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ALOCUCIÓN CONSISTORIAL DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Sábado 30 de junio de 1979

 

Venerables hermanos:

Nos alegramos profundamente de poder celebrar con vosotros este Consistorio, el primero desde que, por misterioso designio divino, fuimos elevado a la Sede de Pedro. Es un gran acontecimiento en la vida de la Iglesia. Se trata, en efecto, de crear nuevos cardenales, que formarán seguidamente parte del Sacro Colegio, y a quienes los Sumos Pontífices tienen como principales consejeros y colaboradores en el gobierno de la Iglesia Universal. Según las normas establecidas, les corresponde, sobre todo, el derecho y el deber de elegir el Romano Pontífice, Sucesor de aquel a quien Cristo constituyó "principio y fundamento visible de la unidad, de la fe y de la comunión" (Lumen gentium, 18).

Aunque no sea muy grande el número de los que hoy se agregan en este Colegio —como sabéis, existen ciertos límites en el número cíe cardenales—, sin embargo, también estos venerables hermanos nuestros, que van a ser adscritos al Senado del Romano Pontífice, por decirlo así, representan en cierto modo la universalidad de la Iglesia.

1. No sin motivo ni significado hemos querido convocar está selecta reunión hoy, último día del mes de junio. Sabido es que nuestro predecesor, el Papa Pablo VI, de inolvidable memoria, reunía en estos mismos días a los cardenales en su presencia y les dirigía palabras muy importantes, a veces también con motivo de la creación de nuevos miembros del Sacro Colegio. Aprovechaba la ocasión del aniversario de su elección —que fue el 21 de junio—, o el del comienzo solemne de su pontificado, que fue el 30, o de su fiesta onomástica, que era el 24. Solía entonces pasar brevemente revista a los problemas internos de la Iglesia. Es cierto que ese mismo predecesor nuestro, siguiendo la costumbre de los últimos Romanos Pontífices, hablaba al Colegio de Cardenales también en las vísperas de la Navidad de Nuestro Señor Jesucristo para tratar asuntos y cuestiones referentes a la Iglesia y al mundo; pero, generalmente, movido por motivos diversos a los del mes de junio y frecuentemente desarrollando una temática más amplia. Siguiendo, por tanto, lo que se ha convertido en una especie de tradición, enlazamos con el pontificado de este predecesor nuestro, al que nos unen también otros muchísimos vínculos, como hemos explicado más ampliamente en la Encíclica Redemptor hominis. Así que, hoy, evocamos con especial intensidad el pontificado de Pablo VI, del que solamente nos separa el brevísimo intervalo del ministerio de Juan Pablo I, como Sucesor de San Pedro.

El tiempo que ha seguido al Concilio Vaticano II, se distingue —como todos saben— por el hecho de que la Iglesia entera debe comprometerse a realizar las decisiones de ese mismo Sínodo universal. Las cuales no tienen otro objetivo que el de la renovación de la Iglesia. Es decir; hace falta —para usar las mismas palabras de nuestro insigne predecesor— que la Iglesia "se adapte a su divino Modelo, que es lo que constituye su fundamental deber" (AAS 55, 1963, pág. 850).

Tal renovación, según la mente del mismo Concilio, abarca muchos aspectos referentes a los hombres y a las cosas: el más importante se refiere al esfuerzo constante que la Iglesia debe hacer para profundizar continuamente la conciencia de su propia misión salvífica; que es también un perpetuo servicio a la causa fundamental del hombre, de las naciones, de toda la familia humana. Esta conciencia debe comportar la seguridad acerca de la tarea salvadora, que deriva de una fe firme y de una humildad sincera y nos hace capaces de realizar con gran espíritu la obra de renovación. Esta obra debe estar constantemente medida —por así decirlo— con el "metro universal" del Pueblo de Dios, el cual, mientras participa de la misión salvífica del mismo Cristo, la completa a la vez de diversos modos, según el "don" que cada. uno recibe, a fin de llevar la salvación a sí mismo y a los demás.

