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CARTA ENCÍCLICA

FIDEI DONUM

DEL SUMO PONTÍFICE

PÍO XII

SOBRE LAS MISIONES, ESPECIALMENTE EN ÁFRICA

 

A los venerables hermanos patriarcas,
primados, arzobispos, obispos y demás ordinarios de lugar,
en paz y comunión con la Sede Apostólica

 

El don de la fe

1. El don de la fe, al cual siguen en las almas por gracia de Dios tan incomparables riquezas, exige que sin cesar mostremos nuestra gratitud al Señor, su divino Autor.

La fe, en efecto, nos introduce en los sacros misterios de la vida divina; nos mantiene en la esperanza de la felicidad eterna y es el sólido fundamento, a través de la vida terrenal, de la unidad en la sociedad cristiana, conforme a lo dicho por el Apóstol: «Unus Dominus, una fides, unum baptisma» (Ef 4, 5). Ella es, por excelencia, el don que hace brotar de nuestros labios el himno del reconocimiento: «Quid retribuam domino pro omnibus quae retribuit mihi?». ¿Qué ofreceremos, pues, al Señor a cambio de este don divino, además del homenaje de la mente, si no es nuestro celo en difundir cada vez más entre los hombres el esplendor de la verdad divina? El espíritu misionero, animado por el fuego de la caridad, es en cierto modo la primera respuesta de nuestra gratitud para con Dios, al comunicar a nuestros hermanos la fe que nosotros hemos recibido.

Considerando por un lado las innumerables legiones de hijos nuestros que, sobre todo en los países de antigua tradición cristiana, participan del bien de la fe, y, por otro, la masa aún mas numerosa de los que todavía esperan el mensaje de la salvación, sentimos el ardiente deseo de exhortaros, venerables hermanos, a que con vuestro celo sostengáis la causa santa de la expansión de la Iglesia en el mundo. ¡Quiera Dios que, como consecuencia de nuestro llamamiento, el espíritu misionero penetre más a fondo en el corazón de todos los sacerdotes y que, a través de su ministerio, inflame a todos los fieles!

Preocupación misionera de la Iglesia

2. No es ciertamente la primera vez, bien lo sabéis, que nuestros predecesores y Nos mismo os hablamos sobre este grave argumento, particularmente apropiado para fomentar el fervor apostólico de los cristianos, que se han vuelto más conscientes de los deberes que exige la fe recibida de Dios[1]. Oriéntese este fervor hacia las regiones descristianizadas de Europa y hacia las vastas regiones de América del Sur, donde sabemos que las necesidades son grandes; póngase al servicio de tantas importantes misiones de Asia y Oceanía, allí sobre todo donde el campo de lucha sea difícil; sostenga fraternalmente a los miles de cristianos, particularmente amados por nuestro corazón, que son honor a la Iglesia porque conocen la bienaventuranza evangélica de los que «sufren persecución por la justicia» (Mt 5, 10); tenga compasión de la miseria espiritual de las innumerables víctimas del ateísmo moderno, de los jóvenes, especialmente, que crecen en la ignorancia y a veces hasta en el odio de Dios. Problemas todos ellos necesarios, apremiantes, que exigen de cada cual un despertar de energía apostólica, suscitador «de inmensas falanges de apóstoles, semejantes a las que conoció la Iglesia en su alborear» [2].

Mas, aun teniendo presentes en nuestro pensamiento y en nuestra oración estos deberes indispensables, aun recomendándolos a vuestro celo, nos ha parecido oportuno orientar hoy vuestras miradas hacia el África, en este , momento en que se abre a la vida del  mundo moderno y atraviesa los años tal vez más graves de su milenario destino.

I. LA SITUACIÓN DE LA IGLESIA EN ÁFRICA

Logros conseguidos

3. La expansión de la Iglesia en África durante los últimos decenios es para los cristianos un motivo de alegría y de orgullo. Conforme al empeño que Nos asumimos, luego de nuestra elevación al Sumo Pontificado, «de no dejar de hacer esfuerzo alguno con el fin de que... la cruz, en la que se encuentran la salvación y la vida, extienda su sombra hasta las más remotas  tierras del mundo» [3], hemos favorecido con todo nuestro poder el progreso del Evangelio en aquel continente. Las circunscripciones eclesiásticas se han multiplicado en él; el número de los católicos ha aumentado considerablemente y continúa aumentando con ritmo rápido. Hemos tenido la alegría de instituir en muchos países la jerarquía eclesiástica y de elevar ya a numerosos sacerdotes africanos a la plenitud del sacerdocio, conforme al «fin último» e la labor misional: «establecer sólida y definitivamente la Iglesia en nuevos  pueblos»[4]. Así es como, dentro de la gran familia católica, las jóvenes iglesias africanas ocupan hoy el lugar que les corresponde, saludadas con fraternal corazón por las diócesis más antiguas que las han precedido en la fe.

