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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PRELADOS DE LA IGLESIA GRECO-CATÓLICA UCRANIANA

Sala Bologna
Viernes, 5 de julio de 2019

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¡Beatitud, querido hermano arzobispo mayor,
Eminencias, Excelencias,
queridos hermanos!

Ha sido mi deseo invitaros aquí en Roma para un intercambio fraterno, también con los Superiores de los Dicasterios competentes de la Curia Romana. Gracias por aceptar la invitación, es hermoso veros. Ucrania vive desde hace tiempo una situación difícil y delicada, desde hace más de cinco años herida por un conflicto que muchos llaman “híbrido”, compuesto, como es, por acciones de guerra en las que los responsables se mimetizan; un conflicto donde los más débiles y los más pequeños pagan el precio más alto, un conflicto agravado por falsificaciones propagandistas y manipulaciones de vario tipo, incluido el intento de involucrar el aspecto religioso.

Os llevo en mi corazón y rezo por vosotros, queridos hermanos ucranianos. Y os revelo que a veces lo hago con las oraciones que recuerdo y que aprendí del obispo Stefano Chmil, entonces sacerdote salesiano; él me las enseñó cuando yo tenía 12 años, en 1949, y aprendía con él a servir la Divina Liturgia tres veces por semana. Os agradezco vuestra fidelidad al Señor y al Sucesor de Pedro, que a menudo habéis pagado cara a lo largo de la historia, y suplico al Señor que acompañe las acciones de todos los líderes políticos para que no busquen el llamado bien partidista, que al final siempre es un interés a expensas de otros, sino el bien común, la paz. Y le pido al «Dios de toda consolación» (2 Co 1,3) que conforte los corazones de los que han perdido a sus seres queridos a causa de la guerra, de los que llevan sus heridas en el cuerpo y en el espíritu, de los que han tenido que dejar la casa y el trabajo y enfrentar el riesgo de buscar un futuro más humano en otro lugar, lejos. Sabéis que mi mirada se dirige todas las mañanas y todas las noches a la Virgen que Su Beatitud me regaló, cuando dejó Buenos Aires para asumir el oficio de arzobispo mayor que la Iglesia le había confiado. Frente a ese icono comienzo y concluyo las jornadas encomendando a la ternura de la Virgen, que es Madre, a todos vosotros, a vuestra Iglesia. Se puede decir que empiezo el día y lo acabo “en ucraniano” mirando a la Virgen.

El papel principal de la Iglesia, ante las complejas situaciones causadas por los conflictos, es ofrecer un testimonio de esperanza cristiana. No es una esperanza del mundo, que se basa en cosas que pasan, que vienen y van, y con frecuencia dividen, sino en la esperanza que nunca defrauda, que no da paso al desaliento, que sabe cómo superar toda tribulación en la dulce fuerza del Espíritu (cf. Rm 5,2-5). La esperanza cristiana, alimentada por la luz de Cristo, hace que la resurrección y la vida resplandezcan incluso en las noches más oscuras del mundo. Por lo tanto, queridos hermanos, creo que en los tiempos difíciles, incluso más que en los de paz, la prioridad para los creyentes sea unirse a Jesús, nuestra esperanza. Se trata de renovar esa unión fundada en el Bautismo y arraigada en la fe, arraigada en la historia de nuestras comunidades, arraigada en los grandes testigos: pienso en la muchedumbre de héroes de la vida cotidiana, en esos numerosos santos de al lado que, con sencillez, en vuestro pueblo respondieron al mal con el bien (cf. Rm 12,21). Ellos son los ejemplos a los que mirar: aquellos que en la mansedumbre de las Bienaventuranzas tuvieron el valor cristiano: el de no oponerse al malvado, el de amar a los enemigos y orar por los perseguidores (cf. Mt 5,39.44). Ellos, en el campo violento de la historia, plantaron la cruz de Cristo. Y han dado fruto. Estos hermanos y hermanas vuestros que sufrieron persecución y martirio y que abrazados solamente al Señor Jesús, rechazaron la lógica del mundo, según la cual a la violencia se responde con la violencia, han escrito con su vida las páginas más límpidas de la fe: son semillas fecundas de esperanza cristiana. He leído con emoción el libro Perseguidos por la verdad. Detrás de esos sacerdotes, obispos, monjas, está el pueblo de Dios que lleva adelante con la fe y con la oración a todo el pueblo.