Es cierto que resulta, difícil medir rectamente, sólo con los elementos humanos de juicio, el proceso de esta renovación, entendida en sentido tan amplio. A veces, incluso puede suceder que nos equivoquemos al juzgar lo que acontece, porque la divina Providencia tiene sus propios caminos para conducir a los hombres, a la sociedad humana, a las naciones, a la Iglesia. De ello se sigue, necesariamente, que cualquier criterio para hacer el balance del estado de la Iglesia, es insuficiente: sin embargo, tenemos necesidad absoluta de tal balance, especialmente en determinados tiempos, como los actuales. Sucede, por tanto, que cuando hablamos y opinamos sobre ciertos acontecimientos, nos elevamos siempre y sobre todo a los amorosos designios de Dios y a sus santos juicios sobre la conducta humana.

3. Uno de los principales instrumentos para realizar esa renovación y unidad, propia de la Iglesia, tanto universal, como local —es decir, del Pueblo de Dios—, es, sin duda alguna, la colegialidad de los obispos. A este propósito, es justo destacar la Asamblea de los obispos en América Latina celebrada en Puebla. Sus frutos, de una conciencia más aguda sobre la misión de la Iglesia y sobre sus tareas de evangelización en América Latina, según las orientaciones del Concilio y de la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, comienzan ya a ser recogidos y abren el futuro a la esperanza. Ciertamente, los temas que se trataron allí son de suma actualidad para el presente y para el porvenir.

A dicha Asamblea tuvimos ocasión de aportar algo, habiendo presidido su inauguración. Conviene aquí repetir las palabras que nuestro predecesor Pablo VI pronunció en la clausura de la III sesión del Concilio Vaticano II, expresándose así sobre la colegialidad: "Esa íntima y esencial relación que hace del Episcopado un cuerpo unitario, que tiene en el Obispo Sucesor de Pedro no ya una potestad diversa y externa, sino su centro y su Cabeza" (AAS 56, 1964, pág. 1011).

Hay que añadir que en estos últimos meses la vida de la Iglesia ha registrado otros acontecimientos de esta índole, como el "simposio" del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, celebrado en Roma, para tratar sobre "los jóvenes y la fe". Estos acontecimientos han sido una manifestación significativa de la conciencia colegial y del deber que corresponde al ministerio pastoral de los obispos y de las Conferencias Episcopales. Ninguno, sin embargo, se puede comparar en importancia con la Asamblea de Puebla. Hemos constatado también con satisfacción el importante trabajo realizado por el Consejo Episcopal Latino Americano, o CELAM, en orden a la preparación de aquellas reuniones, y la intensa participación de muchos prelados.

4. La Asamblea de Puebla hizo también que nuestro primer viaje, desde que subimos al pontificado, fuese a México, pasando antes por la República de Santo Domingo. Pudimos así ver durante una semana la Iglesia establecida en aquellas regiones. Todavía recordamos, con gratísima memoria, a cuantos pudimos encontrar en aquellas especie de visita. Sobre todo, damos gracias a Dios y a su Madre, la cual, especialmente por medio del santuario de Guadalupe a Ella dedicado, se ha hecho clementísima Madre y Señora, no sólo de México, sino de toda América y especialmente de la América Latina. Concretamente recordamos al Presidente de la República de Santo Domingo y al Presidente de México, así como también a los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas de ambas naciones.

Pero aquella visita a la Iglesia mexicana nos dio ocasión de tomar contacto, de modo casi continuo, con el pueblo católico de aquella nación, pueblo que, movido por el espíritu de fe, se agolpaba en torno a Nos con entusiasmo, por dondequiera que íbamos, por dondequiera que nos deteníamos. Vaya, por tanto, nuestro profundo reconocimiento a la divina Providencia que nos concedió, por medio de esta visita en los comienzos de nuestro pontificado, poder testimoniar el amor y reverencia de la Sede Apostólica hacia aquel pueblo que tantas dificultades ha experimentado por la fidelidad a Cristo y a su Iglesia. En el viaje hacia México, nos detuvimos también y celebramos la Santísima Eucaristía en el lugar donde se inició la evangelización de América; así como a la vuelta pudimos encontrarnos con la comunidad cristiana de las Islas Bahamas.

