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RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL III CONGRESO MARIANO NACIONAL DE
COLOMBIA*

Miércoles 8 de diciembre de 1954

 

Venerables Hermanos y amados hijos de la católica Colombia, que en la capital de la nación, clausuráis vuestro Tercer Congreso Mariano Nacional.

Cuando el ocho de Septiembre del pasado año de mil novecientos cincuenta y tres, Nos dirigíamos a todo el orbe católico, en forma solemne, invitándolo «ad Marianum Annum celebrandum», a. celebrar el Año Mariano[1], para dignamente conmemorar el centenario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, la siempre Virgen María, en Nuestro corazón paternal, henchido en aquel momento especialmente de filial devoción, eran tantas las esperanzas que se amontonaban, que difícilmente hubiéramos podido pensar verla superadas, y con creces.

Hoy, en la fecha misma con que el Año se cierra, dando gracias humildemente al Dador de todo bien por beneficio tan grande, hemos de confesar que ha sido así: islas y continentes, pueblos y naciones, regiones y ciudades, sociedades y particulares, autoridades y fieles de toda edad, clase y condición —y a la cabeza, como no podía menos de ser esta Alma Ciudad— diríase que han querido rivalizar en honrar, aclamar, cantar y manifestar de mil maneras su devoción a su Madre del cielo: como si aquel purísimo rayo de sol, que sobre el rostro de Nuestro angélico Predecesor Pío IX se posó en tan inolvidable momento, se hubiera. luego roto en mil y mil reflejos, iluminando la Iglesia toda, todo el mundo, y prometiéndonos que los frutos por Nos propuestos al convocar este Año Mariano —vuelta a Jesús por la imitación de las virtudes de María; renovación de costumbres; paz y justicia para el mundo; luz para los descarriados; libertad para la Iglesia— casi se adivinasen ya, en la espléndida floración de esta risueña primavera de las almas.

¡Gracias sean dadas por todo a Aquel que Nos consuela en Nuestras tribulaciones (cf. 2Cor 1, 4), mirando más a su bondad, que a. la debilidad e indignad Nuestra!

En tan armonioso y universal coro, es claro que la voz de la amadísima Colombia no podía faltar; y con placer aprovechamos la ocasión para manifestaros el íntimo consuelo que Nos ha procurado el saber que en todas las circunscripciones eclesiásticas colombianas han tenido lugar adecuadas manifestaciones marianas, preparadas mediante una serie de fructuosísimas Misiones Populares, con visible renovación de la vida cristiana.

Pero, para satisfacer vuestra piedad, todo esto no bastaba. La Colombia de los incontables Santuarios Marianos —la Virgen de la Peña, la de la Popa, la Candelaria; Nuestra Señora de la Estrella, de las Lajas, para no citar sino los primeros que recordamos—; la Colombia nacida a vida propia «bajo los auspicios de Nuestra Señora en el misterio de su Inmaculada Concepción», quería algo más. Y he aquí que surge la idea de este Tercer Congreso Mariano Nacional, mariano por la inauguración del monumento nacional a Nuestra Señora de Fátima, mariano por la condecoración impuesta a vuestra graciosa «Bordadita», pero mariano, sobre todo, por haber sido centrado en vuestra amadísima Patrona, en el objeto predilecto de todo corazón colombiano, en Nuestra Señora de Chiquinquirá.

¡Ahí la tenéis, hijos amadísimos, en ese precioso templete, donde lleva cuatro días polarizando todos los amores! ¡Ahí la tenéis, en la cabecera de ese grandioso Estadio, en el centro de toda la nación! Ahí la tenéis y, si las lágrimas no empañan vuestros ojos, miradla una vez más, como Nos en espíritu la contemplamos!

No fue la piedad sencilla de Antonio de Santana, ni los pinceles rudimentarios e ingenuos de Alonso de Narváez, los que a mediados del siglo dieciséis os la donaron; ni fueron siquiera las piadosas ansias de aquella María Ramos las que seis lustros después maravillosamente la renovaron; fue un don de lo alto a una progenie de predilección, para que no le faltara una de las cosas más suaves de este mundo : el amor de una Madre. ¡Miradla, repetimos!: esa túnica rosada es el ardor de su caridad; ese manto azul es su inmaculada pureza; ese cetro que lleva en la mano es el símbolo de su maternal Realeza; ese Niño Divino, que Ella arrulla, es nuestro Jesús amadísimo, en cuyas manecitas ese pajarito bien pudiera ser un símbolo de vuestras almas. Lleva en las sienes la corona que le donaron vuestros mayores; y en su sonrisa dulcísima hay una evocación de todos los dones, de todas las gracias que ha otorgado a vuestro pueblo en los momentos difíciles, en las calamidades colectivas, hasta llegar a despojarse de sus preseas, cuando la patria las necesitaba.

