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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE TÚNEZ
ANTE LA SANTA SEDE
*

Jueves 24 de noviembre de 1988

 

Señor Embajador:

Me resulta siempre agradable recibir a las personalidades que han sido escogidas y acreditadas ante la Santa Sede como Embajadores Extraordinarios y Plenipotenciarios de sus Gobiernos. Le quedaré agradecido por transmitir a Su Excelencia el Señor Zine EI Abidine Ben Ali, Presidente de la Republica de Túnez, mi cordial gratitud por los deferentes saludos y los calurosos deseos que os ha encargado me expresaseis, dirigidos tanto a mi persona como a mi pontificado.

Los sentimientos y convicciones contenidos en su amable saludo han captado todo mi interés. Vuestras primeras palabras querían ser fiel eco del pensamiento del Señor Presidente Ben Ali, a saber, de su vivo deseo de continuar y fortalecer los lazos de entendimiento cordial entre Túnez y la Sede Apostólica de Roma. Me alegro profundamente. A este respecto, la historia nos depara felices sorpresas. Desde el siglo XI, un Emir musulmán, Rey de lo que entonces era la Mauritania, enviaba al Papa Gregorio VII a un sacerdote para que fuera ordenado obispo. Gregorio VII agradeció al Rey su bondad e invitó incluso a cristianos y musulmanes a encontrarse en las cimas de la vida espiritual.

Ha tenido también, Señor Embajador, la delicadeza de destacar los incesantes esfuerzos desarrollados por la Santa Sede en favor de objetivos fundamentales para el auténtico bienestar del hombre y de todos los pueblos: el respeto absoluto de toda persona humana, el reparto cada vez mas equitativo de los bienes, la participación del pueblo en la vida pública y la formación que exige tal derecho, el recurso a las vías del diálogo a escala nacional e internacional y el abandono de los caminos de conflictos mortíferos, inútiles y empobrecedores, la finalidad de todo Estado digno de tal nombre que es estar al servicio del bien de todos los ciudadanos. Y no ha dudado, ciertamente por convicción personal, en referencia a la idea que con frecuencia defiendo, especialmente a lo largo de mis viajes apostólicos, a saber, que el respeto por toda persona humana y por sus inalienables Derechos deriva de su creación a imagen de Dios y de su destino trascendente.

Precisamente, en el marco de la Diplomacia en general y de su misión particular ante la Santa Sede, experimentará la satisfacción –lo deseo vivamente a Su Excelencia – de trabajar para esta defensa y promoción de los Derechos Humanos, sin olvidar que todo hombre tiene también deberes respecto de sus semejantes. En una palabra, desde la discreción que caracteriza a los diplomáticos, no solo contribuirá a fortalecer las relaciones cordiales entre su Gobierno y la Sede Apostólica de Roma, sino que también cooperará en favor del bien más precioso de la Humanidad: la paz, en la justicia y la fraternidad. Estoy persuadido de que los lazos de amistad establecidos con los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede le serán gratos y benéficos. Mis colaboradores tomarán como un deber aportarle todo el apoyo que usted tiene derecho a esperar de ellos.

Al finalizar este encuentro, permítame, Señor Embajador, formular cordiales deseos por su País, para que, conducido por el Señor Presidente Zine El Abidine Ben Ali, conozca la concordia y la prosperidad y siga avanzando hacia la conquista y práctica de los valores morales antes enunciados. ¡Ojalá pueda continuar igualmente ejerciendo un papel de moderador en una región que tanto necesita de una paz justa y duradera!

Finalmente deseo de corazón augurarle un feliz desarrollo de su misión ante la Santa Sede. ¡Ojalá su estancia en Roma, Señor Embajador, pueda aportarle nuevos gozos culturales, visiones enriquecedoras del mundo actual, la felicidad de penetrar desde el interior la acción de la Santa Sede y algo del misterio de la Iglesia. Confío al Dios único, todopoderoso y misericordioso, invocado por nuestros hermanos musulmanes y por los cristianos, el éxito de la misión que hoy inaugura, así como el presente y futuro de su querido País.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.52, p.6.



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