Legiones de apóstoles, sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y colaboradores seglares han conseguido tan consoladores resultados gracias a una labor cuyos ocultos sacrificios tan sólo Dios conoce. A todos y cada uno de ellos se dirigen nuestro paternal agradecimiento y nuestra felicitación, allí, como en todas partes, la Iglesia puede sentirse orgullosa de la labor de sus misioneros. Y, sin embargo, la magnitud de la obra realizada no podría hacer olvidar que «la labor que queda por hacer requiere un esfuerzo inmenso e innumerables operarios»[5]. En el momento en que la instauración de la jerarquía podría hacer creer erróneamente que la actividad misionera está ya para terminar, más que nunca la «solicitud de todas las Iglesias» (cf. 2Co 11; 28)del vasto continente africano llena nuestro espíritu de angustia. ¿Cómo, pues, no habría de estremecerse nuestro corazón al considerar, desde esta Sede Apostólica, los graves problemas allí planteados por la extensión y la intensificación de la vida cristiana, cuando comparamos la amplitud y el apremio de los deberes por un lado, y por otro el número ínfimo de operarios apostólicos y su falta de medios? Sufrimiento este que os confiamos a vosotros, venerables hermanos, y nos complace pensar que la prontitud y la generosidad de vuestra respuesta hará que brille de nuevo la esperanza en el corazón de tantos apóstoles generosos.

Dificultades actuales

4. Os son conocidas las condiciones generales dentro de las que se desarrolla en África la labor de la Iglesia; son, en verdad, difíciles. La mayor parte de esos territorios está pasando por una fase de evolución social, económica y política, que está saturada de consecuencias para su porvenir; mas obligado es reconocer que las numerosas incidencias de la vida internacional sobre las situaciones locales no siempre permiten, incluso a los hombres más prudentes, graduar las etapas que serían necesarias para el verdadero bien de aquellos pueblos. La Iglesia, que en el curso de los siglos ha visto nacer y engrandecerse a tantas naciones, no puede dejar de prestar hoy una atención especial a la entrada, por parte de los nuevos pueblos, en las responsabilidades de la libertad política. Ya en muchas ocasiones Nos hemos invitado a las naciones interesadas a que procedan en este camino con espíritu de paz y de comprensión recíproca. «Que una libertad política justa y progresiva no sea negada a estos pueblos (que a ella aspiran), y que no se ponga obstáculo a ella», decíamos a los unos; y aconsejábamos a los otros «reconocer a Europa el mérito de su progreso: sin su influencia, extendida a todos los terrenos, podrían ser arrastrados por un ciego nacionalismo hacia el caos y la esclavitud»[6]. Al renovar ahora esa doble exhortación, formulamos votos para que se continúe en África una obra de colaboración constructiva, libre de prejuicios y susceptibilidades recíprocas, preservada de las seducciones y estrecheces del falso nacionalismo, y capaz de extender a esas poblaciones, ricas en recursos y en su porvenir, los verdaderos valores de la civilización cristiana, que tan buenos frutos han dado ya en otros continentes.

Peligros internos y externos

5. Sabemos, por desgracia, que el materialismo ateo ha difundido en varias regiones de África su virus de división, atizando las pasiones, enfrentando a pueblos y razas unos contra otros, aprovechando auténticas dificultades para seducir los espíritus con fáciles espejismos o para sembrar la rebelión en los corazones. En nuestra solicitud por un auténtico progreso humano y cristiano de las poblaciones africanas, queremos renovar aquí, con respecto a ellas, las graves y solemnes advertencias que en varias ocasiones hemos dirigido a propósito de este punto a los católicos de todo el mundo; felicitamos a sus pastores por haber denunciado firmemente ya, en más de una circunstancia, a sus fieles el peligro a que les exponen los falsos pastores.

Pero mientras los enemigos del nombre de Dios llevan a cabo en ese continente sus esfuerzos insidiosos o violentos, hay que denunciar otros graves obstáculos que se oponen en ciertas regiones a los progresos de la evangelización. Bien conocéis de modo particular la fácil atracción que ejerce sobre gran número de espíritus una concepción religiosa de la vida, que, aun empeñada en profesar el culto de Dio s, arrastra, sin embargo, a sus secuaces por un camino que no es el de Jesucristo, único Salvador de todos los pueblos. Nuestro corazón de Padre está abierto a todos los hombres de buena voluntad; pero, Vicario de Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida, Nos no podemos considerar semejante estado de cosas sin un vivo dolor. Varias, por otro lado, son las causas de ello: a menudo se trata de causas históricas recientes, y no siempre le ha sido ajena la actitud de naciones que, sin embargo, se glorían de su pasado cristiano. Hay, pues, en todo cuanto al porvenir católico de África se refiere, un motivo de serias preocupaciones. ¿Comprenderán específicamente los hijos de la Iglesia la obligación de ayudar más eficazmente y a tiempo a los misioneros del Evangelio para que lleven la nueva de a verdad salvadora a los casi ochenta y cinco millones de africanos de raza negra apegados aún a las creencias paganas?

Llamada especial

6. Este orden de consideraciones resulta aún más grave —en general— por el rápido precipitarse de los acontecimientos. Los obispos y los elementos selectos entre los católicos de África tienen plena conciencia de ello. En un momento en que se buscan nuevas estructuras, en tanto que algunos pueblos corren el riesgo de entregarse a las más falaces seducciones de una civilización técnica, la Iglesia tiene el deber de ofrecerles, en la medida más grande posible, las sustanciales riquezas de su doctrina y de su vida, mantenedoras de un orden social cristiano. Cualquier retraso entrañaría peligrosas consecuencias. Los africanos, que en pocos decenios están recorriendo las etapas de una evolución que el Occidente ha realizado a lo largo de varios siglos, se sienten más fácilmente arrastrados y seducidos por la enseñanza científica y técnica que se les da, así como por las influencias materialistas a que se ven sometidos. Por este motivo pueden producirse, en unos lugares u otros, situaciones difícilmente reparables, que lleven consigo el dañar necesariamente la penetración del catolicismo en las almas y en las sociedades. Es preciso, ya desde ahora, dar a los pastores de almas las posibilidades de acción proporcionadas a la importancia y a las crecientes exigencias de la actual coyuntura.