5. No menos grato nos resultó el reciente viaje a Polonia, en el que pudimos volver a ver nuestra patria en los días 2 al 10 de junio; es decir, visitar de nuevo la tierra, desde donde el Señor en sus inescrutables designios, nos llamó a la Cátedra Romana de San Pedro. El motivo principal del viaje fue el jubileo de San Estanislao; se cumplía el noveno siglo desde que el obispo de la sede de Cracovia (que Nos mismo, como heredero suyo, hemos regido hasta hace poco tiempo) sufrió el martirio a manos del rey.

Invitado por los obispos polacos, con el cardenal Stefan Wyszynski a la cabeza, hemos celebrado el jubileo junto con los ciudadanos de nuestra nación, siguiendo casi el curso histórico de la patria; ya que comienza en Gniezno y lleva hasta Cracovia, pasando a través de Monte Claro o "Jasna Góra". Nos detuvimos, en primer lugar, en Varsovia, actual capital de Polonia y, mientras estábamos en Cracovia, fuimos a celebrar la Santísima Eucarisía en Oswiecim/Auschwitz, que es algo así como el Gólgota de nuestra época donde en la celda blindada para los que habían de morir de hambre, llamada vulgarmente "bunker" del hambre, el beato Maximiliano Kolbe murió después de haber ofrecido su vida por un compañero.

Mientras hacíamos ese viaje. guiados por la historia, dimos nuevamente gracias a Dios, Uno y Trino, por el don del santo bautismo que nuestros conciudadanos recibieron hace mil años. Tuvimos, por otra parte, la oportunidad de saludar a los vecinos pueblos eslavos, que entraron a formar parte de la Iglesia por la misma época. En fin, pedimos los dones del Espíritu Santo para que perseveren en la fe y en la esperanza.

Teniendo todavía presente en nuestro recuerdo este servicio pontificio realizado en nuestra patria, queremos nuevamente subrayar el significado de la invitación que nos dirigieron las autoridades públicas. Con ello, no solamente reconocieron ser conscientes de que Nos —a quien ha tocado desempeñar la máxima función en la Iglesia católica— somos oriundo de su nación, sino que manifestaron también la dignidad e importancia que corresponden a la índole internacional de nuestra visita. Por eso, estamos muy agradecidos a las autoridades, tanto de la República como de la Iglesia, que han facilitado y luego, de modo especial, a la inmensa multitud de quienes, habiendo nacido en el mismo país en que hemos nacido Nos, vinieron a nuestro encuentro con espíritu de unidad religiosa.

6. Pablo VI, a quien no podemos olvidar, introdujo con sus numerosos viajes este modo de desarrollar el ministerio pontificio. ¡Que tales viajes puedan ayudar en el futuro a manifestar la unidad del Pueblo de Dios en los diversos lugares y naciones!

Paralelamente a estos acontecimientos que hemos recordado con gran alegría, ha seguido y sigue la obra constante y ordenada de la Iglesia, que se concentra sobre todo en las tareas que el Colegio Episcopal se propone desarrollar bajo la guía del Sucesor de San Pedro.

Instrumento muy particular de tal cooperación colegial, en lo que respecta a la Iglesia universal, resulta ser el Sínodo de los Obispos. Dentro de poco tiempo, será publicada una Exhortación Apostólica, en la que se recogen los frutos de los trabajos de la sesión ordinaria del Sínodo de los Obispos celebrada en 1977, que tenía como tema la catequesis. Al mismo tiempo ya se está preparando la sesión siguiente, que se celebrará en él próximo año 1980 y que examinará el tema, ya debidamente aprobado: "Misión de la familia cristiana en el mundo contemporáneo". La Secretaría general del Sínodo de los Obispos, después de que el Consejo, elegido en la sesión precedente, las examinara en reunión plenaria, ha enviado a todas partes las. "Líneas generales" (Lineamenta) para que se realice una amplia consulta entre las Conferencias Episcopales.

