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RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD EL PAPA PÍO XII
A LOS FIELES DE ROMA

Domingo, 10 de febrero de 1952

 

Por un mundo mejor

Desde Nuestro corazón, amados hijos e hijas de Roma, os llega esta paternal exhortación: desde Nuestro corazón intranquilo, de una parte, por la prolongación de las peligrosas condiciones exteriores, que no logran permanente claridad; de otra, por una tibieza demasiado difundida que a muchos impide el emprender aquella vuelta a Cristo, a la Iglesia, a la vida cristiana, que tantas veces hemos señalado como definitivo remedio de la crisis total que agita al mundo. Pero la confianza de encontrar en vosotros el consuelo de la comprensión y la firme prontitud para la actuación, Nos ha movido a abriros Nuestra alma. Grito de alerta es el que hoy escucháis de los labios de vuestro Padre y Pastor; de Nos, que no podemos permanecer mudos e inertes ante un mundo que inconscientemente prosigue por aquellos caminos que conducen al abismo almas y cuerpos, buenos y malos, civilización y pueblos. El sentimiento de Nuestra responsabilidad ante Dios exige de Nos el intentarlo todo, el emprenderlo todo, para que al género humano le sea ahorrada desgracia tan grande.

Para confiaros estas Nuestras angustias hemos escogido la festividad —que mañana se celebra— de la Virgen de Lourdes porque conmemora las prodigiosas apariciones que casi cien años ha, fueron, en aquel siglo de desbordamiento racionalista y de depresión religiosa, la respuesta misericordiosa de Dios y de su Madre celestial a la rebelión de los hombres, la irresistible llamada a lo sobrenatural, al primer paso para una progresiva renovación religiosa. Y ¿qué corazón de cristiano por tibio y olvidadizo que fuera, podría resistir a la voz de María? No ciertamente los corazones de los romanos; de vosotros que habéis heredado, transmitido durante largos siglos, junto con la fe de los Mártires, el filial afecto a María, invocada en sus venerables imágenes con los amorosos títulos , de lapidaria elocuencia, «Salus Populi Romani», «Portus Romanae Securitatis» y con aquel otro más reciente de «Madre del Divino Amor» todos los cuales son monumentos de la constante piedad mariana, y con mayor verdad aún, dulce eco de una historia de probadas intervenciones de la Virgen en las calamidades públicas, que hicieron temblar estos viejos muros de Roma, siempre salvada gracias a la protección de Ella. Mas no ignoráis que mucho más extendidos y graves de lo que fueran las pestes y los cataclismos terrestres son los peligros que sin cesar se ciernen sobre la presente generación, bien que su permanente amenaza ha comenzado a hacer a los pueblos casi insensibles y apáticos. ¿Seria, tal vez, este el más infausto síntoma de la interminable pero no decreciente crisis que hace temblar a las mentes conscientes de la realidad? Renovado, por lo tanto, el acudir a la benignidad de Dios y a la misericordia de María necesario es que todo fiel, todo hombre de buena voluntad, se torne a examinar, con una resolución digna de los grandes momentos de la historia humana, cuanto personalmente pueda y deba hacer, como contribución suya a la obra salvadora de Dios, para venir en socorro de un mundo, que hoy se haya camino de la ruina.

2. La persistencia de una situación general, que no dudamos en calificar de explosiva a cada instante y cuyo origen tiene que buscarse en la tibieza religiosa de tantos, en el bajo tono moral de la vida pública y privada, en la sistemática obra de intoxicación de las almas sencillas a las que se le propina el veneno después de haberles narcotizado —digámoslo así— el sentido de la verdadera libertad, no puede dejar a los buenos inmóviles en el mismo surco; contemplando con los brazos cruzados un porvenir arrollador.

El mismo Año Santo, que consigo trajo una prodigiosa floración de vida cristiana, abierta primero entre vosotros y luego en los rincones todos de la tierra, no ha de mirarse como un meteoro resplandeciente pero fugitivo, ni como un esfuerzo momentáneo ya cumplido, sino como el paso, primero y prometedor, hacia la completa restauración del espíritu evangélico que, además de arrancar millones de almas de la ruina eterna, es el único que puede asegurar la convivencia pacífica y la fecunda colaboración de los pueblos.

3. Y ahora ha llegado el tiempo, amados hijos. Ha llegado el tiempo de dar los otros pasos definitivos, es tiempo de sacudir el funesto letargo; es tiempo de que todos los buenos, todos los preocupados por los destinos del mundo se reconozcan y aprieten sus filas; es tiempo de repetir con el Apóstol: Hora est iam nos de somno surgere (Rom 13,2): Ya es hora de que nos despertemos del sueño, porque ahora está próxima nuestra salvación.