Nuevas posibilidades de acción

7. Ahora bien: salvo raras excepciones, estas posibilidades de acción misionera son aún inferiores sin parangón a la labor que es preciso realizar; y aun cuando semejante penuria, por desgracia, no es sólo de África, allí se siente vivamente, sin embargo, debido a las circunstancias. No será inútil, venerables hermanos, daros sobre este punta algunas indicaciones particulares.

En las nuevas misiones, por ejemplo en algunas de las fundadas tan sólo hace una decena de años, no puede esperarse, hasta que no pase mucho tiempo, una notable ayuda del clero local; y los demasiado pocos misioneros, desparramados por inmensos territorios, donde trabajan además otras confesiones no católicas, ya no pueden atender a todas las peticiones. Se encuentran a veces cuarenta sacerdotes, en alguna zona, para casi un millón de almas, entre las cuales solamente veinticinco mil convertidos; y en otro lugar, hay cincuenta sacerdotes para una población de dos millones de habitantes, cuando ya los sesenta mil fieles bastarían por sí solos para absorber el tiempo de los misioneros. Leyendo estas cifras, un corazón cristiano no puede permanecer insensible. Veinte sacerdotes más en una región determinada permitirían hoy implantar en ella la cruz, mientras que el día de mañana, esa misma tierra, trabajada por otros operarios que no son los del Señor, se habrá vuelto impermeable, tal vez, a la verdadera fe. Por lo demás, no basta anunciar el Evangelio: en la crisis social y política que África está pasando, preciso es formar muy pronto un grupo selecto de cristianos en medio de un pueblo aún neófito; pero ¿en qué proporción habrá de multiplicarse el número de misioneros para permitirles llevar a cabo esta obra de formación personal de las conciencias? A semejante escasez de hombres se añade, además, casi siempre una falta de medios que a veces raya en la miseria. ¿Quién dará a estas nuevas misiones, situadas por lo general en regiones pobres, pero importantes para lo futuro de la evangelización, la generosa ayuda, de la que tienen necesidad tan apremiante? El misionero sufre al verse de tal manera privado de medios frente a semejantes deberes: no pide ser admirado, pero si espera ser ayudado a fundar la Iglesia allí donde el hacerlo es aún posible.

Continuar lo comenzado

8. En las misiones más antiguas, en donde la proporción ya considerable de católicos y su fervor son para nuestro corazón motivo de alegría, las condiciones del apostolado, aunque diversas, no causan menos preocupación. También allí la falta de sacerdotes se deja sentir duramente. Aquellas diócesis o vicariatos apostólicos tienen que desarrollar, en efecto, sin tardanza, las obras indispensables para la expansión e irradiación del catolicismo: es necesario fundar colegios y difundir la enseñanza cristiana en sus diversos grados; hay que dar vida a organismos de acción social que animen la labor de los grupos selectos de cristianos que sirven a la sociedad civil; es preciso multiplicar la prensa católica en todas sus formas y preocuparse por las técnicas modernas de difusión y cultura, pues conocida es la importancia, en nuestros días, de una opinión pública formada e iluminada; es preciso, sobre todo, dar un desarrollo creciente a la Acción Católica y satisfacer las necesidades religiosas y culturales de una generación que, privada de alimento indispensable, se encontraría expuesta al peligro de ir a buscar fuera de la Iglesia su alimento. Pues bien: para hacer frente a todas estas diversas finalidades, los pastores de almas tienen necesidad no sólo de medios más abundantes, sino también, y ante todo, de colaboradores preparados para estos ministerios más especializados y, por lo tanto, más difíciles. Tales apóstoles no pueden improvisarse; a menudo faltan, y, sin embargo, el problema es apremiante, si no se quiere perder la confianza de grupos selectos que están surgiendo. Queremos expresar aquí toda nuestra gratitud a las Congregaciones religiosas, los sacerdotes y a los militantes seglares, los cuales, conscientes de la gravedad de la hora, han acudido, incluso espontáneamente, a esas necesidades. Iniciativas de este género han dado fruto ya, y, unidas a la abnegación de todos, hacen concebir grandes esperanzas; mas nuestro deber es proclamar que en este campo queda por hacer todavía una labor inmensa.

Necesidad de más misioneros

9. Y aun el progreso mismo de la misiones plantea a la Iglesia, en algunos territorios, una nueva dificultad. En efecto, el éxito de la evangelización exige un proporcionado aumento del número de apóstoles si no quiere ponerse en peligro tan magnífico desarrollo. Pues bien: las Congregaciones misioneras se ven solicitadas de todas partes y la insuficiencia de vocaciones no les permite atender tantas peticiones simultáneas. Sabed, venerables hermanos, que el número de sacerdotes, en comparación con el de fieles, se encuentra en disminución en África. El clero africano aumenta, indudablemente; pero tan sólo dentro de muchos años podrá, en las propias diócesis, tomar completamente en sus manos el gobierno de las mismas, aunque con la ayuda de los misioneros que les llevaron la fe. Esas jóvenes cristiandades del África no pueden en el presente, con sus recursos actuales, desempeñar su unción en el momento decisivo por el que atraviesan. ¿Servirán las dificultades de semejante situación para recordar su deber misional a tantos de nuestros hijos que no agradecen lo suficientemente a Dios el don de la fe recibido en su familia cristiana y los medios de salvación que se les han puesto al alance de su mano?

