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VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ, TRINIDAD Y TOBAGO

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON LOS TRABAJADORES EN LA PLAZA DE SAN FRANCISCO

Quito, miércoles 30 de enero de 1985

 

Queridos trabajadores:

1. Desde estos lugares históricos en los que, hace cuatro siglos y medio, el padre Ricke y sus compañeros sembraron el primer trigo en la tierra fecunda del Ecuador, y con él la semilla del Evangelio, dirijo mi afectuoso saludo a vosotros, trabajadores, trabajadoras, campesinos, a vuestras familias y a todos los hombres y mujeres del mundo del trabajo esparcidos por la geografía del país.

El admirable conjunto arquitectónico, llamado «el Escorial de los Andes», sirve de marco a nuestro encuentro: es el fruto del esfuerzo y del sudor de tantos trabajadores que levantaron aquí el templo, el convento y la plaza de San Francisco. Ellos, con el silencioso lenguaje de la piedra, siguen entonando un himno a la fe, al arte y particularmente al trabajo del hombre ecuatoriano. Ellos fueron también el marco de la Escuela quiteña de arte, que tanta belleza produjo y que elevó la condición social de tantas personas.

Vuestra presencia, hermanos trabajadores, vuelve mí memoria a los años de mí juventud. A mí experiencia inolvidable de trabajador, que como vosotros soportó las alegrías y las tristezas, los logros y las frustraciones que acompañan vuestra dura vida de trabajo. Este recuerdo permanente, junto con las obligaciones de mi ministerio pastoral, me han impulsado a dedicar en tantas ocasiones una atención especial a los problemas del trabajo. A ellos he consagrado también mí Encíclica «Laborem Exercens». Espero que todos los trabajadores y fieles de este amado país, en el que dicho Documento ha hallado una acogida calurosa, como en otros países de América Latina, encuentren en sus páginas luz, para un conocimiento más amplio y profundo del pensamiento actual de la Iglesia sobre el trabajo y los trabajadores.

2. La problemática de frecuente injusticia y explotación del trabajador ha preocupado desde antiguo a la Iglesia. Ella, para tratar de buscar una respuesta a esos problemas, ha emanado una serie de documentos que componen la llamada doctrina social de la Iglesia.

Esa doctrina, que los Papas tenemos el derecho y deber de proclamar a todas las gentes de buena voluntad —come parte importante del mensaje de salvación—, tiene principios válidos en todas partes; pero han de acomodarse a las diversas circunstancias de cada pueblo.

Si miramos en concreto a vuestra situación, no podemos ignorar los momentos nada fáciles en que se encuentra vuestra patria en el terreno económico-social. Al igual que otros países de América Latina y del resto del mundo, el vuestro —junto a desequilibrios estructurales anteriores—, sufre en estos momentos el peso enorme de una deuda exterior que amenaza su desarrollo. Y las consecuencias de un proceso inflacionario que arrastra consigo el aumento de los precios y la disminución del poder adquisitivo de la moneda. A esto se añade el grave problema de la desocupación, del subempleo y de la falta de puestos de trabajo. Sabemos que todos estos problemas obedecen a causas muy complejas; y que una solución eficaz no puede encontrarse sin resolver a la vez cuestiones que dependen del orden económico internacional. Pero me duele sobre todo que sean principalmente los más pobres, los más débiles en recursos, quienes deban sufrir con mayor gravedad las consecuencias negativas de esta crisis económica.

