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VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ, TRINIDAD Y TOBAGO

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO DE VENEZUELA

Caracas 26 de enero de 1985

 

Venerables y queridos hermanos en el Episcopado, 

1. Cuando todavía está fresco en mí memoria el agradabilísimo recuerdo de vuestra visita “ad limina”, hoy tengo la alegría de haceros yo una visita en vuestra tierra. Puede verse así realizada la calurosa invitación que hace tiempo me hicisteis, para que viniera a ver y alentar en su camino a la comunidad fiel de Venezuela. Quiero, pues, agradeceros una vez más esa invitación fraterna y la hospitalaria acogida que me brindáis apenas llegado a vuestra Patria.

“Conozco tus obras, tus fatigas y tu constancia” (Apoc. 2, 2) podría decir con San Juan a cada uno de vosotros, que compartís conmigo la solicitud por toda la Iglesia (Cfr. Lumen Gentium, 2). Me complazco pues en alentaros en la obra que realizáis en la causa del Evangelio, entregando vuestras fuerzas a las Iglesias que el Espíritu Santo os ha confiado (Cfr. ibid. 20).

Sois los herederos y continuadores de aquella obra evangelizadora, a la celebración de cuyo V centenario nos estamos preparando, iniciada por abnegados y celosos misioneros, venidos de otras Iglesias; y continuada, no sin grandes dificultades y sacrificios, durante casi medio milenio.

Una obra colosal, realizada con escasez de medios y de personas, cuyo fruto ha penetrado tan hondo en la entraña nacional que ha hecho de la fe católica un rasgo esencial de la identidad venezolana.

2. Acabo de llegar a vuestra tierra. Vosotros sabéis bien cómo habría deseado llevar mi presencia a otros lugares, que el programa adoptado no me permitirá visitar; a pesar del vivo e insistente deseo de Pastores, Autoridades y fieles.

Vosotros sabéis también que el propósito de este viaje apostólico es visitar a la comunidad cristiana, a todo el Pueblo de Dios de Venezuela con sus Pastores al frente.

Por ello, en este encuentro, que tiene la prioridad que merecen los hermanos y guías en la fe de estas Iglesias particulares, quiero saludar en vuestras personas a todas y cada una de las diócesis de Venezuela. Es mí afectuoso recuerdo y saludo a cada uno de los miembros de vuestras Iglesias diocesanas, a los agentes de la pastoral, a las almas de especial consagración, a los diáconos, seminaristas o novicios, a los miembros de todos los movimientos de apostolado y del Pueblo fiel. Ninguno queda fuera de mi recuerdo, de mí aliento en su fidelidad a Cristo, de mi oración. Sobre todo sí están enfermos, viven en la pobreza o sufren.

Así, pues, que la voz del Apóstol Pedro, de la que se hace eco de comunión su Sucesor en la sede de Roma, llegue a todas vuestras Iglesias: “Paz a todos los que estáis en Cristo” (1 Petr. 5, 14).

Paz a la Iglesia en Caracas, a su cardenal-arzobispo y auxiliares, y al Pueblo de Dios; a los fieles de Calabozo, la Guaira, Los Teques, San Fernando de Apure y sus Pastores.

Paz a la comunidad eclesial de Barquisimeto y a su Pastor, al obispo auxiliar y Pueblo de Dios; a los obispos y fieles de Guanare y San Felipe.

Paz a la sede metropolitana de Ciudad Bolívar, con su arzobispo y auxiliar, junto con los fieles; paz al Pueblo de Dios de Barcelona, Ciudad Guayana, Cumaná, Margarita y Maturín, con sus obispos Pastores.

Paz a la arquidiócesis de Maracaibo, a su Ordinario y fieles; a los prelados de Cabimas y Coro, con el Pueblo de Dios.

Paz al pueblo cristiano de Mérida, a su arzobispo y auxiliar, a las comunidades eclesiales de Barinas, San Cristóbal de Venezuela y Trujillo, y a los Pastores que las presiden en la fe.

Paz a la grey de Cristo de Valencia, a su metropolitano y auxiliares; al Pueblo de Dios de Maracay y San Carlos de Venezuela, así como a sus prelados.

Paz a cuantos están en Cristo en los vicariatos de Caroní, Machiques, Puerto Ayacucho, Tucupita y a sus Pastores. Como también un abrazo de paz a los Pastores que dejaron el cuidado de su grey por motivos de edad y ahora edifican a la Iglesia desde el trabajo, la oración y la esperanza.