II. EL CONCURSO DE TODA LA IGLESIA

Tarea de todos

10. Venerables hermanos, estas condiciones de apostolado, que hemos descrito a grandes rasgos, demuestran claramente que en África ya no se trata de uno de esos problemas restringidos y locales que pueden resolverse cómodamente poco a poco e independientemente de la vida general del mundo cristiano. Si en otros tiempos «la vida de la Iglesia, en su aspecto visible, se desarrollaba preferentemente en los países de la vieja Europa, desde donde se difundía... a lo que podía llamarse la periferia del mundo, hoy aparece, por lo contrario, como un intercambio de vida y energías entre todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo en la tierra» [7]. Las repercusiones de la situación católica en África rebasan con mucho las fronteras de ese continente, y es necesario que de toda la Iglesia, bajo el impulso de esta Sede Apostólica, venga la respuesta fraternal a tantas necesidades.

Corresponsabilidad de los obispos

11. Con toda razón, pues, en una hora importante para la expansión de la Iglesia, Nos nos dirigimos a vosotros, venerables hermanos, «Pues así como en nuestro organismo mortal, cuando un miembro sufre todos los otros sufren también con él (1Co 12, 26), y los sanos prestan socorro a los enfermos, así también en la Iglesia los diversos miembros no viven únicamente para sí mismos, sino que ayudan también a los demás, y se ayudan unos a otros, ya para mutuo alivio, ya también para edificación cada vez mayor de todo el cuerpo»[8]. Pues bien, ¿no son los obispos, en verdad, «los principales miembros de la Iglesia universal, como quienes están ligados por un vínculo especialísimo con la Cabeza divina de todo el Cuerpo, y por ello con razón son llamados partes principales de los miembros del Señor»?[9] ¿Acaso no debe decirse de ellos más que de ningún otro que Cristo, Cabeza del Cuerpo místico, «también necesita de sus miembros: en primer lugar, porque la persona de Cristo es representada por el Sumo Pontífice, el cual, para no sucumbir bajo la carga de su oficio pastoral, tiene que llamar a participar de sus cuidados a otros muchos»?[10]

Unidos con más estrecho lazo tanto a Cristo como a su Vicario, estaréis dispuestos, venerables hermanos, a tomar, con espíritu de viva caridad, vuestra parte en esta solicitud de todas las Iglesias que sobre nuestras espaldas pesa (cf. 2Co 11, 28). Estimulados por la caridad de Cristo (cf. 2Co 5, 4), os mostraréis contentos de sentir a fondo con Nos el imperioso deber de propagar el Evangelio y de fundar la Iglesia en todo el mundo; y os alegraréis de haber difundido largamente, entre vuestro clero y vuestro pueblo, un espíritu de oración y de ayuda recíproca, según la medida del Corazón de Cristo. «Si quieres amar a Cristo —decía San Agustín—, propaga la caridad por toda la tierra, porque los miembros de Cristo se encuentran doquier por todo el mundo»[11].

No cabe duda alguna de que tan sólo al apóstol Pedro y a sus sucesores, los Romanos Pontífices, ha confiado Jesús la totalidad de su grey: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn 21, 16-17); mas si todo obispo es propio solamente de la porción de grey confiada a sus cuidados, su caridad de legítimo sucesor de los apóstoles por institución divina y en virtud del oficio recibido, le hace solidariamente responsable de la misión apostólica de la Iglesia, conforme a la palabra de Cristo a sus apóstoles: «Como me envió el Padre, así también yo os envío» (Jn 20, 21). Esta misión, que tiene que abarcar a todas las naciones y a todos los tiempos (Mt 28, 19-20), no cesó con la muerte de los apóstoles: continúa en la persona de todos los obispos en comunión con el Vicario de Jesucristo. En ellos, que son por excelencia los enviados, los misioneros del Señor, reside en su plenitud «la dignidad del apostolado, que es la principal en la Iglesia», según afirma Santo Tomás de Aquino[12]. Desde su corazón, este fuego apostólico llevado por Jesús a la tierra habrá de comunicarse al corazón de todos nuestros hijos y resucitar en ellos un nuevo ardor para la acción misionera de la Iglesia en el mundo.