4. Es todo un mundo, que se ha de rehacer desde los cimientos, que es necesario transformar de selvático en humano, de humano en divino, es decir, según el corazón de Dios. Millones y millones de hombres claman por un cambio de ruta, y miran a la Iglesia de Cristo como fuerte y único timonel que, respetando a la humana libertad, pueda ponerse a la cabeza de empresa tan grande, y le suplican la dirección de ella con palabras claras y más aun con las lágrimas ya derramadas, con las heridas todavía sangrantes, señalando los inmensos cementerios que el odio organizado y armado ha extendido sobre la faz de los continentes.

5. ¿Cómo podríamos Nos, puestos por Dios, bien que indignos, luz en las tinieblas, sal de la tierra, Pastor de la grey cristiana, rechazar esa misión tan saludable? Como aceptamos, en un día ya lejano, porque a Dios así plugo, la pesada cruz del Pontificado, así Nos sometemos al arduo oficio de ser, en cuanto lo permite nuestros débiles fuerzas, heraldos de un mundo mejor, querido por Dios, y cuya bandera deseamos entregar primero a vosotros, amados hijos de Roma, más vecinos a Nos y más particularmente confiados a nuestros cuidados; y por ello mismo puestos también vosotros como luz sobre el candelabro, levadura entre los hermanos, ciudadela sobre el monte; a vosotros, de quienes con razón esperan los demás mayor valor y más generosa prontitud. Acoged con noble ímpetu de entrega, reconociéndola como llamada de Dios y digna razón de vida, la santa consigna que en el día de hoy os confía vuestro Pastor y Padre: iniciar un poderoso despertar de pensamiento y de obras. Un despertar que comprometa a todos, sin excepción alguna, al clero y al pueblo, a las autoridades y a las familias, a los grupos, a todo y cada uno, en la tarea de la renovación total de la vida cristiana, en la línea de la defensa de los valores morales, practicando la justicia social y reconstruyendo el orden cristiano, de tal suerte que hasta el mismo esfuerzo de la Urbe, centro —desde los tiempos apostólicos— de la Iglesia, aparezca en breve tiempo resplandeciente en santidad y belleza.

Anhelamos entregaros a vosotros, amados hijos de Roma, la bandera de un mundo mejor (...). Acoged la santa consigna que vuestro Pastor y Padre hoy os da:  iniciar un poderoso despertar de pensamiento y de obras. Un despertar que comprometa a todos, sin excepción alguna, al clero y al pueblo, a las autoridades y a las familias, a los grupos, a todos y cada uno, en la tarea de la renovación total de la vida cristiana, en la línea de la defensa de los valores morales, practicando la justicia social y reconstruyendo el orden cristiano

Que la Urbe sobre la cual cada edad ha impreso la huella de gloriosas actuaciones, convertidas luego en herencia del mundo entero, reciba de este siglo, de los hombres que hoy la pueblan, la aureola de promotora de la salvación común en un tiempo en que fuerzas opuestas se disputan el mundo. Todo eso esperan de ella los pueblos cristianos, y sobre todo esperan acción.

6. Este no es el momento de discutir, de buscar nuevos principios, de señalar nuevos ideales y metas. Los unos y los otros, ya conocidos y comprobados en su sustancia, porque han sido enseñados por el mismo Cristo, iluminados por la secular elaboración de la Iglesia, adaptados a las inmediatas circunstancias por los últimos Romanos Pontífices, tan sólo esperan una cosa: la realización concreta.

¿De qué serviría el investigar las vías de Dios y del espíritu, si en la práctica se eligieran los caminos de la perdición y con docilidad se doblegase la espalda al flagelo de la carne? ¿De qué saber y decir que Dios es Padre y que los hombres son hermanos, cuando se temiese toda intervención de Aquel en la vida privada y pública? ¿De qué serviría el disputar sobre la justicia, sobre la caridad, sobre la paz, si la voluntad estuviese ya resuelta a rehuir la inmolación, el corazón determinado a encerrarse en glacial soledad, y si ninguno osase ser el primero en romper las barreras del odio separador, para correr a ofrecer un sincero abrazo? Todo esto no haría sino convertir en más culpables a los hijos de la luz, a los cuales les será menos perdonado, si han amado menos. No es con esa incoherencia e inercia como la Iglesia transformó en sus comienzos la faz del mundo, y se extendió rápidamente, y perduró bienhechora en los siglos y conquistó la admiración y la confianza de los pueblos.

