Index   Back Top Print

[ ES  - FR ]

PÍO XII

VOUS AVEZ VOULU*

DISCURSO SOBRE LA IGLESIA Y LA INTELIGENCIA DE LA HISTORIA

7 de septiembre de 1955

 

1. Habéis querido, señores, venir en gran número a visitarnos con ocasión del X Congreso Internacional de las Ciencias Históricas; os acogernos gozoso y con la convicción de que este acontecimiento reviste un alto significado. Quizá jamás se ha reunido en Roma, centro de la Iglesia, y en la morada del Papa, un grupo tan distinguido de sabios historiadores. Por otra parte, no tenemos en modo alguno la impresión de encontrarnos frente a desconocidos o extranjeros. Muchos de vosotros, en efecto, os habréis contado entre los millares de historiadores que han trabajado en la biblioteca o en los archivos vaticanos, abiertos desde hace exactamente setenta y cinco años. Y, por otra parte, vuestra actividad de investigadores o de profesores os habrá proporcionado ocasión, a la mayor parte si no a todos, de poneros de algún modo en contacto con la Iglesia católica y el Papado.

2. Aunque la historia sea una ciencia antigua, es necesario contemplar los últimos siglos y el desarrollo de la crítica histórica para que alcance la perfección en que hoy está situada. Gracias a la rigurosa exigencia de su método y al celo infatigable de sus especialistas podéis enorgulleceros de conocer el pasado con más detalles, de juzgarlo con más exactitud que cualquiera de vuestros antecesores. Este hecho subraya más la importancia que Nos atribuirnos a vuestra presencia en este lugar.

3. La historia se sitúa entre las ciencias que guardan estrechas relaciones con la Iglesia católica. Hasta tal punto que Nos no hemos podido dirigiros nuestro saludo de bienvenida sin mencionar casi involuntariamente este hecho. La Iglesia católica es ella misma un hecho histórico; como una poderosa cordillera atraviesa la historia de los dos últimos milenios; cualquiera que sea la actitud adoptada respecto de ella, cierto es que es imposible no encontrarla en el camino. Los juicios que sobre ella se han dado son muy variados; significan la aceptación total o el repudio más decisivo. Pero, cualquiera que sea el veredicto final del historiador, cuya tarea de ver y de exponer —tales cuales han sucedido, en la medida de lo posible— los hechos, los acaecimientos y las circunstancias, la Iglesia cree poder esperar de él que se informe en todo caso de la conciencia histórica que ella tiene de sí misma, es decir, de la manera en que ella se considera como un hecho histórico y de la forma en que ve su relación con la historia humana.

4. Esta conciencia que la Iglesia tiene de sí misma os la quisiéramos decir en una palabra citando hechos, circunstancias y concepciones que nos parecen revestir una más profunda significación.

5. Para comenzar quisiéramos refutar una objeción que, por decirlo así, se presenta de golpe. El cristianismo, se decía y se dice todavía, adopta ante la historia una posición hostil porque ve en ella una manifestación del mal y del pecado; catolicismo e historicismo son conceptos antitéticos. Señalemos desde ahora que la objeción así formulada considera historia e historicismo como dos conceptos equivalentes. En esto está el error. El término «historicismo» designa un sistema filosófico que no percibe en toda la realidad espiritual, en el conocimiento de la verdad, en la religión, en la moralidad y en el derecho más que cambio y evolución, y rechaza. por consiguiente, todo lo que es permanente, eternamente valioso y absoluto. Tal sistema es, sin duda, inconciliable con la concepción católica del mundo y, en general, con toda religión que reconozca un Dios personal.

6. La Iglesia católica sabe que todos los acontecimientos se desarrollan según la voluntad o la permisión de la divina Providencia y que Dios persigue en la historia sus propios objetivos. Como el gran San Agustín ha dicho con una concisión muy clásica: Lo que Dios se propone «hoc fit, hoc agitur; etsi paulatim peragitur, indesinenter agitur» [1]. Dios es realmente el Señor de la historia.

7. Esta afirmación responde por sí sola a la objeción mencionada. Entre el cristianismo y la historia no se descubre ninguna oposición en el sentido de que la historia no sería sino una emanación o una manifestación del mal. Jamás la Iglesia católica ha enseñado tal doctrina. Desde la antigüedad cristiana, desde la época patrística, y más particularmente tras del conflicto espiritual con el protestantismo y el jansenismo, la Iglesia ha tomado neta posición ante la naturaleza; de aquí que ella afirme que el pecado no la ha corrompido, que permanece interiormente intacta, aun en el hombre caído; que el hombre antes del cristianismo y el que no ha llegado a ser cristiano podía y puede realizar acciones buenas y honestas, aun haciendo abstracción del hecho de que toda la humanidad, incluida la anterior al cristianismo, está bajo la influencia de la gracia de Cristo.