Catolicidad y universalismo

12. Además, este interés por las necesidades universales de la Iglesia demuestra verdaderamente en forma viva y verdadera la catolicidad de la Iglesia: «El espíritu misional y el espíritu católico, decíamos hace ya algún tiempo, son una misma cosa. La catolicidad es una nota esencial de la verdadera Iglesia: hasta tal punto que un cristiano no es verdaderamente afecto y devoto a la Iglesia si no se siente igualmente apegado y devoto de su universalidad, deseando que eche raíces y florezca en todos los lugares de la tierra»[13]. Nada, pues, es más extraño a la Iglesia de Jesucristo que la división; nada es más nocivo para su vida que el aislamiento, que el concentrarse en sí misma, que todas las formas de egoísmo colectivo que inducen a una comunidad cristiana, cualquiera que sea, a encerrarse en sí misma. «Madre de todas las naciones y de todos los pueblos, no menos que de todos y cada uno de los hombres, la Iglesia, Sancta Mater Ecclesia, no es ni puede ser extranjera en ningún lugar; ella vive, o al menos por su naturaleza debe vivir, en todos los pueblos»[14].Inversamente, podríamos decir que nada de lo que afecta a la Iglesia nuestra Madre es o puede ser ajeno a un cristiano; del mismo modo que su fe es la fe de toda la Iglesia, su vida sobrenatural es la vida de toda la Iglesia, así también las alegrías y angustias de la Iglesia habrán de ser sus alegrías y sus angustias; las perspectivas universales de la Iglesia serán las perspectivas normales de su vida cristiana; y espontáneamente, entonces, los llamamientos de los Romanos Pontífices para las grandes misiones apostólicas en el mundo tendrán eco en su corazón, plenamente católico, como los llamamientos más estimados, más graves y más apremiantes.

III. TRIPLE DEBER MISIONERO

Oración y sacrificio

13. Misionera desde su origen, la santa Iglesia no ha cesado, para realizar la obra en la que no podía fallar, de dirigir a sus hijos una triple invitación: a la oración, a la generosidad y, para algunos, a la entrega de sí mismos. Hoy, de nuevo, las misiones, sobre todo las de África, esperan del mundo católico esta triple asistencia.

Por lo tanto, venerables hermanos, Nos deseamos, en primer lugar, que por esta intención se rece más y con un mayor fervor. Vuestro deber es sostener, entre vuestros sacerdotes y fieles, una súplica instante e intensa en pro de tan santa causa; alimentar esa oración con una adecuada enseñanza y con constantes informaciones sobre la vida de la Iglesia; estimularla, en fin, en determinados períodos del año litúrgico, más adecuados para recordar el deber misional de los cristianos: pensamos, sobre todo, en el período del Adviento, que es el de la espera de la humanidad y de los caminos providenciales de preparación para la salvación; en la festividad de la Epifanía, que manifiesta cómo esta salvación ya ha llegado al mundo, y en la de Pentecostés, que celebra la fundación de la Iglesia gracias al soplo del Espíritu Santo.

Pero la forma más excelente de la oración, ¿no es acaso la que Cristo, Sumo Sacerdote, dirige diariamente, Él mismo, al Padre en los altares, en los que se renueva su sacrificio redentor? Durante estos años, tal vez decisivos para el porvenir del catolicismo en muchos países, multipliquemos las misas celebradas por las intenciones de las misiones; son las intenciones mismas de Nuestro Señor, que ama a su Iglesia y que la quisiera ver extendida y floreciente por los lugares todos de la tierra. Sin discutir en modo alguno la legitimidad de las peticiones particulares de los fieles, conviene recordarles las intenciones primordiales ligadas indisolublemente al acto mismo del sacrificio eucarístico y que, por lo demás, están inscritas en el Canon de la misa latina: In primis... pro Ecclesia tua sancta catholica, quam pacificare, custodire, adunare et regere digneris toto orbe terrarum. Estas perspectivas más elevadas serán mejor comprendidas, por otra parte, si se tiene presente en el espíritu, según la enseñanza de nuestra encíclica Mediator Dei, que toda misa celebrada es esencialmente una acción de la Iglesia, ya que «el ministro del altar representa en ella a la persona de nuestro Señor Jesucristo, que es cabeza de todos los miembros por los cuales se ofrece»[15]; es, por lo tanto, la Iglesia toda la que, por medio de Cristo, presenta al Padre la ofrenda santa pro totius mundi salute. ¿Cómo, pues, no habría de elevarse la oración de los fieles, en unión con el Papa, los obispos y toda la Iglesia, a fin de implorar de Dios una nueva efusión del Espíritu Santo, gracias a la cual profusis gaudiis, totus in orbe terrarum mundos exsultat? (Praef. Pentec.) Orad, pues, venerables hermanos y amados hijos: orad más y más, y sin cesar. No dejéis de llevar vuestro pensamiento y vuestra preocupación hacia las inmensas necesidades espirituales de tantos pueblos todavía tan alejados de la verdadera fe, o bien tan privados de socorros para perseverar en ella. Dirigíos al Padre celestial y, con Jesús, repetid la oración, que fue la de los primeros apóstoles y continúa siendo la de los operarios apostólicos de todos los tiempos: Sanctificetur nomen tuum, adveniat regnum tuum, fiat voluntas tua sicut in caelo et in terra! Por honor de Dios y por el esplendor de su gloria, queremos que su reino de justicia, de amor y de paz se establezca alguna vez en todo lugar. Si este celo por la gloria de Dios va unido a una ardiente caridad hacia los propios hermanos, ¿no es acaso por excelencia el celo misional? Así se ayuda a los apóstoles, que son, ante todo, los heraldos de Dios.

