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HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA MISA CON SUS EXALUMNOS


Castelgandolfo
Domingo 2 de septiembre de 2012

 

Queridos hermanos y hermanas:

Siguen resonando profundamente en mí las palabras con las que, hace tres años, el cardenal Schönborn nos hizo la exégesis de este Evangelio: la misteriosa correlación de lo interior con lo exterior; y lo que hace impuro al hombre, lo que lo contamina, y lo que es puro. Por eso, hoy no quiero hacer yo también la exégesis de este mismo Evangelio, o la haré sólo marginalmente. En cambio, comentaré brevemente las dos lecturas.

En el Deuteronomio vemos la «alegría de la ley»: ley no como atadura, como algo que nos quita la libertad, sino como regalo y don. Cuando los demás pueblos miren a este gran pueblo —así dice la lectura, así dice Moisés—, entonces dirán: ¡Qué pueblo tan sabio! Admirarán la sabiduría de este pueblo, la equidad de la ley y la cercanía del Dios que está a su lado y que le responde cuando lo llama. Esta es la alegría humilde de Israel: recibir un don de Dios. Esto es muy distinto del triunfalismo, del orgullo de lo que viene de sí mismos: Israel no se siente orgulloso de su propia ley como podía estarlo Roma del derecho romano como don a la humanidad; ni como Francia, tal vez orgullosa del «Código Napoleón»; ni como Prusia, orgullosa del «Preußisches Landrecht», etc., obras del derecho que reconocemos.

Israel sabe bien que su ley no la ha hecho él mismo; no es fruto de su genialidad, sino que es don. Dios le ha mostrado qué es el derecho. Dios le ha dado sabiduría. La ley es sabiduría. Sabiduría es el arte de ser hombres, el arte de poder vivir bien y de poder morir bien. Y sólo se puede vivir y morir bien cuando se ha recibido la verdad y cuando la verdad nos indica el camino. Estar agradecidos por el don que no hemos inventado nosotros, sino que nos ha sido dado, y vivir en la sabiduría; aprender, gracias al don de Dios, a ser hombres de un modo recto.

El Evangelio, sin embargo, nos muestra que existe también un peligro, como también se dice directamente al inicio del pasaje de hoy del Deuteronomio: «no añadir ni quitar nada». Nos enseña que, con el paso del tiempo, al don de Dios se fueron añadiendo aplicaciones, obras, costumbres humanas que, al crecer, ocultan lo que es propio de la sabiduría regalada por Dios, hasta el punto de convertirse en auténtica atadura, que es preciso romper, o de llevar a la presunción: nosotros lo hemos inventado.

Pasemos ahora a nosotros, a la Iglesia. De hecho, según nuestra fe, la Iglesia es el Israel que ha llegado a ser universal, en el que todos, a través del Señor, llegan a ser hijos de Abraham; el Israel que ha llegado a ser universal, en el que persiste el núcleo esencial de la ley, sin las contingencias del tiempo y del pueblo. Este núcleo es sencillamente Cristo mismo, el amor de Dios a nosotros y nuestro amor a él y a los hombres. Él es la Tora viviente, es el don de Dios para nosotros, en el que ahora todos recibimos la sabiduría de Dios. Estando unidos a Cristo, caminando con él, viviendo con él, aprendemos cómo ser hombres de modo recto, recibimos la sabiduría que es verdad, sabemos vivir y morir, porque él mismo es la vida y la verdad.

Así pues, la Iglesia, como Israel, debe estar llena de gratitud y de alegría. «¿Qué pueblo puede decir que Dios está tan cerca de él? ¿Qué pueblo ha recibido este don?». No lo hemos hecho nosotros, nos ha sido dado. Alegría y gratitud por el hecho de que lo podemos conocer, de que hemos recibido la sabiduría de vivir bien, que es lo que debería caracterizar al cristiano. Así era, en efecto, en el cristianismo de los orígenes: ser liberado de las tinieblas, de andar a tientas, de la ignorancia —¿qué soy? ¿por qué existo? ¿cómo debo vivir?—; ser libre, estar en la luz, en la amplitud de la verdad. Esta era la convicción fundamental. Una gratitud que se irradiaba en el entorno y que así unía a los hombres en la Iglesia de Jesucristo.

Sin embargo, también en la Iglesia se produce el mismo fenómeno: elementos humanos se añaden y llevan o a la presunción, al así llamado triunfalismo que se gloría de sí mismo en vez de alabar a Dios, o a la atadura, que es preciso quitar, romper y destruir. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué debemos decir? Creo que nos encontramos precisamente en esta fase, en la que sólo vemos en la Iglesia lo que hemos hecho nosotros mismos, y perdemos la alegría de la fe; una fase en la que ya no creemos ni nos atrevemos a decir: él nos ha indicado quién es la verdad, qué es la verdad; nos ha mostrado qué es el hombre; nos ha donado la justicia de la vida recta. Sólo nos preocupamos de alabarnos a nosotros mismos, y tememos vernos atados por reglamentos que constituyen un obstáculo para la libertad y la novedad de la vida.