¡Paz a todos los que estáis en Cristo!

3. En vosotros, hermanos, continuadores de una rica herencia eclesial, quiero rendir homenaje de admiración y reconocimiento a los obispos que os han precedido, a comenzar por Rodrigo de Bastidas (1532-1542), primer obispo de Venezuela, que desde la sede episcopal de Santa Ana de Coro, abre la serie de los Pastores de estas Iglesias de Dios, con los cuales estáis unidos por los vínculos de un común destino y de la legítima e ininterrumpida sucesión apostólica.

Desearía nombrarlos a todos, pero sería demasiado largo; me contentaré pues con espigar algunos nombres entre tantas figuras señeras y dignas de encomio.

Quiero recordar al docto fray Pedro de Agreda (1561-1579) que, ante la urgencia de ministros para la predicación del Evangelio y conversión de los indios, inicia personalmente las clases de latinidad y teología. Con idéntica preocupación, el obispo fray Antonio González de Acuña (1670-1682) erige más tarde y organiza el seminario de Santa Rosa de Lima en Caracas.

Recordamos igualmente a Diego de Baños y Sotomayor (1682-1714), que celebra el más importante sínodo de la Iglesia en Venezuela, cuyas constituciones rigieron hasta principios de este siglo. A Diego Antonio Díez Madroñero (1756-1769), de gran piedad y celo, devotísimo de la Virgen bajo la sugestiva advocación de Nuestra Señora de la Luz, que quiso dar nombres marianos a las calles de Caracas. A Mariano Martí (1770-1792), el obispo itinerante, civilizador y fundador de pueblos. A lomo de cabalgadura, durante 13 años realiza la visita pastoral de su inmenso obispado, desmembrado hoy en 15 diócesis; y de la minuciosa visita a más de 300 ciudades y pueblos deja tan detallada relación que constituye fuente única e inagotable para la historia y la sociología colonial. A Francisco de Ibarra (1792-1806), primer prelado nativo del país, primer obispo de Guayana y primer arzobispo de Caracas. A Rafael Lasso de la Vega (1815-1828), obispo de Mérida, insigne por haber contribuido, con su prestigio y mediación, a normalizar las relaciones de las nacientes repúblicas con la Sede de Pedro. A Ramón Ignacio Méndez (1827-1839), prócer de la Independencia y defensor intrépido de los derechos y libertades de la Iglesia, por lo que sufre dos destierros y muere en el exilio. A Silvestre Guevara y Lira (1852-1876), que tampoco duda en oponerse a las indebidas ingerencias del poder temporal y sufre igualmente duro destierro.

Y ya en este siglo, citemos a Antonio Ramón Silva (1894-1932), obispo de Mérida, uno de los grandes artífices de la organización de la Iglesia en los Andes venezolanos. A Juan Bautista Castro (1905-1915), alma eucarística, que celebra el primer Congreso Eucarístico de Venezuela, consagra la República al Santísimo Sacramento y funda la benemérita congregación de Siervas del Santísimo. A Francisco Antonio Granadillo (1923-1927), primer obispo de Valencia, formador de ejemplares sacerdotes. A Lucas Guillermo Castillo (1923-1955), primer obispo de Coro y arzobispo luego de Caracas y Primado de Venezuela, celoso y humilde Pastor, que dedica con predilección su atención pastoral a la gente sencilla. A José Humberto Quintero, cultor de las bellas letras y primer cardenal venezolano, cuya reciente desaparición todavía lamentamos.

La obra que estos, y otros dignos obispos venezolanos han realizado, con la ayuda insustituible de sacerdotes y con la valiosa aportación de las órdenes y congregaciones religiosas, especialmente en la educación de la juventud, bien puede definirse insigne; pero falta no poco para considerarse concluida. Os toca a vosotros continuarla y completarla en el nuevo contexto histórico.

En efecto, el progreso técnico e industrial del país, su crecimiento demográfico, los agudizados contrastes sociales, las nuevas condiciones culturales, plantean enormes retos, a los que urge responder; con constancia y decisión, con abnegación y celo apostólico, con nuevas y eficaces iniciativas pastorales; comprometiendo en la tarea común a todos los miembros del Pueblo de Dios.

4. Durante nuestros encuentros en Roma con motivo de vuestra visita “ad Limina” y que continúan esta tarde, reflexionamos sobre algunas líneas programáticas de acción que siguen siendo válidas. Por ello no vοy a ahondar en los mismos tópicos.