Cooperación económica

14. Pero ¿sería sincera una oración por la Iglesia misionera si no fuera acompañada, en la medida de las propias posibilidades, por obras de generosidad? Nos conocemos ciertamente más que nadie la inagotable caridad de nuestros hijos; Nos, que de ella recibimos incesantemente conmovedoras y múltiples pruebas. Nos sabemos que gracias a su generosidad han podido ser una realidad los maravillosos progresos de la evangelización desde los comienzos de este siglo. Nos deseamos dar las gracias aquí a nuestros amados hijos y amadas hijas que se dedican al servicio de las misiones por una caridad activa e ingeniosa. Queremos rendir homenaje especial, además, a los que en las Pontificias Obras Misioneras se consagran a la labor —a veces ingrata, pero ¡cuán noble!— de extender la mano en nombre de la Iglesia en favor de las jóvenes cristiandades, su orgullo y su esperanza. De todo corazón les felicitamos y expresamos también nuestra gratitud a todos los miembros de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, los cuales, bajo la dirección de nuestro dilecto hijo el cardenal prefecto, desempeñan la importante función de servir al progreso de la Iglesia en vastos continentes.

Nuestro oficio apostólico nos impone, sin embargo, un deber, venerables hermanos: el de deciros que estos dones, recibidos con tanta gratitud, están muy lejos, desgraciadamente, de bastar a las crecientes necesidades del apostolado misionero. Recibirnos continuamente angustiosos llamamientos de pastores, que ven el bien que hay que hacer, el mal que hay que eliminar con urgencia, el edificio que es necesario construir, la obra que hay que fundar; grande es nuestro sufrimiento por no poder dar a esas peticiones tan legítimas más que una respuesta parcial e insuficiente. Esto acontece, por ejemplo con la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol: los subsidios que concede a los seminarios de los países de misión son considerables, pero las vocaciones son, gracias a Dios, cada año más numerosas y requerirían fondos aún más importantes. ¿Será, pues, necesario limitar estas providenciales vocaciones en la medida de las cantidades de que se dispone? ¿Se habrán de cerrar, por falta de dinero, las puertas del seminario a jóvenes generosos y de óptimas esperanzas, como se nos ha dicho que ha ocurrido en algunos casos? No; no queremos creer que el mundo cristiano, puesto ante sus responsabilidades, no haya de ser capaz del esfuerzo excepcional que se le exige para enfrentarse con tales necesidades.

No ignoramos la dureza de los tiempos actuales y las dificultades de las diócesis antiguas de Europa y de América. Pero, si se citaran cifras, se vería en seguida cómo la pobreza de los unos es relativo bienestar frente a la miseria de los otros. Vano parangón, de otra parte, puesto que se trata no tanto de formar presupuestos cuanto de exhortar a todos los fieles, según ya lo hemos hecho en otra circunstancia solemne, a que «acogiéndose de buen grado a las banderas de la cristiana mortificación y en su afán de la propia abnegación, vayan aún más allá de lo que prescriben las leyes morales, cada cual según sus propias fuerzas, según los movimientos de la gracia divina, según lo conlleve su estado y su vocación... Lo que a la vanidad se sustrajere, añadíamos, se dará a la caridad, se dará con misericordia a la Iglesia y a los pobres»[16]. Con el dinero que el cristiano gasta a veces en gustos pasajeros, ¡cuánto no haría aquel misionero, paralizado en su apostolado por falta de medios! Interróguese sobre este punto cada uno de los fieles, cada familia, cada comunidad cristiana. Recordando la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, «que de rico se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (2Co 8, 9), dad de lo que os sobrare, y a veces hasta dad de lo que necesitareis. De vuestra liberalidad depende el desarrollo del apostolado misionero. La faz del mundo podría ser plenamente renovada con una victoria de la caridad.

Vocaciones misioneras para África

15. La Iglesia en África, como en los demás territorios de misión, está falta de apóstoles. Por lo tanto, de nuevo nos dirigimos a vosotros, venerables hermanos, para pediros que por todos los medios posibles favorezcáis todo cuanto se refiere a las vocaciones misioneras: sacerdotes, religiosos y religiosas.

Os corresponde a vosotros, en primer lugar, fomentar entre vuestros fieles, según decíamos hace poco, una condición de espíritu, una generosidad de alma que les haga más sensibles a las preocupaciones universales ele la Iglesia y más dispuestos a comprender la antigua llamada del Señor, cuyo eco resuena de edad en edad: «Abandona tu pueblo, tu familia y la casa de tu padre y ve al lugar que yo te indicaré» (Gén 12, 1). Una generación formada en estos ideales verdaderamente católicos, tanto en la familia corno en la escuela, en la parroquia, en la acción católica y en las obras de piedad, una tal generación dará ciertamente a la Iglesia los apóstoles, cuya necesidad siente ella, para anunciar el Evangelio a todos los pueblos. Este soplo misionero, además, al animar el conjunto de vuestras diócesis, será para vosotros una prenda de renovación espiritual. Una comunidad cristiana que entrega sus hijos y sus hijas a la Iglesia no puede morir. Y si es verdad que la vida sobrenatural es una vida de caridad y que se acrecienta con la entrega de sí mismo, bien puede afirmarse que la vitalidad católica de una nación si mide por los sacrificios de que es capaz por la causa de las misiones.