Hace unos años, el Sínodo de los Obispos de la Iglesia greco-católica ucraniana adoptó el programa pastoral titulado La parroquia viva, lugar de encuentro con el Cristo vivo. En algunas traducciones, la expresión “parroquia viva” se ha traducido con el adjetivo “vibrante”. En efecto, el encuentro con Jesús, la vida espiritual, la oración que vibra en la belleza de vuestra liturgia transmiten esa hermosa fuerza de paz, que alivia las heridas, infunde valor pero no agresividad. Cuando, como de un manantial, sacamos esta vitalidad espiritual y la transmitimos, la Iglesia se vuelve fecunda. Se vuelve anunciadora del Evangelio de la esperanza, maestra de esa vida interior que ninguna otra institución puede ofrecer.

Por eso deseo alentaros a todos vosotros, como pastores del Pueblo santo de Dios, a tener esta preocupación primordial en todas vuestras actividades: la oración, la vida espiritual. Es la primera tarea, no se le puede anteponer ninguna otra. Que todos sepan y vean que en vuestra tradición sois una Iglesia que sabe hablar en términos espirituales y no mundanos (cf. 1Co 2,13). Porque del cielo en la tierra necesita cada persona que se acerca a la Iglesia, y no de otra cosa. Que el Señor nos conceda esta gracia y haga que todos nos dediquemos a nuestra santificación y a la de los fieles que nos han sido confiados. En la noche del conflicto que estáis atravesando, como en Getsemaní, el Señor pide a los suyos que «velen y oren»; no que se defiendan, ni mucho menos que ataquen. Pero los discípulos se durmieron en lugar de orar y al llegar Judas sacaron la espada. No habían orado y habían caído en tentación, en la tentación de la mundanalidad: la debilidad violenta de la carne había prevalecido sobre la mansedumbre del espíritu. No el sueño, no la espada, no la fuga (cf Mt 26,40.52.56), sino la oración y la entrega de sí mismo hasta el final, son las respuestas que el Señor espera de los suyos. Solo estas respuestas son cristianas, solo ellas salvan de la espiral mundana de la violencia.

La Iglesia está llamada a llevar a cabo su misión pastoral con diversos medios. Después de la oración viene la cercanía. Lo que el Señor había pedido a sus apóstoles esa noche, que permanecieran cerca de él y que velasen (cf. Mc 14,34), hoy se lo pide a sus pastores: que estén con la gente, velando al lado de los que atraviesan la noche del dolor. La cercanía de los pastores a los fieles es un canal que se construye día a día y que lleva el agua viva de la esperanza. Así se construye, encuentro tras encuentro, con los sacerdotes que conocen las preocupaciones de la gente y se interesan por ellas y los fieles que, a través del cuidado que reciben, asimilan el anuncio del Evangelio que transmiten los pastores. No lo entienden si los Pastores solamente dicen Dios; lo entienden si hacen todo lo posible por dar a Dios: dándose a sí mismos, estando cerca, testigos del Dios de la esperanza que se hizo carne para recorrer los caminos del hombre. La Iglesia es el lugar de donde se saca la esperanza, donde la puerta está siempre abierta, donde se recibe el consuelo y el estímulo. Nada de cierres, ante nadie, sino corazón abierto; nada de ponerse a mirar el reloj, ni mandar a casa a los que necesitan ser escuchados. Nosotros somos servidores del tiempo. Nosotros vivimos en el tiempo. Por favor, ¡no caigáis en la tentación de vivir esclavos del reloj! El tiempo, no el reloj.

El cuidado pastoral comprende, en primer lugar, la liturgia que, como ha destacado a menudo el arzobispo mayor, junto con la espiritualidad y la catequesis constituye un elemento que caracteriza la identidad de la Iglesia greco-católica ucraniana. Al mundo, «tan a menudo aún desfigurado por el egoísmo y la avidez, la liturgia le revela el camino hacia el equilibrio del hombre nuevo» (S. Juan Pablo II, Carta Apostólica Orientale lumen, 11): el camino de la caridad, del amor incondicional, dentro del cual se debe encanalar cualquier otra actividad, para que se nutra el vínculo fraternal entre las personas, dentro y fuera de la comunidad. Con este espíritu de cercanía en 2016 promoví una iniciativa humanitaria, con la que invitaba a participar a las Iglesias de Europa a ofrecer ayuda a las personas más directamente afectadas por el conflicto. Doy nuevamente las gracias de corazón a todos los que contribuyeron a la realización de esta colecta, tanto a nivel económico como organizativo y técnico. A esa primera iniciativa, ahora completada sustancialmente, me gustaría que siguieran otros proyectos especiales. Ya en esta reunión se podrá proporcionar alguna información. Es muy importante estar cerca de todos y ser concretos, también para evitar el peligro de que una situación grave de sufrimiento caiga en el olvido general. No se puede olvidar al hermano que sufre, cualquiera que sea la parte de donde viene. No se puede olvidar al hermano que sufre.

