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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS ALCALDES DE LA ASOCIACIÓN NACIONAL DE MUNICIPIOS ITALIANOS

Sala Clementina
Sábado, 5 de febrero de 2022

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!

Agradezco al Presidente sus palabras de saludo. Me complace recibirles para un momento de reflexión sobre su servicio en la defensa y promoción del bien común en las ciudades y comunidades que administran. A través de ustedes, saludo a los alcaldes de todo el país, con agradecimiento, en particular, por lo que están haciendo y han hecho en estos dos años de pandemia. Su presencia ha sido decisiva para animar a la gente a seguir mirando hacia adelante. Ustedes han sido un referente en la aplicación de normas a veces gravosas, pero necesarias para la salud de los ciudadanos. De hecho, su voz también ha ayudado a quienes tienen responsabilidades legislativas a tomar decisiones oportunas por el bien de todos. Gracias.

Cuando pienso en su trabajo, me doy cuenta de lo complejo que es. Por un lado, su cercanía al pueblo es una gran oportunidad para servir a los ciudadanos, que los quieren por su presencia entre ellos. La cercanía. Por otro lado, imagino que a veces sienten la soledad de la responsabilidad. La gente suele pensar que la democracia se reduce a delegar mediante el voto, olvidando el principio de participación, que es esencial para que una ciudad esté bien gestionada. Se espera que los alcaldes tengan la solución a todos los problemas. Pero sabemos que estos problemas no pueden resolverse sólo con recursos financieros. ¡Qué importante es poder contar con la presencia de redes de apoyo, que aporten experiencia para hacerles frente! La pandemia ha sacado a la luz tantas fragilidades, pero también la generosidad de los voluntarios, los vecinos, el personal sanitario y los administradores que se han desvivido por aliviar el sufrimiento y la soledad de los pobres y los ancianos. Esta red de relaciones de apoyo es un tesoro que hay que preservar y reforzar.

Viendo su servicio, me gustaría ofrecerles tres palabras de ánimo. La paternidad —o la maternidad—, las periferias y la paz.

Paternidad o maternidad. El servicio al bien común es una forma elevada de caridad, comparable a la de los padres en una familia. También en una ciudad, hay que responder a situaciones diferentes con atenciones distintas; por eso la paternidad —o la maternidad— se pone en práctica ante todo con la escucha. El alcalde o la alcaldesa saben escuchar. No tengan miedo de “perder el tiempo” escuchando a la gente y sus problemas. Una buena escucha ayuda a discernir, a comprender las prioridades sobre las que hay que intervenir. No faltan, gracias a Dios, ejemplos de alcaldes que han dedicado gran parte de su tiempo a escuchar y recoger las inquietudes de la gente.

Y junto a la escucha, no debe faltar el valor de la imaginación. A veces la gente se hace la ilusión de que una financiación adecuada es suficiente para resolver los problemas. En realidad, no es así: también necesitamos un proyecto de convivencia civil y de ciudadanía: hay que invertir en belleza donde hay más degradación, en educación donde reina el malestar social, en lugares de agregación social donde se ven reacciones violentas, en formación para la legalidad donde domina la corrupción. Saber soñar con una ciudad mejor y compartir el sueño con otros administradores locales, con los elegidos en el consejo municipal y con todos los ciudadanos de buena voluntad es un índice de atención social. Es un poco el trabajo de un alcalde y una alcaldesa.

La segunda palabra es periferia. Nos hace pensar en el hecho de que Jesús nació en un establo de Belén y murió fuera de los muros de Jerusalén en el Calvario. Nos recuerda la “centralidad” evangélica de las periferias. Me gusta repetir que es desde las periferias donde mejor se ve el conjunto: no desde el centro, sino desde las periferias. A menudo son conscientes del drama que se vive en los suburbios degradados, donde el abandono social genera violencia y formas de exclusión. Partir de las periferias no significa excluir a nadie, es una elección de método; no una elección ideológica, sino partir de los pobres para servir al bien de todos. Lo saben muy bien: no hay ciudad sin pobres. Yo añadiría que los pobres son la riqueza de una ciudad. Nos recuerdan —ellos, los pobres— nuestra fragilidad y que nos necesitamos mutuamente. Nos llaman a la solidaridad, que es un valor central de la doctrina social de la Iglesia, particularmente desarrollada por san Juan Pablo II.

En la época de la pandemia descubrimos la soledad y los conflictos dentro del hogar, que estaban ocultos; el drama de los que tuvieron que cerrar sus negocios, el aislamiento de los ancianos, la depresión de los adolescentes y los jóvenes —¡piensen en el número de suicidios entre los jóvenes!—, las desigualdades sociales que han favorecido a quienes ya gozaban de holgadas condiciones económicas, las dificultades de las familias que no llegan a fin de mes… Y también, permítanme mencionarlos, los usureros que llaman a la puerta. Y esto ocurre en las ciudades, al menos aquí en Roma. ¡Cuánto sufrimiento han visto ustedes! Pero no sólo hay que ayudar a los suburbios, sino transformarlos en laboratorios de una economía y una sociedad diferentes. De hecho, cuando nos ocupamos de las personas cara a cara, no basta con darles un paquete de comida. Su dignidad exige un trabajo y, por tanto, un proyecto en el que cada persona sea valorada por lo que puede ofrecer a los demás. ¡El trabajo es realmente una unción de dignidad! La forma más segura de quitarle la dignidad a una persona o a un pueblo es quitarle el trabajo. No se trata de llevar el pan a casa: eso no da dignidad. Se trata de ganarse el pan que se lleva a casa. Y eso te da dignidad.

Tercera palabra: paz. Una de las instrucciones dadas por Jesús a los discípulos enviados en misión es la de llevar la paz a los hogares: «En la casa en que entréis, decid primero: “Paz a esta casa!”» (Lc 10,5). En el hogar se viven muchos conflictos, es necesario que haya serenidad y paz. Y estamos seguros de que la buena calidad de las relaciones es la verdadera seguridad social de una ciudad. Por eso hay una tarea histórica que implica a todos: crear un tejido común de valores que lleve a desarmar las tensiones entre las diferencias culturales y sociales. La propia política de la que son protagonistas puede ser un gimnasio para el diálogo entre culturas, incluso antes de negociar entre los distintos bandos. La paz no es la ausencia de conflicto, sino la capacidad de hacerlo evolucionar hacia una nueva forma de encuentro y convivencia con el otro. «Ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada pasara […] Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan prisioneros […] Pero hay una tercera manera, la más adecuada […]. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. “¡Felices los que trabajan por la paz!” (Mt 5,9)». (Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 227). El conflicto es peligroso si se mantiene cerrado en sí mismo. No debemos confundir crisis con conflicto. Por ejemplo, la pandemia nos ha puesto en crisis, eso es bueno. La crisis es buena, porque la crisis te hace resolver y avanzar. Pero lo malo es cuando la crisis se convierte en conflicto y el conflicto se cierra, el conflicto es la guerra, el conflicto es difícil de encontrar una solución que vaya más allá. Crisis sí, conflicto no. Escapar del conflicto, pero vivir en crisis.

La paz social es el fruto de la capacidad de poner en común las vocaciones, las competencias y los recursos. Es esencial fomentar la iniciativa y la creatividad de las personas para que puedan forjar relaciones significativas en sus barrios. Tantas pequeñas responsabilidades son el requisito previo para una paz concreta que se construye a diario. Conviene recordar aquí el principio de subsidiariedad, que valora los cuerpos intermedios y no mortifica la libre iniciativa personal.

Queridos hermanos y hermanas, os animo a permanecer cerca de la gente. Porque una tentación ante la responsabilidad es huir. Aislarse, huir... Aislarse es una forma de huir. San Juan Crisóstomo, obispo y padre de la Iglesia, pensando precisamente en esta tentación, nos exhortó a desvivirnos por los demás, en lugar de quedarnos en los montes y observarlos con indiferencia. Desvivirse. Esta es una lección que hay que valorar, sobre todo cuando corremos el riesgo de quedar atrapados en el desánimo y la decepción. Os acompaño con mi oración y os bendigo, os bendigo a todos: a cada uno en su corazón, en su trabajo, bendigo vuestros despachos de alcalde, bendigo a vuestros colaboradores, vuestro trabajo. Y que cada uno de vosotros reciba esta bendición en la medida de su fe. ¡Y os pido por favor que recéis por mí, porque yo también soy “alcalde” de algo! Gracias.



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