Mas no basta formar una atmósfera favorable a esta causa; necesario es hacer más. Gracias a Dios, existen numerosas diócesis tan generosamente provistas de sacerdotes que se permiten sin correr por ello peligro alguno, el sacrificio de algunas vocaciones. A ellas, sobre todo, nos dirigimos con paternal insistencia: «Dad en proporción a vuestros medios» (cf. Lc 11, 41), pero Nos pensamos también en aquellos de entre nuestros hermanos en el episcopado qué se sienten angustiados por una dolorosa escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas y que ya no pueden hacer frente a las necesidades espirituales de sus ovejuelas. Hacemos nuestros sus sufrimientos de pastores, y de buen grado les diremos como San Pablo a los de Corinto: «No se trata, para socorrer a los demás, de reduciros a la escasez, sino de aplicar el principio de igualdad» (2Co 2, 13). Que estas diócesis tan probadas no se hagan sordas, sin embargo, al llamamiento de las misiones lejanas. El óbolo de la viuda fue citado como ejemplo por nuestro Señor, y la generosidad de una diócesis pobre para con otra diócesis más pobre no podría empobrecerlo: Dios no se deja ganar en generosidad.

Las Obras Misionales Pontificias

16. Para resolver eficazmente los complejos problemas de las vocaciones misioneras no pueden bastar, sin embargo, los esfuerzos aislados. Recordad, pues, venerables hermanos, estos problemas en vuestras reuniones y en el cuadro de las organizaciones nacionales, allí donde existan: será más fácil, en esta escala, poner en juego los medios más apropiados para el despertar de las vocaciones misioneras, y al mismo tiempo soportaréis más fácilmente las responsabilidades que os hacen solidarios en el servicio de los intereses generales de la Iglesia. Apoyad con generosidad en vuestras diócesis a la Unión Misional del Clero, tan frecuentemente recomendada por nuestros predecesores y por Nos mismo. La acabamos de elevar a la dignidad de Obra Pontificia, de suerte que nadie pueda poner en duda la estima que por ella sentimos y la importancia que Nos concedemos a su desarrollo. Establézcase, en fin, en todas partes una estrecha coordinación de esfuerzos, condición indispensable para el éxito, entre los pastores de almas y los que trabajan más inmediatamente por las Misiones; pensamos, sobre todo, en los presidentes nacionales de las Obras Pontificias Misionales, cuya labor facilitaréis sosteniendo con vuestra autoridad y con vuestro celo los Consejos diocesanos de esas mismas Obras; y también en los superiores de las tan beneméritas Congregaciones, a las que la Santa Sede no deja de hacer llamamientos para responder a las necesidades más urgentes de las Misiones, pero que no pueden aumentar el número de las vocaciones sin la benévola comprensión de los ordinarios locales. Estudiad de común acuerdo el mejor modo de conciliar los intereses reales de los unos y de los otros; si a veces estos intereses parecen divergir de momento, ¿no será tal vez porque se deja de considerarlos con fe suficiente dentro de la visión sobrenatural de la unidad y de la catolicidad de la Iglesia?

Iniciativas especiales

17. Con el mismo espíritu de colaboración fraternal y desinteresada cuidaréis, venerables hermanos, de ser solícitos en la asistencia espiritual de los jóvenes africanos y asiáticos, a los que la continuación de sus estudios llevare a residir temporalmente en vuestras diócesis. Privados de los cuadros sociales naturales de su país de origen, a menudo se encuentran, y por varios motivos, sin contacto suficiente con los centros de vida católica de las naciones que les acogen. Por ello su vida cristiana puede peligrar, porque los verdaderos valores de la nueva civilización que descubren les resultan aún ocultos, en tanto que influencias materializantes les agitan a fondo, y asociaciones ateas se esfuerzan por conquistar su confianza. Por lo tanto, correspondiendo a las preocupaciones de los obispos de las Misiones, no vacilaréis en destinar para este apostolado a algún sacerdote experimentado y celoso de vuestras diócesis.

Otra forma de recíproca ayuda, ciertamente más incómoda, ha sido adoptada por algunos obispos, que autorizan a algunos de sus sacerdotes, aun a costa de sacrificios, a partir para ponerse, durante un tiempo limitado, al servicio de los ordinarios de África. De esta manera prestan un incomparable servicio, tanto para asegurar la introducción prudente y discreta de formas nuevas y más especializadas del ministerio sacerdotal, como para sustituir al clero de dichas diócesis en las exigencias de la enseñanza, eclesiástica y profana, a las que aquél no puede hacer frente. Con gusto alentamos semejantes iniciativas generosas y oportunas; preparadas y realizadas con prudencia, pueden llevar una solución preciosa en un tiempo difícil, pero lleno de esperanza, del catolicismo africano.

Misioneros seglares

18. Finalmente, la ayuda a las diócesis misioneras asume actualmente una forma que es grata a nuestro corazón y que quisiéramos poner de relieve, antes de terminar: Es la cooperación eficaz que militantes seglares, que actúan ordinariamente dentro de los cuadros de los movimientos católicos nacionales o internacionales, aceptan realizar un servicio de las jóvenes cristiandades. Su trabajo exige abnegación, modestia y prudencia; pero ¡cuán preciosa es la ayuda prestada de ese modo a esas diócesis que han de enfrentarse con tareas apostólicas nuevas y apremiantes! Con sumisión plena al obispo del lugar, responsable del apostolado, y en perfecta colaboración, de otra parte, con los católicos africanos, que comprenden el beneficio de semejantes ayuda fraternal, estos militantes seglares ofrecen a diócesis recientes el beneficio de una larga experiencia de la acción católica y de la acción social, así como de todas las demás formas de apostolado especializado. Facilitan, además, y no es éste el menor beneficio, un rápido encuadramiento de las organizaciones locales en la vasta red de instituciones católicas internacionales. De todo corazón Nos les felicitamos por su celo al servicio de la Iglesia.