Deseo, sin embargo, casi a modo de corolario, referirme a algunos aspectos que me parecen de particular importancia.

Los obispos, en comunión con la Cátedra de Pedro, son “veritatis catholicae testes” y “authentici fidei doctores et magistri” (Lumen Gentium, 25). Esa relación con el depósito de la fe, confiado por Cristo a la Iglesia para que lo custodie y lo anuncie, es fuente de graves obligaciones, que caracterizan la función episcopal.

Ante todo, el anuncio de la Palabra, incesante, valiente, a tiempo y a destiempo (2 Tim. 4, 2), promoviendo la convencida colaboración de todos los sacerdotes, agentes de pastoral y aun fieles, según la función y condición propia de cada uno, y de acuerdo con las normas de la Iglesia.

Al anuncio se debe acompañar la caridad pastoral y la vigilancia, para “apartar de la grey los errores que la amenazan” (Lumen Gentium, 25; 2 Tim. 4, 1-4). Delicado deber, que exige especial tacto pastoral, ya sea para ganar al que yerra, ya sea para impedir que la fe da la comunidad sufra detrimento.

Vosotros sabéis muy bien que hoy no faltan por desgracia quienes, abusando de la misión de enseñar recibida de la Iglesia, anuncian no la verdad de Cristo, sino sus propias teorías; a veces en abierto contraste con el Magisterio de la Iglesia; como tampoco faltan quienes desfiguran el mensaje evangélico, instrumentalizándolo al servicio de ideologías y de estrategias políticas, en búsqueda de una ilusoria liberación terrestre, que no es la de la Iglesia ni la del verdadero bien del hombre.

Ante semejantes situaciones, los Pastores y guías en la fe del Pueblo de Dios deben responder, exponiendo íntegra y fielmente la recta doctrina, rectificando tempestivamente los errores, corrigiendo con caridad y firmeza a los errantes, y sobre todo impidiendo que se abuse de la potestad recibida de la Iglesia.

Pero la fe no sólo ha de ser creída, sino también practicada, aplicada a la vida. No hay sectores de la actividad individual o social que puedan escapar a su orientación; la cual, sin detrimento de la legítima autonomía de las realidades terrestres, debe penetrar con el espíritu del Evangelio el orden social, económico o político.

El Concilio Vaticano II califica de “uno de los más graves errores de nuestro tiempo, el divorcio entre la fe y la vida diaria” (Gaudium et Spes, 43). Lograr tal reactivación práctica de la fe que supere esa incoherencia, es tarea colosal, hacía la que debe dirigirse vuestra solicitud pastoral.

5. Uno de los sectores donde la fe católica del pueblo venezolano debe explicitarse más es la familia; cuya importancia clave, para la sociedad y para la Iglesia, no será nunca suficientemente ponderada.

Conozco los males, no pocos y algunos crónicos, que afectan a la familia en Venezuela, la debilitan y a veces casi la destruyen. Muchos tienes raíces sociales e históricas, que pueden llamarse atávicas. Derivan, entre otras cosas, de la ignorancia o insuficiente formación en la fe, de condiciones sociales precarias, de una concepción hedonista de la vida.

La presencia pastoral y educadora de la Iglesia puede representar para las familias venezolanas un valioso puntal, que les ayude a contrarrestar las peligrosas asechanzas que les amenazan.

También al Estado corresponde en ese campo una importante función, como reconoce la misma Constitución de Venezuela, cuando establece en su artículo 73: “El Estado protegerá a la familia como célula fundamental de la sociedad y velará por el mejoramiento de su situación moral y económica. La ley protegerá al matrimonio, favorecerá a la organización del patrimonio familiar inembargable y proveerá lo conducente a facilitar a cada familia la adquisición de vivienda cómoda e higiénica”.

Es menester que tan solemne disposición constitucional encuentre democrática y coherente correspondencia en las otras leyes del Estado, que deben, por consiguiente, promover y proteger los valores fundamentales de la institución familiar, entre ellos su unidad e indisolubilidad; favorecer el libre y apropiado ejercicio de los derechos de los padres, especialmente en relación a la educación, y de los hijos mismos a tener un hogar unido y estable.

Se impone aquí para vosotros una tarea grave e insoslayable, que requiere prudencia y firmeza a la vez; para exponer con valentía las exigencias de la fe, esclarecer dudas, animar, persuadir; sabiendo ser, en una palabra, la crítica conciencia moral de la sociedad, que señala responsabilidades y denuncia eventuales desviaciones.