Aquella Colombia. que, como alguien tan acertadamente ha escrito, reconoce en la Iglesia a una Madre, que le dio los hijos que salieron de la selva, que creó sus centros de cultura, que le dio ciudades, que formó su civilización, que la alimentó a. sus pechos y que, en su regazo fecundo, ha hecho germinar cuanto constituye todo lo noble y digno de su propio ser; la Colombia de las sierras altas, de las sabanas inmensas, de los valles risueños y de las bien oreadas playas; la Colombia de las soberbias cordilleras de cimas humeantes y ríos caudalosos como mares; la del legendario «Eldorado», la de la vieja cultura, la de los humanistas y poetas insignes, está ahora de rodillas ante el trono de su Madre y Señora para prometer y para implorar.

Y ¿qué es lo que habéis de prometer?:

que así como, en estos momentos, en ese hermoso Estadio de «El Campín » os veis todos unidos y os sentís todos hermanos, así lo seáis siempre de verdad, viviendo los beneficios de aquella paz que Nos mismo, no hace mucho [2], os proponíamos como condición indispensable para poder gozar de los beneficios más elementales de la convivencia social;

que así como ahora estáis manifestando tan devotamente vuestra. piedad cristiana, así la sepáis vivir luego en todas las ocasiones de vuestra vida, desde lo más íntimo del santuario familiar hasta las más públicas expresiones de vuestra actividad ciudadana;

y que así como, en estos instantes, tenéis los ojos fijos en la Reina de cielos y tierra, que en sus brazos os presenta a su amantísimo Jesús, así nunca los apartéis de Ella, seguros siempre de hallar, por tan amable camino, a Aquel que es la verdad y es la vida.

Y para conseguirlo, pedid sin temor y sin rebozo, que ante una Madre estáis, a quien nada se le niega. Pedid inocencia. para la juventud, firmeza para los años viriles, serena madurez para la edad proyecta; pedid luz para no errar entre las tinieblas del momento presente, fuerza para que vuestra fe no vacile ante los repetidos asaltos del enemigo malo; pedid, en una palabra, la pronta venida de aquel Reino, que es Reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz (Praef. in fest. Christi reg.).

Por tercera vez ha correspondido el honor de albergar tan imponente Asamblea a la muy noble Bogotá que, asentada en el extremo oriental de esa vasta meseta, coronada de montañas, basta, para decir que es mariana, ver como se cobija a la sombra de esos dos cerros, el de Guadalupe y el de Monserrate; la Bogotá de la Virgen del Rosario, de Nuestra Señora del Topo y de las Aguas; la Bogotá de esa Virgen de la Peña, «la Madre mejor / que han tenido los mortales».

Oh, sí, Madre amantísima, Tú eres la mejor de todas las madres y por eso nosotros te amamos con un amor con el que jamás hemos amado. ni amaremos, a ninguna pura criatura. Acepta, te pedimos, el homenaje que toda la Iglesia te ha presentado con devoción filial durante todo este Año Mariano; acepta la nueva corona que Nos mismo hemos colocado sobre tu frente; y acoge, en estos momentos solemnísimos, a todo ese pueblo que hoy, en el mismo día aniversario de la proclamación de tu Concepción Inmaculada, ha querido repetirte que es todo tuyo. Y haz —oh Reina de cielos y tierra— que, por medio de la Bendición Nuestra, desciendan sobre ellos las mejores gracias, las que más necesitáis, las que Tú les tienes especialmente preparadas.

Bendición que Nos deseamos primero para el dignísimo Cardenal Legado, con todo el Episcopado de la nación y todo el clero, religiosos y religiosas que están presentes; Bendición que ha de alcanzar también a las Autoridades, cuya presencia y actuación tanto ha contribuido al esplendor del Congreso, lo mismo que a todo el pueblo fiel, a toda la amadísima nación colombiana, y a todos los que oyen Nuestra voz, inspirada por el más sincero paternal amor.


* AAS 46 (1954) 722-725.

[1] Litt. Encycl. Fulgens Corona, Acta Ap.Sedis, a. 1953. pág.. 586.

[2] Cf. Discurso a los fieles colombianos con motivo de la Primer Asamblea Nacional de las Obras Católicas, 20 de junio de 1952, en AAS 44, págs. 627-629 y Discorsi e Radiomessaggi, vol. XIV, págs. 217-219.

 

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