Frente a todo ello, es verdad que la Iglesia no tiene la competencia ni los medios para ofrecer soluciones técnicas a tales problemas. Sin embargo, como parte integrante de su misión, puede y debe proclamar siempre los principios y valores morales, humanos y cristianos, de la vida social. Estos pueden ayudar eficazmente a iluminar las conciencias, a cambiar los corazones y a impulsar las voluntades de todos los ciudadanos; especialmente de quienes tienen la posibilidad, y la responsabilidad, de poner los medíos para crear un orden social más justo; capaz de superar también las dificultades que se presenten en las diversas coyunturas adversas. Como dije en Puebla, «urge sensibilizar a los fieles acerca de esta doctrina social de la Iglesia. Hay que poner particular cuidado en la formación de una conciencia social a todos los niveles y en todos los sectores.
Cuando arrecian las injusticias y crece dolorosamente la distancia entre pobres y ricos, la doctrina social, en forma creativa y abierta a los amplios campos de la presencia de la Iglesia, debe ser preciso instrumento de formación y de acción» (Discurso en la inauguración de la III Conferencia general del episcopado latinoamericano, III, n.7, Puebla, 28 de enero de 1979: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II (1979) 208). Una vez más, en nombre del Evangelio, debemos convocar a todos los ciudadanos a un esfuerzo sin descanso. Para alcanzar una sociedad más justa, donde la vida de todos sea más humana, más digna del hombre. Hemos de esforzarnos por conseguir que desaparezca gradualmente ese abismo intolerable que separa a quienes poseen excesivas riquezas, poco numerosos, de las grandes multitudes de pobres y de los que incluso viven en la miseria. Hay que hacer todo lo posible y hasta lo casi imposible para que, ante todo, este abismo no aumente, sino que vaya disminuyendo, en aras de una mayor igualdad social; de tal modo que la actual distribución, tantas veces injusta, de los bienes producidos por el trabajo de todos, ceda su puesto a una más justa distribución entre los varios sectores de la sociedad.

De este esfuerzo, constante e incansable, por una mayor justicia, fruto de la colaboración y de la solidaridad entre todos los miembros de la sociedad, dependen además el presente y el futuro de las nuevas generaciones (Cfr. Discurso durante la visita a la favela Vidigal de Río de Janeiro, n. 3, 2 de julio de 1980: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 2 (1980) 25 s.).

3. Queridos trabajadores y trabajadoras: Quiero ahora recordares algunos puntos que la doctrina social de la Iglesia considera básicos en su concepción del trabajo, y que os pueden guiar en esa lucha por un orden social más justo.

La Palabra de Dios, desde las páginas del Génesis hasta los pasajes del Nuevo Testamento que nos proponen el ejemplo de Cristo trabajador, nos dejan múltiples testimonios de la dignidad y significación profunda del trabajo humano. En efecto, el hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra de la creación y de su perfeccionamiento, cumpliendo el mandamiento del Señor de someter y dominar la tierra (Cfr. Gen. 1, 28). El trabajo es, además, «un bien del hombre, un bien de la humanidad, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza, adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre; es más, en cierto sentido se hace más hombre» (Laborem Exercens, 9. 23).

Ello confiere al trabajo y a quien lo ejerce una dignidad que lo realiza como persona y lo hace solidario con los demás. Vosotros, trabajadores, sabéis lo que significa trabajar para satisfacer vuestras necesidades y las de vuestras familias; porque el trabajo «es el fundamento sobre el que se forma la vida de la familia, y la primera escuela de trabajo para todo hombre» (Ibid. 10). Vuestro trabajo es también un servicio a los demás, a la ciudad o al pueblo en que vivís, a la nación entera; porque «la patria es una gran encarnación histórica y social del trabajo de todas las generaciones» (Ibid.). Realizad, pues, vuestro trabajo convencidos de vuestra dignidad; con ansias de superación personal y familiar; en espíritu de servicio y solidaridad; con sentido del deber y seriedad que en él ha de empeñares.

La sociedad, por su parte, deberá reconocer en vosotros, en vuestro trabajo, uno de los fundamentos de su propia prosperidad y de su futuro. Por ello, todo orden social que quiera servir al hombre, habrá de colocar como fundamento de su legislación, de sus instituciones y de su vida productiva, esta valoración del trabajo de sus ciudadanos, evitando siempre convertirlo en una simple mercancía, en objeto de compra y venta en el mercado; como sucede tantas veces en la sociedad de nuestros días, bajo el influjo de las diversas ideologías.

Por eso, las condiciones indispensables de dignidad personal que deben acompañar cualquier forma de trabajo, por humilde que sea; su justa retribución mediante un salario capaz de llenar las necesidades honestas de la familia; así como la afirmación de los derechos que el feliz desarrollo de la conciencia social ha ido concediendo a los trabajadores —como la seguridad social, pensiones, etc.— son exigencias morales que obligan en conciencia. Incluso gravemente, aun en los casos en que la legislación vigente no ha podido traducirlo todavía en textos jurídicos eficaces.

4. Ahora deseo dirigir unas palabras en particular a los trabajadores del campo, que constituyen una parte importante del mundo trabajador ecuatoriano.

