa a todos, gobernantes y gobernados, a la carrera de los armamentos, con derivaciones econó­micas y sociales que deben aterrar a cualquier espíritu clarividente.

Nadie contempla tan nefasto espectáculo con más amarga y dolorosa preocupación que el Padre común de la Cristiandad. Nadie más que El ve con horror los indecibles dolores y calamidades, las espantosas catástrofes de orden material y moral, que descargarían sobre la humanidad si no se consiguiera pronto rellenar ese abismo de mutua desconfianza y de fundado recíproco pavor, que se abre entre los pueblos y los grupos de pueblos.

Todos, adoctrinados por una amarga experiencia, saben por desgracia que, en la dura realidad de la hora presente, hasta el más sincero amor de paz no puede prescindir de la estricta vigilancia contra el peligro de las agresiones injustas. Pero, por encima de todo, hay una intención que debe mover a cuantos se consideran miembros de la comunidad de los pueblos cristianos, de los Estados que viven sobre una base moral: la de hacer cuanto, humanamente hablando, posible sea para cerrar el abismo excavado en la carne viva de la humanidad. Y cuando, por el momento, no se pueda llegar a soluciones definitivas, será menester, por lo menos, favorecer todas las soluciones parciales sinceras, aunque sean graduales, y esperar luego con paciencia y atención a que apunte el alba de días mejores, en que la opinión pública y mundial, dentro de una atmósfera más tranquila y serena, se halle mejor preparada para la recíproca comprensión.

No puede existir la menor duda acerca del puesto que, en esta lucha, trabada con los más nobles fines, le corresponde a España. Vuestra Excelencia viene precisamente de aquellas tierras hacia las que se volvieron los ojos moribundos de la gran Isabel —cuyo centenario este año se celebra— de aquel espíritu singular del que en estos momentos querríamos evocar no tanto la fortaleza o la visión política, cuanto las ansias maternales de paz dictadas por un concepto profundamente cristiano de la vida, que pedía para los que llamaba sus hijos de América un trato lleno de dulzura y devoción. Lo que predicaron los apóstoles hispánicos en el Perú y en toda América; lo que enseñaron sus filósofos y teólogos en Salamanca, en Alcalá y en Trento; lo que cantaron sus poetas en estrofas inspiradas, lo que pregonaron sus santos con sus vidas ejemplares, lo que testimoniaron heroicamente sus mártires de todos los tiempos, estrellas son en el cielo de su historia, a cuya luz jamás podrán resistir mucho tiempo las nieblas densas, pero artificiosas, suscitadas por el espíritu del mal. El nexo vivo y vital, que une a la vieja España con el resto de la comunidad de las naciones, se podrá olvidar temporalmente o menospreciar ante la presión de opiniones o de corrientes transitorias. Pero Nos pedimos al cielo que no tarde la hora en que las disonancias y las distancias de hoy se pierdan en una fructuosa armonía de propósitos y de actividades, en virtud de la. cual —fruto del concorde trabajo humano y don del cielo— consiga la humanidad —tan atormentada por la inútil discordia—, la paz basada en la justicia y en la lealtad, sostenida por sublimes inspiraciones morales y realizada en un espíritu de cordial fraternidad.

Con tan consoladora esperanza invocamos sobre el amadísimo pueblo español, con el que siempre contamos ; sobre quienes rigen sus destinos y sobre Vuestra Excelencia la luz y la protección del Altísimo, mientras que de todo corazón le damos, lo mismo que a su distinguida familia y a Nuestros fieles hijos de España, la implorada Bendición Apostólica.


* AAS 43 (1951) 792-794.

Discorsi e radiomessaggi XIII, p.369-372.

 



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