8. La Iglesia reconoce gustosa las realidades buenas y valiosas, incluso las que existían antes de ella y las que están fuera de su dominio. San Agustín, sobre el que se apoyan los contradictores interpretando mal su De civitate Dei, y que no disimula su pesimismo, es absolutamente claro en su pensamiento. En efecto, escribía al tribuno y notario imperial Flavio Marcelino, a quien dedicó esta obra: Deus enim sic ostendit in opulentissimo et praeclaro imperio Romanorum, quantum valerent civiles, etiam sine vera religione, virtutes, ut intelligeretur, hac addita, fieri homines cives alterius civitatis, cuius rex veritas, cuius les caritas, cuius modus aeternitas [2]. Agustín ha traducido en estas palabras la opinión constante de la Iglesia.

2. Hablemos ahora de la Iglesia misma como hecho histórico: al mismo tiempo que afirma la plenitud de su origen divino y su carácter sobrenatural, la Iglesia tiene conciencia de haber entrado en la humanidad como un hecho histórico. Su divino fundador, Jesucristo, es una personalidad histórica. Su vida, su muerte y su resurrección son hechos históricos. Sucede a veces que aquellos mismos que niegan la divinidad de Cristo admiten su resurrección porque está a su entender muy bien atestiguada históricamente; quien quisiera negarla tendría que borrar toda la historia antigua, puesto que ninguno de sus hechos está mejor probado que la resurrección de Cristo. La misión y el desarrollo de la Iglesia son hechos históricos. Aquí en Roma conviene citar a San Pedro y a San Pablo: Pablo pertenece, aun desde el punto de vista puramente histórico, a las figuras más destacadas de la humanidad. En lo que concierne al apóstol Pedro y a su posición en la Iglesia de Cristo, aunque la prueba monumental de su permanencia y muerte en Roma no tiene una esencial importancia para la fe católica, Nos, sin embargo, hemos mandado ejecutar bajo la basílica excavaciones, ya conocidas. Su método ha sido aprobado por la crítica; el resultado descubrimiento de la tumba de San Pedro bajo la cúpula, justamente debajo del actual altar papal— fue admitido por la inmensa mayoría de los críticos, e incluso los escépticos más severos quedaron impresionados por lo que las excavaciones pusieron de relieve. De otra parte, Nos tenemos motivos para creer que las investigaciones y los estudios ulteriores permitirán adquirir aún nuevos y preciosos conocimientos.

10. Los orígenes del cristianismo y de la Iglesia católica son hechos históricos, probados y determinados en el tiempo y en el espacio. De ellos tiene la Iglesia plena conciencia.

11. La Iglesia sabe también que su misión, aunque pertenece por su naturaleza y sus fines propios al campo religioso y moral, situada en el más allá y en la eternidad, penetra plenamente en el corazón de la historia humana. Siempre y en todas partes, adaptándose sin cesar a las circunstancias de lugar y de tiempo, la Iglesia quiere modelar, de acuerdo con la ley de Cristo, a las personas, al individuo y, en cuanto sea posible, a todos los individuos, llegando así a los fundamentos morales de la vida en sociedad. El fin de la Iglesia es el hombre, naturalmente bueno, penetrado, ennoblecido y fortificado por la verdad y la gracia de Cristo.

12. La Iglesia quiere formar hombres «firmes en su inviolable integridad como imágenes de Dios; hombres celosos de su dignidad personal y de su sana libertad; hombres ansiosos de la igualdad con sus semejantes en todo aquello que atañe a lo más íntimo de la dignidad humana; hombres sólidamente adheridos a su tierra y a su tradición». He aquí cuál es el propósito de la Iglesia tal como Nos lo formulamos en nuestra alocución del 20 de febrero de 1946, con ocasión de la imposición del capelo a los nuevos cardenales. Ahora añadimos: en el siglo presente como en el pasado, en que los problemas de la familia, de la sociedad, del Estado, del orden social han adquirido una importancia capital y siempre creciente, la Iglesia no ha perdonado medio para contribuir a la solución de estas cuestiones, y creemos que con cierto éxito. La Iglesia está, sin embargo, persuadida de que no se puede trabajar en esta materia más eficazmente que procurando formar a los hombres de la manera que hemos dicho.