En la historia del país no han faltado momentos, como aquel llamado «petrolerismo», en que muchos abandonaron las faenas agrícolas, para buscar otros medíos de subsistencia en el área de la industria y de los servicios. Es innegable, sin embargo, que el trabajo del campo continúa teniendo un puesto de primer plano en la vida del Ecuador. Sin duda, «el mundo agrícola, que ofrece a la sociedad los bienes necesarios para su sustento diario, reviste una importancia fundamental» (Laborem Exercens, 21) que no siempre se reconoce efectivamente.

Sé que con frecuencia las condiciones de vida del campesino ecuatoriano, como el de otros países de América Latina, presentan no leves dificultades: jornadas laborales extenuantes; falta de la necesaria tecnología; salarios insuficientes; carencia en la formación profesional del agricultor; deficiente tutela de sus derechos laborales y asociativos; falta de protección en caso de vejez, enfermedad o desocupación; y, en general, un nivel de vida inferior al de otros sectores de la sociedad.

Urge, por ello, introducir, con la colaboración de todos, los cambios necesarios para dar a la agricultura y a los hombres del campo su justo valor, dentro del conjunto de la sociedad ecuatoriana. Vaya, pues, desde aquí mí voz de aliento y estímulo a todas aquellas iniciativas orientadas a completar, en todas sus dimensiones, la reforma agraria, dotando a los campesinos de aquellos medios técnicos, financieros, legales y de cultura, que les permitan incrementar el rendimiento de su trabajo, y elevar la calidad de vida para ellos y sus familias. Y vosotros, queridos campesinos, sed solidarios y colaborad en iniciativas que vosotros mismos podáis promover.

5. Desde la «Rerum Novarum» de León XIII, la doctrina social de la Iglesia ha insistido en la importancia de la «solidaridad de los trabajadores» y de la «solidaridad con los trabajadores» (Cfr. Laborem Exercens, 8) en la defensa de sus derechos y en la larga lucha contra las injusticias a las que han estado sometidos, desde el comienzo de la era industrial.

Todavía hoy sigue siendo indispensable esta solidaridad, que ha de encontrar cauce adecuado en las organizaciones sindicales y profesionales. Cuando son verdaderamente representativas de los legítimos intereses y aspiraciones de los trabajadores, y no fuerzas políticas quizá separadaś de ellos. Deseo, por esto, manifestar mí aliento y confianza en las organizaciones laborales, que, manteniéndose fieles a los principios del Evangelio y a la doctrina social de la Iglesia, buscan para sus asociados la promoción integral de la persona humana; el respeto y la defensa de sus inalienables derechos; la justicia en las relaciones laborales; la solidaridad mutua y la participación activa, desde el campo o desde la ciudad, en la vida nacional.

6. Expreso, finalmente, mi mayor anhelo de que la Iglesia católica en Ecuador, con sus Pastores al frente, dedique esfuerzos renovados en la urgente labor evangelizadora en el mundo del trabajo. Sin perder de vista aquellas realizaciones del pasado que dieron origen a las organizaciones laborales inspiradas en los principios cristianos —ricos en humanidad y basados en la dignidad de la persona del trabajador—, pido a mis hermanos obispos, a los sacerdotes, a los agentes de pastoral, a los líderes laborales y a los trabajadores, que hagan causa común, inspirándose en los principios actualizados de la doctrina social de la Iglesia. Para que el mundo del trabajo logre hallar derroteros de justicia, de libertad, de fraternidad, de corresponsabilidad en el destino común; manteniéndose firme al amor de Cristo, que enseña la verdadera paz, la liberación moral y material del trabajador y de todos los hombres.

Queridos trabajadores del Ecuador: Sed bien conscientes de vuestra dignidad como hombres y como cristianos. Vuestra fe cristiana y las realidades que ella os enseña son una gran riqueza. Que nadie sea capaz de quitárosla. Esforzaos por todos los medíos en mejorar vuestra situación humana, como quiere la Iglesia. Pero que nadie os haga olvidar vuestra riqueza interior, vuestro espíritu, que es capaz de Dios y de un destino eterno. Que nunca aceptéis sistemas de violencia que contradicen vuestra fe católica. Y no os separéis de vuestra Iglesia; sino cread con su guía iniciativas de promoción y dignidad crecientes, que os den mayor bienestar para el cuerpo y salvación para el espíritu. Así sea, con mi Bendición para vosotros y vuestras familias.

 



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