7. Quede bien claro, amados hijos que en la raíz de los males actuales y de sus funestas consecuencia no está, como en los tiempos pre-cristianos o en las regiones aún paganas, la invencible ignorancia sobre los destinos eternos del hombre y sobre los verdaderos caminos para conseguirlos: sino el letargo del espíritu, la anemia de la voluntad, la frialdad de los corazones. Los hombres, infectados por semejante peste, intentan, como justificación, el rodearse con las tinieblas antiguas y buscan una disculpa en nuevos y viejos errores. Necesario es, por lo tanto, actuar sobre sus voluntades.

La acción a la que hoy llamamos a Pastores y fieles, sea reflejo de la de Dios: sea iluminante y clarificadora, generosa y amable. A este fin, enfrentándoos con el estado concreto de vuestra y Nuestra ciudad, esforzaos por que estén bien comprobadas las necesidades, bien claras las metas, bien calculadas las fuerzas disponibles, de suerte tal que los presentes recursos iniciales no se tengan en cuenta por ser ignorados, ni se les emplee desordenadamente, ni se les malgaste en actividades secundarias. Invítese a las almas de buena voluntad; ofrézcanse ellas mismas espontáneamente. Sea su ley la incondicional fidelidad a la persona de Jesucristo y a sus enseñanzas. Sea su oblación humilde y obediente; únase su trabajo como elemento activo a la grandiosa corriente que Dios moverá y conducirá por medio de sus ministros.

8. Para ello, invitamos a Nuestro Venerable Hermano, el Señor Cardenal Vicario, a que asuma la alta dirección, en la diócesis de Roma, de esta acción regeneradora y salvadora. Estamos seguros de que no faltarán, ni en número ni en calidad, los corazones generosos que acudirán a Nuestra llamada y que llevarán a la realidad este Nuestro deseo. Hay almas ardientes, que con ansia esperan ser convocadas; a su anhelo impaciente se les señale el vasto campo de roturar. Hay otras somnolientas, y será preciso despertarlas; pusilánimes otras, y será necesario animarlas; desorientadas otras y habrá que guiarlas. A todas se les requiere un prudente encuadramiento, un acertado empleo, un ritmo de trabajo que corresponda a la apremiante necesidad de defensa, de conquista, de positiva construcción. Así es como Roma revivirá en su secular misión de maestra espiritual de los pueblos, no solamente como lo fue y lo es, por la cátedra de verdad que Dios estableció en su centro, sino por el ejemplo de su pueblo, de nuevo ferviente en la fe, ejemplar en las costumbres, concorde en el cumplimiento de los deberes religiosos y civiles, y, si pluguiere al Señor, próspero y feliz. Esperamos de buen grado Nos que este potente despertar, al que hoy os invitamos, promovido sin tardanza y continuado tenazmente según el plan trazado, y que otros podrán ilustrar en sus detalles, será imitado muy presto por las diócesis vecinas y por las lejanas de suerte que se ha dado a Nuestros ojos el ver volverse a Cristo, no sólo las ciudades, sino también las naciones, los continentes, la humanidad entera.

9. Manos, pues, al arado: Os mueva Dios que así lo quiere, os atraiga la nobleza de la empresa, os estimule su urgencia; y que el justificado temor de tremendo porvenir que seguirá a una culpable inercia venza todo titubeo y vigorice todas las voluntades.

Os apoyarán las oraciones de los humildes y de los pequeños, a quienes van vuestras más tiernas preocupaciones, los dolores aceptados y ofrecidos de los que sufren. Fecundarán vuestros esfuerzos el ejemplo, y la intersección de los Mártires y de los Santos, que este suelo hicieron sagrado. Bendecirá y multiplicará el feliz éxito, por el cual ardientemente oramos, la Virgen Santísima, la cual, si en todo tiempo estuvo pronta a extender su mano protectora sobre sus romanos, no dudamos que querrá hacer sentir también en el presente su materna protección por estos hijos, que tan afectuosa piedad demostraron en su reciente glorificación, cuyo potente grito de hosanna aún resuena bajo este cielo.

Os sirva, en fin, de consuelo y firmeza la paterna Bendición Apostólica que, con efusión de corazón, impartimos a todos vosotros que nos escucháis, a vuestras familias, a vuestras obras y a esta Ciudad Eterna, cuya fe, ya desde los tiempos del Apóstol, es anunciada en el universo mundo (cfr Rom 1,8), y cuya cristiana grandeza, faro de verdad, de amor y de paz se perpetúa constante a través de los siglos. Así sea.

 



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