13.Para alcanzar estos fines la Iglesia no actúa solamente como un sistema ideológico. Sin duda se la define también como tal cuando se utiliza la expresión «el catolicismo», que no le es habitual ni plenamente adecuada. La Iglesia es mucho más que un simple sistema ideológico; es una realidad como la naturaleza visible, como el pueblo o el Estado. Es un organismo enteramente vivo con su finalidad y su principio de vida propios. Inmutable en la constitución y en la estructura que su divino Fundador le dio, ha aceptado y acepta los elementos de que tiene necesidad o que considera útiles para su desarrollo y para su acción: hombres e instituciones humanas, inspiraciones filosóficas y culturales, fuerzas políticas e ideas o instituciones sociales, principios y actividades. Así la Iglesia, extendiéndose por el mundo entero, ha experimentado en el curso de los siglos diversos cambios; pero, en su esencia, ha permanecido siempre idéntica a sí misma, porque la multitud de elementos que ha recibido estuvieron desde el principio constantemente sometidos a la misma fe fundamental. La Iglesia podía ser muy vasta, podía también mostrarse inflexiblemente severa. Si se considera el conjunto de su historia, se ve que fue lo uno y lo otro, con un instinto seguro de lo que convenía a los diferentes pueblos y a toda la humanidad. Por ello ha rechazado todos los movimientos demasiado naturalistas, contaminados de algún modo por el espíritu de licencia moral, pero también ha rechazado las tendencias gnósticas, falsamente espiritualistas y puritanas. La historia del derecho canónico, hasta el Código actualmente en vigor, nos da buenas y significativas pruebas de ello. Coged, por ejemplo, la legislación eclesiástica sobre el matrimonio y las recientes declaraciones pontificias sobre los problemas de la sociedad conyugal y de la familia en todos sus aspectos. Encontraréis allí un ejemplo, entre muchos otros, de la manera como la Iglesia piensa y trabaja.

14. En virtud de un principio análogo, la Iglesia interviene regularmente en el campo de la vida pública para garantizar el justo equilibrio entre deber y obligación, de un lado, y derecho y libertad, de otro. La autoridad política no ha dispuesto jamás de un defensor más digno de confianza que la Iglesia católica; porque la Iglesia funda la autoridad y el estado sobre la voluntad del Creador, sobre el mandamiento de Dios. Precisamente porque atribuye a la autoridad pública un valor religioso, la Iglesia se ha opuesto a la arbitrariedad el Estado, a la tiranía bajo todas sus formas. Nuestro predecesor León XIII, en su encíclica Immortale Dei, del día 1 de noviembre de 1885, escribió: «Revera qua res in civitate plurimum ad communem salutem possunt: quae sunt contra licentiam principum populo male consulentium utiliter institutae: quae summam rempublicam vetant in municipalem, vel domesticam rem importunius invadere: quae valent ad decus, ad personam hominis, ad aequabilitatem iuris in singulis civibus conrservandam, earum rerum omnium Ecclesiam catholicam vel inventricem, vel auspicem, vel custodem semper fuisse, superiorum aetatum monumenta testantu» [3].

Cuando León XIII escribía estas palabras, hace setenta años, con la mirada vuelta hacia el pasado, no podía adivinar a qué pruebas le sometería el futuro inmediato. Hoy, Nos creemos poder decir que la Iglesia, durante estos setenta años, se ha mostrado fiel a su pasado y que las afirmaciones de León XIII han sido ampliamente sobrepasadas.

15. Llegamos así a tratar dos problemas que merecen una especialísima atención: las relaciones entre la Iglesia y el Estado, entre la Iglesia y la cultura.

16. En la época precristiana, la autoridad pública, el Estado, era competente tanto en materia profana como en asuntos religiosos. La Iglesia católica tiene conciencia de que su divino Fundador le ha transmitido el dominio de la religión, la dirección religiosa y moral de los hombres en toda su extensión, independientemente del poder del Estado. Desde entonces existe una historia de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y esta historia ha cautivado fuertemente la atención de los investigadores.