7. Por lo que se refiere a los Ateneos Católicos a nivel universitario, se ha producido un hecho de especial importancia: la promulgación de la Constitución Apostólica Sapientia christiana que, a su debido tiempo, en ella previsto, sustituirá a la vigente Constitución Deus Scientiarum Dominus. Desde aquel momento no tendrán ya vigor las Normae quaedam emanadas en 1968, obligatorias durante el tiempo necesario para preparar la nueva Constitución, según la voluntad y la mente del Concilio Vaticano II.

Para elaborar esta Constitución se han empleado bastantes años; por no hablar de todo el trabajo realizado, baste sólo recordar que han sido consultadas todas las Conferencias Episcopales y todos los Ateneos Católicos a nivel universitario.

Esperamos, por tanto, que las disciplinas sagradas reciban nuevo impulso y sean capaces de consolidar la fe, dirigir bien la moral, ahuyentar los errores, con adhesión al Magisterio de la Iglesia.

8. Finalmente, no debemos olvidar sino recordarlo, al menos brevemente, el ecumenismo, que ha sido uno de los principales intentos del Concilio (cf. Unitatis redintegratio, 1). En síntesis, puede decirse que en estos meses se han tenido varias reuniones con los representantes de las religiones cristianas todavía no unidas a nosotros en comunión plena; a la par que nos alegramos de corazón por ello, exhortamos insistentemente a todos —ya que la solicitud por realizar la unión afecta a toda la Iglesia (ib. 5)— a perseverar cada vez con mayor diligencia en el noble esfuerzo por rehacer esta unidad, querida por Cristo.

Y se puede también añadir que ha habido verdaderos contactos con los no cristianos, tratando de obedecer al Concilio Vaticano II, el cual ha ordenado que de eso modo "cooperemos a edificar el mundo en la verdadera paz" (cf. Gaudium et spes, 92).

Esto es, venerables hermanos, cuanto el corazón nos impulsaba a decir. Que los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, cuya solemnidad celebramos ayer y que testimoniaron su amor a Cristo con su sangre, protejan esta Iglesia Romana y esta Sede Apostólica, con las cuales os une a vosotros un vínculo especial. Pero sobre todo pidamos la ayuda de la Madre de Dios, a la que recomendamos con especial confianza a vosotros y a todos nuestros hermanos e hijos. Y para fortaleceros en el excelso grado que ocupáis dentro de la Santa Iglesia, os impartimos con todo el corazón la bendición apostólica.

Y ahora nos complace recordar los nombres de los distinguidos prelados que hemos juzgado dignos de ser agregados a vuestro eminentísimo Colegio. en este sacro Consistorio:

— Agostino Casaroli, arzobispo titular de Cartago;

— Giuseppe Caprio, arzobispo titular de Apollonia;

— Marco Cé, patriarca de Venecia;

— Egano Righi-Lambertini, arzobispo titular de Doclea;

— Joseph-Mario Trinh van-Can, arzobispo de Hanoi;

— Ernesto Civardi, arzobispo titular de Sardica;

—Ernesto Corripio Ahumada, arzobispo de México;

— Joseph Asajiro Satowaki, arzobispo de Nagasaki;

— Roger Etchegaray, arzobispo de Marsella;

— Anastasio Alberto Ballestrero, ocd., arzobispo de Turín;

— Tomás O'Fiaich, arzobispo de Armagh:

— Gerald Emmett Carter, arzobispo de Toronto;

— Franciszek Macharski, arzobispo de Cracovia;

— Wladyslaw Rubin, obispo titular de Serta.

 



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