Este exigente servicio pastoral al que he aludido: servicio continuo y vigilante, inteligente y creador, prudente e intrépido, ha de derivar en vosotros de un gran amor y fidelidad a Jesucristo, “camino, verdad y vida”, y a la Iglesia por El fundada.

6. No podría terminar este encuentro sin señalar antes a vuestra atención, aunque sea brevemente, algunos campos a los que ha de abrirse, con nueva creatividad, vuestra solicitud de Pastores y la de vuestros colaboradores.

El mundo de la cultura requiere el particular cuidado que su gran importancia implica. Sé que habéis hecho en Venezuela constantes esfuerzos —con la ayuda sobre todo de los institutos religiosos— para llevar una necesaria presencia de la Iglesia a la escuela y colegios.

Los niveles superiores de la formación de la juventud, sobre todo el campo universitario, deben suscitar vuestro esfuerzo, para implantar una adecuada pastoral también en ese campo.

Esto lleva consigo, obviamente, la selección de personal bien cualificado y de profundo sentido eclesial y humano. Tal personal, en sincera unión con los Pastores y con gran conciencia de su fidelidad a la doctrina y normas de la Iglesia, ha de llevar a cabo una adecuada pastoral en todas las altas instancias donde se forjan los futuros dirigentes del país. A la vez ha de establecer —con una oportuna evangelización del mundo cultural— un fecundo diálogo entre fe y cultura, a todos los niveles, y suscitar la mutua colaboración, en el servicio a la verdad y al bien del hombre y mujer venezolanos.

El esfuerzo en el terreno social es otro sector que reclama un decidido compromiso, como Pastores y como Iglesia, en vuestra nación.

Vuestro país posee abundantes riquezas, lo cual no impide que haya amplios estratos sociales sumidos en la pobreza, y aun en la pobreza extrema. Sé que os preocupa justamente esta situación precaria de tantos venezolanos, que denuncia una mala distribución de los recursos de la sociedad y de su útil aprovechamiento.

Es verdad que la Iglesia tiene su misión propia y específica en la tarea de educación en la fe y de salvación en Cristo Redentor. Eso nunca puede ser olvidado ni relegado a un segundo lugar. Sin embargo, es también cierto que Cristo quiere la dignidad de todo hombre y de todo el hombre. Por eso la Iglesia, los obispos, sacerdotes, religiosos y fieles —sobre todo éstos, que han de transformar el mundo desde dentro, como tarea propia, a luz de la fe— han de colaborar en todo lo posible a esa dignificación y elevación del hombre; para hacerlo más humano, más desarrollado y más abierto al Dios de la trascendencia.

Os exhorto, por ello, a difundir cada vez más la enseñanza social de la Iglesia entre vuestros sacerdotes, seminaristas, religiosos y fieles. Buscad todos los caminos posibles. Y que ello contribuya a una mayor elevación moral y material de los necesitados.

Predicad también sin descanso las exigencias sociales del cristianismo; y favoreced todas las formas de acercamiento y ayuda —con tal que sea con criterios y finalidades evangélicas, según las indicaciones de la Iglesia—  a los más necesitados de vuestros fieles, del hombre venezolano que sufre.

La promoción de las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa ha de ser otro empeño decidido en vuestros programas de acción. Es la conclusión natural de cuanto antes hemos dicho. Porque los objetivos señalados necesitan personas —cada vez más— que los lleven a cabo.

Este que casi pudiéramos llamar mal endémico, la escasez de vocaciones, ha sido paliado en parte gracias a la generosidad de otras Iglesias y personas venidas desde ellas. Estas merecen el máximo aprecio y agradecimiento, como lo sentís vosotros. Pero ello no os exime de hacer esfuerzos nuevos, para tratar de resolver el problema desde la creatividad y dinamismos de la Iglesia en Venezuela.

7. Mis queridos hermanos: Otros temas que están en vuestro ánimo de Pastores requerirían nuestra reflexión, pero no podemos alargarnos a todos ellos.

Querría terminar con un vivo agradecimiento y aliento en vuestra difícil y sacrificada entrega a la Iglesia. Proseguid en el empeño, con gran esperanza. “Pues así se os dará amplia entrada en el Reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Petr. 1, 11).

Que El os llene de serenidad y confianza. Y que la Madre y Patrona de Venezuela, la Virgen Santísima de Coromoto, sea vuestra guía hacia la patria eterna. Así sea.

 



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