17. León XIII ha encerrado, por decirlo así, en una fórmula la naturaleza propia de estas relaciones, de las que nos da una luminosa exposición en sus encíclicas Diuturnum illud (1881), Immortale Dei (1885) y Sapientiae christianae (1890): los dos poderes, la Iglesia y el Estado, son soberanos. Su naturaleza, como el fin que persiguen, fijan los límites dentro de los cuales gobiernan «iure proprio». Como el Estado, posee la iglesia también un derecho soberano sobre todo aquello de que tiene necesidad para alcanzar su fin, incluso sobre los medios materiales. «Quidquid igitur est in rebus humanis quoquo modo sacrum, quidquid ad salutem animorum cultumve Dei pertinet, sive tale illud sit natura sua, sive rursus tale intelligatur propter causam ad quam refertur, id est omne im potestate arbitrioque Ecclesiae»[4]. El Estado y la Iglesia son dos poderes independientes, pero que no por ello deben ignorarse y mucho menos combatirse; es mucho más conforme a la naturaleza y a la voluntad divina que colaboren con una mutua compresión, puesto que su acción se aplica al mismo sujeto, es decir, al ciudadano católico. Sin duda que pueden surgir entre ellos casos de conflicto: cuando las leyes del Estado lesionan el derecho divino, la Iglesia tiene la obligación moral de oponerse.

18. Podrá tal vez decirse que, a excepción de pocos siglos —para todo el primer milenio y para los cuatro últimos siglos— la fórmula de León XIII refleja más o menos explícitamente la conciencia de la Iglesia; además, aun durante el período intermedio no faltaron representantes de la doctrina de la Iglesia, quizá una mayoría, que compartieron la misma opinión.

19. Cuando nuestro predecesor Bonifacio VIII decía, en 30 de abril de 1303, a los enviados del rey germánico Alberto de Habsburgo: «... sicut luna nullum lumen habet, nisi quod recipit a sole, sic nec aliqua terrena potestas aliquid habet, nisi quod recipit ab ecclesiastica potestate... Omnes potestates... sunt a Christo et a nobis tamquam a vicario Iesu Christi» [5], se trataba, quizá, de la formulación más acentuada, de la llamada idea medieval de las relaciones del poder espiritual y del poder temporal; de esta idea, hombres como Bonifacio deducirían las consecuencias lógicas. Mas, incluso para ellos, se trataba aquí ni más ni menos que de la transmisión de la autoridad como tal, no de la designación de su detentador, como el mismo Bonifacio había declarado en el Consistorio de 29 de junio de 1302 [6]. Esta concepción medieval estaba condicionada por la época. Quienes conozcan sus fuentes admitirán probablemente que hubiera sido sin duda más llamativo aún que no hubiese aparecido.

20. Concederán quizá también que al aceptar luchas como las de las Investiduras, la Iglesia defendía ideales altamente espirituales y morales y que, desde los apóstoles hasta nuestros días, sus esfuerzos para permanecer independiente del poder civil han tendido siempre a salvaguardar la libertad de los principios religiosos. Que no se objete, pues, que la Iglesia misma menosprecia las convicciones personales de quienes no piensan como ella. La Iglesia consideraba y considera el abandono voluntario de la verdadera fe como un pecado. Cuando a partir del año 1200, aproximadamente, esta defección entrañó consecuencias penales tanto de parte del poder espiritual como del civil, fue para evitar que se deshiciera la unidad religiosa y eclesiástica de Occidente. Para los no católicos, la Iglesia aplica el principio reproducido en el Código de Derecho canónico: «Ad amplexandam fidem catholicam nemo invitus cogatur [7], y estima que sus convicciones constituyen un motivo, aunque no el principal, de tolerancia. Nos tratamos ya de esta materia en nuestra alocución del 6 de diciembre de 1953 a los juristas católicos de Italia.

21. El historiador no deberá olvidar que, si la Iglesia y el Estado conocieron horas y años de lucha, hubo también, desde Constantino el Grande hasta la época contemporánea, e incluso hasta nuestros días, períodos tranquilos, a menudo prolongados, durante los cuales colaboraron, dentro de una plena comprensión, en la educación de las mismas personas. La Iglesia no disimula que en principio considera esta colaboración como normal y que mira como ideal la unidad del pueblo en la verdadera religión y la unanimidad de acción entre ella y el Estado. Pero sabe también que desde cierto tiempo los acontecimientos evolucionan más bien en otro sentido, es decir, hacia la multiplicidad de confesiones religiosas y de concepciones de vida dentro de la misma comunidad nacional en que los católicos constituyen una minoría más o menos fuerte. Puede ser interesante e incluso sorprendente para el historiador encontrar en los Estados Unidos de América un ejemplo, entre otros, de la forma en que la Iglesia llega a expandirse en medio de las más diversas situaciones.