A la oración y la cercanía me gustaría agregar una tercera palabra, que es tan familiar para vosotros: sinodalidad. Ser Iglesia es ser comunidad que camina junta. No es suficiente tener un sínodo, hay que ser sínodo. La Iglesia necesita un intenso intercambio interno: un diálogo vivo entre los pastores y entre los pastores y los fieles. Como Iglesia católica oriental, tenéis ya una marcada expresión sinodal en vuestro ordenamiento canónico, que prevé un recurso frecuente y regular a las asambleas del Sínodo de los Obispos. Pero todos los días debemos hacer sínodo, esforzándonos por caminar juntos, no solo con los que piensan de la misma manera ―sería muy fácil―, sino con todos los creyentes en Jesús.

Tres aspectos reavivan la sinodalidad. En primer lugar, la escucha: escuchar las experiencias y sugerencias de los hermanos obispos y sacerdotes. Es importante que cada uno, dentro del Sínodo se sienta escuchado. Escuchar es tanto más importante cuanto más se asciende en la jerarquía. La escucha es sensibilidad y apertura a las opiniones de los hermanos, también las de los más jóvenes, también las de quienes son considerados menos expertos. Un segundo aspecto: la corresponsabilidad. No podemos ser indiferentes a los errores o descuidos de los demás sin intervenir de manera fraternal pero convencida: nuestros hermanos necesitan nuestros pensamientos, nuestro aliento, así como nuestras correcciones, porque, precisamente, estamos llamados a caminar juntos. No se puede esconder lo que está mal y seguir adelante como si nada hubiera pasado para defender el buen nombre propio a toda costa: la caridad siempre debe vivirse en la verdad, en la transparencia, en esa parresia que purifica a la Iglesia y hace que camine. La sinodalidad ―tercer aspecto― también significa la participación de los laicos: como miembros de pleno derecho de la Iglesia también están llamados a expresarse, a dar sugerencias. Partícipes de la vida eclesial, no solo deben ser acogidos, sino escuchados. Y subrayo este verbo: escuchar. El que escucha, luego puede hablar bien. El que no está acostumbrado a escuchar no habla, ladra.

La sinodalidad también lleva a ampliar horizontes, a vivir la riqueza de la propia tradición dentro de la universalidad de la Iglesia: a beneficiarse de las buenas relaciones con otros ritos, a considerar la belleza de compartir partes significativas del propio tesoro teológico y litúrgico con otras comunidades, incluso las no católicas, a tejer relaciones fructíferas con otras Iglesias particulares, así como con los dicasterios de la Curia Romana. La unidad en la Iglesia será tanto más fecunda cuanto más real sean el entendimiento y la cohesión entre la Santa Sede y las Iglesias particulares. Más precisamente: cuánto mayor sea el entendimiento y la cohesión entre todos los obispos y el obispo de Roma. Esto ciertamente no debe «implicar que ellas sufran una disminución en la conciencia de su propia autenticidad y originalidad» (Orientale lumen, 21), sino a plasmarla dentro de nuestra identidad católica, es decir, universal. Como universal, está en peligro y puede erosionarse por el apego a particularismos de diversos tipos: particularismos eclesiales, particularismos nacionalistas, particularismos políticos.

Queridos hermanos, que estos dos días de reunión, tan deseados por mí, sean momentos fuertes de intercambio, de escucha recíproca, de diálogo libre, siempre animado por la búsqueda del bien, en el espíritu del Evangelio. Que nos ayuden a caminar mejor juntos. Se trata, de alguna manera, de una especie de Sínodo dedicado a los temas más importantes para la Iglesia greco-católica ucraniana en este período, agravado por el conflicto militar todavía en curso y caracterizado por una serie de procesos políticos y eclesiales mucho más amplios de los que atañen a nuestra Iglesia católica. Pero os pido este espíritu, este discernimiento sobre el que verificarse: oración y vida espiritual en primer lugar; luego, cercanía, sobre todo con los que sufren; después, sinodalidad, camino juntos, camino abierto, paso a paso, con mansedumbre y docilidad. Os doy las gracias, os acompaño en este camino y os pido, por favor, que me recordéis en vuestras oraciones. Gracias.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 5 de julio de 2019.

 



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