Si leemos hoy, por ejemplo, en la Carta de Santiago: «Sois generosos por medio de una palabra de verdad», ¿quién de nosotros se atrevería a alegrarse de la verdad que nos ha sido donada? Nos surge inmediatamente la pregunta: ¿cómo se puede tener la verdad? ¡Esto es intolerancia! Los conceptos de verdad y de intolerancia hoy están casi completamente fundidas entre sí; por eso ya no nos atrevemos a creer en la verdad o a hablar de la verdad. Parece lejana, algo a lo que es mejor no recurrir. Nadie puede decir «tengo la verdad» —esta es la objeción que se plantea— y, efectivamente, nadie puede tener la verdad. Es la verdad la que nos posee, es algo vivo. Nosotros no la poseemos, sino que somos aferrados por ella. Sólo permanecemos en ella si nos dejamos guiar y mover por ella; sólo está en nosotros y para nosotros si somos, con ella y en ella, peregrinos de la verdad.

Creo que debemos aprender de nuevo que «no tenemos la verdad». Del mismo modo que nadie puede decir «tengo hijos», pues no son una posesión nuestra, sino que son un don, y nos han sido dados por Dios para una misión, así no podemos decir «tengo la verdad», sino que la verdad ha venido hacia nosotros y nos impulsa. Debemos aprender a dejarnos llevar por ella, a dejarnos conducir por ella. Entonces brillará de nuevo: si ella misma nos conduce y nos penetra.

Queridos amigos, pidamos al Señor que nos conceda este don. Santiago nos dice hoy en la lectura que no debemos limitarnos a escuchar la Palabra, sino que la debemos poner en práctica. Esta es una advertencia ante la intelectualización de la fe y de la teología. En este tiempo, cuando leo tantas cosas inteligentes, tengo miedo de que se transforme en un juego del intelecto en el que «nos pasamos la pelota», en el que todo es sólo un mundo intelectual que no penetra y forma nuestra vida, y que por tanto no nos introduce en la verdad. Creo que estas palabras de Santiago se dirigen precisamente a nosotros como teólogos: no sólo escuchar, no sólo intelecto, sino también hacer, dejarse formar por la verdad, dejarse guiar por ella. Pidamos al Señor que nos suceda esto y que así la verdad sea potente sobre nosotros, y que conquiste fuerza en el mundo a través de nosotros.

La Iglesia ha puesto las palabras del Deuteronomio —«¿Dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?» (4, 7)— en el centro del Oficio divino del Corpus Christi, y así le ha dado un nuevo significado: ¿dónde hay un pueblo que tenga a su dios tan cercano como nuestro Dios lo está a nosotros? En la Eucaristía esto se ha convertido en plena realidad. Ciertamente, no es sólo un aspecto exterior: alguien puede estar cerca del Sagrario y, al mismo tiempo, estar lejos del Dios vivo. Lo que cuenta es la cercanía interior. Dios se ha hecho tan cercano a nosotros que él mismo es un hombre: esto nos debe desconcertar y sorprender siempre de nuevo. Él está tan cerca que es uno de nosotros. Conoce al ser humano, conoce el «sabor» del ser humano, lo conoce desde dentro, lo ha experimentado con sus alegrías y sus sufrimientos. Como hombre, está cerca de mí, está «al alcance de mi voz»; está tan cerca de mí que me escucha; y yo puedo saber que me oye y me escucha, aunque tal vez no como yo me lo imagino.

Dejémonos llenar de nuevo por esta alegría: ¿Dónde hay un pueblo que tenga un dios tan cercano como nuestro Dios lo está a nosotros? Tan cercano que es uno de nosotros, que me toca desde dentro. Sí, hasta el punto de que entra en mi interior en la santa Eucaristía. Un pensamiento incluso desconcertante. Sobre este proceso san Buenaventura utilizó una vez en sus oraciones de Comunión una formulación que sorprende, casi que asusta. Dice: «Señor mío, ¿cómo se te pudo ocurrir la idea de entrar en la sucia letrina de mi cuerpo?». Sí, él entra dentro de nuestra miseria, lo hace plenamente consciente, lo hace para compenetrarse con nosotros, para limpiarnos y renovarnos, a fin de que, a través de nosotros, en nosotros, la verdad se difunda en el mundo y se realice la salvación.

Pidamos perdón al Señor por nuestra indiferencia, por nuestra miseria, que nos hace pensar sólo en nosotros mismos, por nuestro egoísmo que no busca la verdad, sino que sigue su propia costumbre, y que a menudo hace que el cristianismo parezca sólo un sistema de costumbres. Pidámosle que entre con fuerza en nuestra alma, que se haga presente en nosotros y a través de nosotros, para que así la alegría nazca también en nosotros: Dios está aquí y me ama; es nuestra salvación. Amén.



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