22. En la historia de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, los concordatos juegan, como sabéis, un papel importante. Lo que pusimos de relieve a este propósito en la alocución antes citada de 6 de diciembre de 1953, vale también de la apreciación histórica que se tiene sobre ellos. En los concordatos, decíamos, busca la Iglesia la seguridad jurídica y la independencia necesaria para su misión, «Es posible — añadíamos— que la Iglesia y el Estado proclamen en un concordato su común convicción religiosa; pero puede suceder también que el concordato tenga por finalidad, entre otras, prevenir querellas en torno a cuestiones de principios y descartar desde el comienzo las posibles ocasiones de conflicto. Cuando la Iglesia ha suscrito un concordato, éste vale en todo su contenido. Pero su sentido profundo puede ser graduado con el mutuo conocimiento de las dos altas partes contratantes; puede significar una aprobación expresa, pero puede indicar también una simple tolerancia, según... (los) principios que sirven de norma para la coexistencia de la Iglesia y de sus fieles con los poderes y los hombres de otra creencia» [8].

23. La Iglesia y la cultura: La Iglesia católica ha ejercido una influencia poderosa, incluso decisiva, sobre el desarrollo cultural de los dos primeros milenios. Pero está bien convencida de que la fuente de esta influencia reside en el elemento espiritual que la caracteriza, en su vida religiosa y moral, hasta el punto de que si este elemento espiritual viniese a debilitarse, su irradiación cultural, por ejemplo, la que despliega en pro del orden y de la paz social, debería también menoscabarse.

24. No pocos historiadores, o más exactamente quizá filósofos de la historia, estiman que el puesto del cristianismo y por tanto de la Iglesia católica —«un acontecimiento tardío»— «ein spätes Ergebnis», como piensa Karl Jaspers [9], está en el mundo occidental. Que la obra de Cristo sea un acontecimiento tardío es una cuestión que no tenemos intención de discutir aquí. En lo esencial está desprovista de interés y, por otra parte, sobre el porvenir de la humanidad no se puede, en definitiva, hacer más que conjeturas. Lo que a Nos importa es que la Iglesia tiene conciencia de haber recibido su misión y su tarea para todos los tiempos futuros y para todos los hombres y, consiguientemente, que no está ligada a ninguna determinada cultura. Ya San Agustín se vio profundamente afectado cuando la conquista de Roma por Alarico sacudió al Imperio con las primeras convulsiones que presagiaban su ruina; pero él no había nunca creído que hubiera de durar eternamente. «Transient quae fecit ipse Deus: quanto citius quod condidit Romulus, dice (en el sermón Audivimus nos exhortantem Dominum nostrum) [10] y en La ciudad de Dios ha distinguido netamente la existencia de la Iglesia del destino del Imperio. Esto era pensar en católico.

25. Lo que se llama Occidente o mundo occidental ha sufrido profundas modificaciones después de la Edad Media: la escisión religiosa del siglo XVI, el racionalismo y el liberalismo que condujo al Estado del siglo XIX a su política de fuerza y a su civilización secularizada. Se hacía, pues, inevitable que las relaciones de la Iglesia católica con el Occidente sufriesen un desplazamiento. Pero la cultura de la misma Edad Media no puede ser caracterizada como la cultura católica; aunque ligada estrechamente a la Iglesia, ha extraído sus elementos de diferentes fuentes. Incluso la unidad religiosa propia de la Edad Media no le es específica; era ya una nota típica de la antigüedad cristiana in el Imperio romano de Oriente y Occidente, de Constantino el Grande a Carlomagno.

26. La Iglesia católica no se identifica con ninguna cultura; su esencia se lo prohíbe. Está presta, sin embargo, a mantener relaciones con todas las culturas. Reconoce y deja subsistir aquello que en ellas no se opone a la naturaleza. Pero en cada una de ellas introduce la verdad y la gracia de Jesucristo y les confiere así una impronta profunda; es mediante ella como contribuye con la mayor eficacia a procurar la paz del mundo.

