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RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL CONGRESO EUCARÍSTICO Y MARIANO DEL
PERÚ*

Domingo 12 de diciembre de 1954

 

Entre los muchos e inmerecidos beneficios a Nos generosamente otorgados par la divina largueza, no contamos como el menor el haber podido ofrecer al orbe católico este Año Mariano Universal, que acaba de terminar y que tanta ocasión ha hado a Nos, y al mundo entero, para poder manifestar a la Reina de cielos y tierra Nuestra piedad filial y la profunda devoción que por Ella sentimos. Diríase que la Iglesia, arrebatada en un ímpetu incontenible de amor, ha vivido un año entero de espiritual alegría y de fervor celestial, que queda ya como una de las fechas más dignas de recordarse en los fastos marianos.

Y he aquí que precisamente al apagarse los últimos acordes de un concierto tan amplio y tan grandioso, desde el remoto y queridísimo Perú Nos llegan los ecos de vuestra voz, venerables Hermanos e hijos amadísimos, que celebráis vuestro quinto Congreso Eucarístico Nacional, un Congreso que habéis querido que sea, con decisión tan feliz como oportuna, Eucarístico y Mariano.

Es sabida la parte principalísima que, en la evangelización del Continente nuevo y en la conservación de su fe, ha tenido y tiene la devoción a Nuestra Señora la Virgen María. La América de los conquistadores —Jerónimo de Aguilar, Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, Alonso de Hojeda— que bajo un pecho de acero sabían conservar un corazón tiernísimo para su Madre; la América de las cien ciudades con su nombre dulcísimo; la de las decenas de catedrales puestas bajo su patrocinio la de la Virgen del Tepeyac, cuya fiesta precisamente hoy celebráis; la de los próceres, padres de la patria, que acudían igualmente ante ella —un Belgrano, un San Martín, un Hidalgo o un Artigas— antes de acometer sus generosas empresas.

Pero en una buena parte del continente americano fue siempre sin guiar la misión de vuestra patria, hijos amadísimos, la misión del Perú, foco de civilización y de fe, auténtico centro de gravitación espiritual, con sus famosos Concilios limenses, carta fundamental de las Iglesias de América, con su brillante constelación de Santos.

Siendo esto así, fácilmente se alcanza que para ser fiel a tan honrosa misión, el Perú tenía que ser una nación eucarística: y de que lo es, nos dan testimonio sus antiquísimas cofradías del Santísimo Sacramento alguna de las cuales va unida al nombre del mismo Pizarro; sus suntuosas procesiones del Corpus Christi, que llegaron a emular a las de la misma Toledo; la jaculatoria «Alabado sea el Santísimo Sacramento», que se ve grabada en las fachadas de sus casas; la devoción de las Cuarenta Horas, implantada ya ahí desde 1816; y la piedad con que los buenos peruanos se descubrían por las calles y rezaban el Credo, al oír la campana de la Iglesia matriz, que anunciaba la elevación del Señor.

Pero de la misma manera el Perú tenía que ser una, nación mariana y que lo es, nos lo dice la intervención de la celestial Señora en su historia, como os recuerda la Virgen de la Puerta y mucho más Nuestra Señora de Suntur Huasi; la parte que Ella tomo en su cristianización, como en el caso del famoso Santuario de las orillas del Titicaca; la devoción que a su Madre dulcísima profesaron vuestros Santos : Santo Toribio de Mogrovejo, el gran devoto de Nuestra, Señora de Copacabana, San Francisco Solano, el apasionado de Nuestra Señora ele los Ángeles, Santa Rosa de Lima y el Beato Martín de Porras, formados en el amor a Nuestra Señora del Rosario, el Beato Juan Masías, el enamorado de Nuestra Señora de Belén; la serie interminable y brillantísima de Santuarios Marianos que, desde las tierras bajas de Arequipa, con su Candelaria de Caima, —del Callao, con su Virgen del Carmen— y de la misma Lima, con sus famosos templos del Rosario y de la Merced —, va subiendo hasta las tierras altas del Cuzco, con su Virgen de la Soledad, o de Copacabana, que mereció ser cantada por la lira insigne de Calderón de la Barca.

Con razón, pues, vosotros, congresistas de Lima, en esta solemnísima Asamblea, que con Nuestras palabras estamos clausurando, habéis querido unir las dos cosas: devoción eucarística y devoción mariana y hay en ello un acierto tan lleno de sincera piedad y de buen sentido cristiano, que no podemos menos de recoger y alabar.

Por eso hoy vosotros, después de los triunfos eucarísticos de que fueron teatro la blanca Arequipa, la hidalga Trujillo y el Cuzco imperial, habéis vuelto hoy a la «muy noble, insigne y muy leal» ciudad de Lima, que, suavemente recostada en esa inclinada planicie que mira al Pacífico, extendiéndose con magnificencia y esplendor a ambas orillas del caudaloso Rimac y reposando sus sueños de gloria bajo el majestuoso anfiteatro andino que le sirve de marco, os ha abierto sus calles y sus plazas para que aclaméis al Soberano Señor Sacramentado y a su Madre purísima, pidiéndole que os mande muchos y buenos sacerdotes; prometiéndole intensificar la vida cristiana de vuestras familias; asegurándole que haréis todo lo posible para que reine entre vosotros el verdadero espíritu de caridad cristiana y de justicia social.

Acoge Tú, Reina de cielos y tierra, acoge las plegarias y las promesas de estos tus hijos, que de tu mano maternal quieren llegarse hasta ese trono de gloria, donde tu Jesús les espera para escuchar las unas y complacerse con las otras. Ellos imploran vuestro auxilio en esta hora obscura, que el mundo vive, porque quieren permanecer fieles a la santa fe, que sus padres profesaron y desean contentarte a Ti, oh buena Madre, y ser inquebrantables y amantes servidores de tu dulcísimo Hijo. Diríase que, entre las agitaciones de una época crítica, se sienten crujir la tierra bajo los pies y experimentan más que nunca la necesidad de una protección potente, para que la tormenta no les arrastre ; tómales Tú bajo tu amparo; y su confianza no será jamás desmentida.

Prenda de tales gracias y testimonio de Nuestra peculiar benevolencia sea la Bendición Apostólica que, de todo corazón, en estos momentos os damos; a Nuestro amadísimo y dignísimo Cardenal Legado; a todos los prelados y autoridades presentes; a los sacerdotes, religiosos y religiosas; a cuantos han prestado su cooperación para el mayor éxito de estas solemnidades; a todos los en estos momentos reunidos para clausurar tan solemne Asamblea; a toda la nación peruana, para Nos tan querida, y a cuantos pueden escuchar Nuestra voz, que quiere ser la voz de un Padre, ansioso siempre de la mayor felicidad de sus hijos.


* AAS 46 (1954) 729-731.

 

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