CONCLUSIÓN

19. Al dirigiros este grave y apremiante llamamiento en favor de las Misiones de África, nuestro pensamiento —lo habréis ya comprendido perfectamente, venerables hermanos— no se ha apartado en modo alguno de todos aquellos hijos nuestros que se consagran al progreso de la Iglesia en otros continentes. Todos nos son igualmente amados, sobre todo los que más sufren en las Misiones del Extreme Oriente. Pues si peculiares circunstancias de África han sido la causa de esta carta encíclica, no queremos terminarla sin dirigir una vez más nuestra mirada hacia el conjunto de las Misiones católicas.

A vosotros, venerables hermanos, pastores responsables de las tierras recién evangelizadas, que plantáis la Iglesia o la consolidáis a costa de tantos trabajos, quisiéramos que nuestra carta os llevara no solamente el testimonio da nuestra paternal solicitud, sino también la seguridad de que toda la comunidad cristiana, advertida de nuevo sobre la amplitud y dificultades de vuestra misión, se encuentra más que nunca a vuestro lado para sosteneros con sus oraciones, sus sacrificios y el envío de sus mejores hijos. ¡Qué importa la distancia material que os separa del Centro de la cristiandad! En la Iglesia, ¿no son acaso los más valientes y los más expuestos de sus hijos los que se hallan más vecinos a su corazón? A vosotros, una vez más, misioneros, sacerdotes del clero local, religiosos y religiosas, seminaristas, catequistas militantes seglares, a todos vosotros, apóstoles de Jesucristo, en cualquier lugar remoto e ignorado donde os encontréis, Nos renovamos la expresión de nuestra gratitud y de nuestra esperanza; perseverad con confianza en la obra emprendida, orgullosos de seguir a la Iglesia, atentos a su voz, cada vez más penetrados de su espíritu, unidos por los vínculos de una caridad fraternal. ¡Que fuente de consuelo para vosotros, amarlos hijos, y qué seguridad de victoria, el pensar que la oscura y pacífica lucha que libráis al servicio de la Iglesia no es solamente vuestra, y ni siquiera de vuestra generación o de vuestro pueblo: es, en verdad, la lucha perenne de toda la Iglesia, en la que todos sus hijos han de sentir el deber de tomar parte más activamente, pues que son deudores, a Dios y a sus hermanos, del don de la fe recibido en el bautismo!

«Predicar el Evangelio no es para mí un título de gloria —decía el Apóstol de las Gentes—, es una necesidad que me incumbe. ¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!» (1Co 9, 16). Estas enérgicas palabras, ¿cómo Nos, Vicario de Jesucristo, no habremos de aplicarlas a Nos mismo, que, por nuestro oficio apostólico hemos sido establecido en «calidad de heraldo y de apóstol... con la misión de enseñar a las naciones paganas la fe y la verdad?» (1Tim 2, 7). Invocando, pues, sobre las misiones católicas el doble patrocinio de San Francisco Javier y de Santa Teresita del Niño Jesús, la protección de todos los santos mártires y, sobre todo, la poderosa y maternal intercesión de María, Reina de los Apóstoles, dirigimos nuevamente a la Iglesia la imperiosa y victoriosa invitación de su Divino Fundador: «Duc in altum!» (Lc 5, 4)

Con la confianza de que todos los católicos responderán a nuestro llamamiento con generosidad tan ardiente que, por la gracia de Dios, las Misiones puedan por fin llevar hasta los confines de la tierra la luz del cristianismo y el progreso de la civilización, impartimos de todo corazón, cual prenda de nuestra paternal benevolencia y de los favores celestiales, a vosotros, venerables hermanos, a vuestros fieles, a todos y a cada uno de los heraldos del Evangelio, por Nos tan amados, nuestra bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro en la festividad de la Resurrección de Nuestro Señor, 21 de abril de 1957, año decimonono de nuestro pontificado.

 

PÍO PP XII


Notas

[1] Cf.  Benedicto XV, Carta apostólica Maximum illud: ASS 11 (1919) 440ss; Pío XII, Hom. Accipietis virtutem: ASS 14 (1922) 344ss; Pío XI, Encíclica Rerum Ecclesiae: ASS 18 (1926) 65ss; Pío XII, Enc. Evangelii praecones: ASS 43 (1951) 497ss

[2] AAS 44 (1952) 370.

[3] Aloc. 1 de mayo de 1939, Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santità Pio XII,  I, p. 87.

[4] Encíclica Evangelii praecones: ASS 43 (1951) 507.

[5] Ibíd., 505.

[6] AAS 48 (1956) 40.

[7] AAS 38 (1946) 20

[8] Encíclica Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 200.

[9] Ibíd., 211

[10] Ibíd., 213

[11] San Agustín, In Ep. Ioannis ad Parthos 10, 8: PL 35, 2060

[12] Expos. in Ep. ad Rom., 1, 1 (ed. Parmae, 1862, 13, 4).

[13] Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santità Pio XII, VIII, p. 328

[14] AAS 38 (1946) 18.

[15] AAS 39 (1947) 556.

[16] AAS 42 (1950) 787.



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