27. El mundo entero experimenta aún hoy la acción de otro elemento del que se ha dicho que provocará en la historia de la humanidad (en su aspecto profano) subversiones muy considerables: la ciencia y la técnica modernas que Europa, o más bien los países occidentales, han creado durante los últimos siglos; el que no las asimile —se dice— retrocede y será eliminado; quien las asimile, por el contrario, debe afrontar los peligros que aquéllas representen «para el ser humano» (für dar Menschsein)[11]. En efecto, la ciencia y la técnica están en trance de convertirse en bien común de la humanidad. Lo que motiva inquietudes no son solamente los peligros con que amenazan al «ser humano», sino la comprobación de que se manifiestan incapaces de poner dique a la diferenciación espiritual que separa a las razas y a los continentes; este último aspecto, por el contrario, se acrecienta. Si se quiere evitar la catástrofe, será, pues, necesario llevar a cabo al mismo tiempo, sobre un plano superior, grandes realizaciones religiosas y morales y obras de unificación en busca del bien común de la humanidad. La Iglesia católica tiene conciencia de poseer tales fuerzas y estima no estar obligada a ofrecer la prueba histórica de ello. Por lo demás, ante la ciencia y la técnica modernas, la Iglesia no se coloca en la oposición, sino que más bien representa como un contrapeso y un factor de equilibrio. De este modo podrá la Iglesia, en la época en que la ciencia y la técnica triunfan, llenar su tarea al igual que lo hizo en los pasados siglos.

28. Queremos exponeros cómo la Iglesia se mira ella misma como fenómeno histórico, cómo ve su tarea y sus relaciones respecto de otros datos históricos determinados. Magnánimamente nuestro predecesor León XIII abrió a los investigadores los archivos vaticanos. Los historiadores pueden allí contemplar, como en un espejo, la conciencia que la Iglesia tiene de sí misma. Vosotros sabéis que un documento solo puede inducir a error, pero no toda una colección de archivos, si, como la del Vaticano, con su considerable material, que abarca pontificados enteros, decenas de años y de siglos, pone de manifiesto, a través de los innumerables cambios de los acontecimientos, de los hombres y de las situaciones, una forma de pensar y de obrar bien caracterizada, convicciones y principios determinados. De este modo, los archivos vaticanos son un testimonio digno de confianza de la conciencia de la Iglesia católica.

29. Deseando además responder a los deseos de los investigadores, Nos estudiamos actualmente los medios más oportunos de ampliar aún la iniciativa de nuestro predecesor, haciéndoles accesibles los documentos relativos a un periodo ulterior.

30. Cuando abrió al público los archivos vaticanos, León XIII apeló a la regla clásica que el historiador debe observar según la frase de Cicerón: «Primam esse historiae legem, ne quid falsi dicere audeat: deinde ne quid veri non audeat: ne qua suspicio gratiae sit in scribendo, ne qua simultatis»[12]. Vosotros sabéis cuánto se ha discutido sobre el tema «La ciencia debe estar libre de presupuestos». Este tema era, un slogan; como todos los slogans, no carece de ambigüedad y se presta también a confusión. No existe ciencia, al menos ciencia positiva, que prescinda lealmente de presupuestos. Cada una postula, al menos, ciertas leyes del ser y del pensamiento que utiliza para constituirse. ¡Si en lugar de decir «libre de presupuestos» se hubiese dicho «imparcial»! Que la ciencia en su prosecución de la verdad no se deje influir por consideraciones subjetivas. He ahí una proposición sobre la que todos podrían estar de acuerdo.

31. Para que cada uno de vosotros y la ciencia a que os consagráis contribuyan a hacer del pasado histórico una enseñanza para el presente y el porvenir, imploramos de todo corazón sobre vosotros las más abundantes bendiciones divinas.


Notas

* Pío XII, discurso al X Congreso Internacional de Ciencias Históricas, celebrado en Roma el 7 de septiembre de 1955: AAS 47 (1955) 672-682).

[1] Enarratio in PS 109 n. 9: ML 37, 1952.

[2] Epístola 138, 17: ML 33,533

[3] Encíclica Immortale Dei: AL 5 (1886) 142.

[4] Encíclica Immortale Dei: AL 5 (1886) 127-128.

[5] Monumenta Germaniae Historica II sec.4 t. 4 p.1ª. p.139,19-32.

[6] Cf. C. E. Bulaeus, Historia Universitatis parisiensis t.4 (París 1698) p.31-33.

[7] CIC [1917], can. 1351.

[8] AAS 45 (1953) 802.

[9] Karl Jaspers, Vom Ursprung und Ziel der Geschichte (Francfort/U. Hamburgo 1955) p.65.

[10] Sermón 105, 7,10: ML 38,623

[11] Jaspers, o.c., p. 67 y 81.

[12] Cicerón, De oratore 2,15. Cf. León XIII, Enc. Saepenumero considerantes, 18 de agosto de 1883: AL 3 (1884) 286.

 



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana