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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 4 de septiembre de 1991

 

Reino de Dios, reino de Cristo

(Lectura: evangelio de san Marcos, capítulo 1, versículos 14-15)

1. Leemos en la constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II que «[el Padre] estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue (...) preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza (...), y manifestada por la efusión del Espíritu [Santo]» (n. 2). Hemos dedicado la catequesis anterior a esta preparación de la Iglesia en la Antigua Alianza; hemos visto que en la conciencia progresiva que Israel iba tomando del designio de Dios a través de las revelaciones de los profetas y de los mismos acontecimientos de su historia, se hacia cada vez más claro el concepto de un reino futuro de Dios, más elevado y universal que cualquier previsión sobre la suerte de la dinastía davídica. Hoy pasamos a considerar otro hecho histórico, denso de significado teológico: Jesucristo comienza su misión mesiánica con este anuncio: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca» (Mc 1, 15). Estas palabras señalan la entrada «en la plenitud de los tiempos», como dirá san Pablo (cf. Ga 4, 4), y preparan el paso a la Nueva Alianza, fundada en el misterio de la encarnación redentora del Hijo y destinada a ser Alianza eterna. En la vida y misión de Jesucristo el reino de Dios no sólo «está cerca» (Lc 10, 9), sino que además ya está presente en el mundo, ya obra en la historia del hombre. Lo dice Jesús mismo: «El reino de Dios está entre vosotros» (Lc 17, 21).

2. Nuestro Señor Jesucristo, hablando de su precursor Juan el Bautista, nos da a conocer la diferencia de nivel y de calidad entre el tiempo de la preparación y el del cumplimiento ―entre la Antigua y la Nueva Alianza―, cuando nos dice: «En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista: sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él» (Mt 11, 11). Ciertamente, desde las orillas del Jordán (y desde la cárcel) Juan contribuyó más que ningún otro, incluso más que los antiguos profetas (cf. Lc 7, 26-27), a la preparación inmediata del camino del Mesías. No obstante, permanece de algún modo en el umbral del nuevo reino, que entró en el mundo con la venida de Cristo y que empezó a manifestarse con su ministerio mesiánico. Sólo por medio de Cristo los hombres llegan a ser «hijos del reino», a saber, del reino nuevo, muy superior a aquel del que los judíos contemporáneos se consideraban los herederos naturales (cf. Mt 8, 12).

3. El nuevo reino tiene un carácter eminentemente espiritual. Para entrar en él, es necesario convertirse, creer en el Evangelio y liberarse de las potencias del espíritu de las tinieblas, sometiéndose al poder del Espíritu de Dios que Cristo trae a los hombres. Como dice Jesús: «Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12, 28; cf. Lc 11, 20).

La naturaleza espiritual y trascendente de este reino se manifiesta así mismo en otra expresión equivalente que encontramos en los textos evangélicos: «reino de los cielos». Es una imagen estupenda que deja entrever el origen y el fin del reino ―los «cielos»―, así como la misma dignidad divino-humana de aquel en el que el reino de Dios se concreta históricamente con la Encarnación: Cristo.

4 . Esta trascendencia del reino de Dios se funda en el hecho de que no deriva de una iniciativa sólo humana, sino del plan, del designio y de la voluntad de Dios mismo. Jesucristo, que lo hace presente y lo actúa en el mundo, no es sólo uno de los profetas enviados por Dios, sino el Hijo consustancial al Padre, que se hizo hombre mediante la Encarnación. El reino de Dios es, por tanto, el reino del Padre y de su Hijo. El reino de Dios es el reino de Cristo; es el reino de los cielos que se ha abierto sobre la tierra para permitir que los hombres entren en este nuevo mundo de espiritualidad y de eternidad. Jesús afirma: «Todo me ha sido entregado por mi Padre (...); nadie conoce bien al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27). «Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre» (Jn 5, 26-27).

Junto con el Padre y con el Hijo, también el Espíritu Santo obra para la realización del reino ya en este mundo. Jesús mismo lo revela: el Hijo del hombre «expulsa los demonios por el Espíritu de Dios», por esta razón «ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12, 28).

5. Pero, aunque se realice y se desarrolle en este mundo, el reino de Dios tiene su finalidad en los «cielos». Trascendente en su origen, lo es también en su fin, que se alcanza en la eternidad, siempre que nos mantengamos fieles a Cristo en esta vida y a lo largo del tiempo. Jesús nos advierte de esto cuando dice que, haciendo uso de su poder de «juzgar» (Jn 5, 27), el Hijo del hombre ordenará, al fin del mundo, recoger «de su Reino todos los escándalos», es decir, todas las injusticias cometidas también en el ámbito del reino de Cristo. Y «entonces ―agrega Jesús― los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13, 41. 43). Entonces tendrá lugar la realización plena y definitiva del «reino del Padre», a quien el Hijo entregará a los elegidos salvados por él en virtud de la redención y de la obra del Espíritu Santo. El reino mesiánico revelará entonces su identidad con el reino de Dios (cf. Mt 25, 34; 1 Cor 15, 24).

Existe, pues, un ciclo histórico del reino de Cristo, Verbo encarnado, pero el alfa y la omega de este reino ―se podría decir, con mayor propiedad, el fondo en el que se abre, vive, se desarrolla y alcanza su cumplimiento pleno― es el mysterium Trinitatis. Ya hemos dicho, y lo volveremos a tratar a su debido tiempo, que en este misterio hunde sus raíces el mysterium Ecclesiae.

6. El punto de paso y de enlace de un misterio con el otro es Cristo, que ya había sido anunciado y esperado en la Antigua Alianza como un Rey-Mesías con el que se identificaba el reino de Dios. En la Nueva Alianza Cristo identifica el reino de Dios con su propia persona y misión. En efecto, no sólo proclama que con él el reino de Dios está en el mundo; enseña, además, a «dejar por el reino de Dios» todo lo que es más preciado para el hombre (cf. Lc 18, 29-30); y, en otro punto, a dejar todo esto «por su nombre» (cf. Mt 19, 29), o «por mí y por el Evangelio» (Mc 10, 29).

Por consiguiente, el reino de Dios se identifica con el reino de Cristo. Está presente en él, en él se actúa, y de él pasa, por su misma iniciativa, a los Apóstoles y, por medio de ellos, a todos los que habrán de creer en él: «Yo, por mi parte, dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí» (Lc 22, 29). Es un reino que consiste en una expansión de Cristo mismo en el mundo, en la historia de los hombres, como vida nueva que se toma de él y que se comunica a los creyentes en virtud del Espíritu Santo-Paráclito, enviado por él (cf. Jn 1, 16; 7, 38-39; 15, 26; 16, 7).

7. El reino mesiánico, que Cristo instaura en el mundo, revela y precisa definitivamente su significado en el ámbito de la pasión y la muerte en la cruz. Ya en la entrada en Jerusalén se produjo un hecho, dispuesto por Cristo, que Mateo presenta como el cumplimiento de la profecía de Zacarías sobre el «rey montado en un pollino, cría de asna» (Za 9, 9; Mt 21, 5). En la mente del profeta, en la intención de Jesús y en la interpretación del evangelista, el pollino simbolizaba la mansedumbre y la humildad. Jesús era el rey manso y humilde que entraba en la ciudad davídica, en la que con su sacrificio iba a cumplir las profecías acerca de la verdadera realeza mesiánica.

Esta realeza se manifiesta de forma muy clara durante el interrogatorio al que fue sometido Jesús ante el tribunal de Pilato. Las acusaciones contra Jesús eran «que alborotaba al pueblo, prohibía pagar tributos al César y decía que era Cristo rey» (Lc 23, 2). Por eso, Pilato pregunta al Acusado si es rey. Y ésta es la respuesta de Cristo: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí». El evangelista narra que «entonces Pilato le dijo: "¿Luego tú eres rey?". Respondió Jesús: "Sí, como dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz" (Jn 18, 36-37).

8. Esa declaración concluye toda la antigua profecía que corre a lo largo de la historia de Israel y llega a ser realidad y revelación en Cristo. Las palabras de Jesús nos permiten vislumbrar los resplandores de luz que surcan la oscuridad del misterio sintetizado en el trinomio: reino de Dios, reino mesiánico y pueblo de Dios convocado en la Iglesia.

Siguiendo esta estela de luz profética y mesiánica, podemos entender mejor y repetir, con mayor comprensión de las palabras, la plegaria que nos enseñó Jesús (Mt 6, 10): «Venga tu reino». Es el reino del Padre, reino que ha entrado en el mundo con Cristo; es el reino mesiánico que, por obra del Espíritu Santo, se desarrolla en el hombre y en el mundo para volver al seno del Padre, en la gloria de los Cielos.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a los peregrinos y visitantes de lengua española, procedentes de España y de América Latina.

De modo particular saludo al grupo de formadores Legionarios de Cristo y seminaristas del Colegio Internacional “María Mater Ecclesiae”. Que la Virgen os vaya modelando un corazón semejante al de Cristo, Buen Pastor.

Saludo igualmente al grupo de sacerdotes y cooperadores salesianos de Valencia y a la numerosa peregrinación de la parroquia del Corpus Christi de Zaragoza (España). Que el Señor os mantenga fieles constructores de su Reino.

Por último, dirijo mi saludo al grupo de “Nois de la Torre humana” de Torredembarra (Tarragona), que vuestro bello folclore realizado con solidaridad y armonía, os ayude también a levantar vuestro corazón a Dios Padre.

A todos bendigo de corazón.



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