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VISITA OFICIAL DEL SEÑOR FERNANDO HENRIQUE CARDOSO
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA FEDERAL DE BRASIL

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II*

Viernes 14 de febrero de 1997

 

Señor presidente:

1. Es para mí motivo de particular satisfacción el singular momento de esta visita oficial, en la que su excelencia, como mandatario supremo de la República federal de Brasil, acompañado por ilustres personalidades del séquito, viene a Roma para encontrarse con el Sucesor de Pedro. En su persona veo a toda la nación brasileña, de norte a sur y de este a oeste; en este momento, deseo encontrarme con ella a fin de expresarle mis más cordiales saludos, y mis deseos de paz y prosperidad para cada rincón de ese país, que es casi un continente.

Lo hago con mi mayor estima, para manifestar mis nobles sentimientos personales, pero, sobre todo, por ser un reflejo de las excelentes relaciones que existen entre la Santa Sede y Brasil, mantenidas y cimentadas constantemente por la colaboración leal entre la Iglesia local y el Estado. Con estas relaciones, que respetan la mutua independencia, la Iglesia no busca privilegios, sino el espacio suficiente de acción para cumplir su misión, en el campo religioso, para el bien común, al servicio del hombre y la mujer, en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y, al mismo tiempo, de su ser comunitario y social, situado en numerosas relaciones, contactos, situaciones y estructuras que lo unen a otros seres de la propia tierra.

2. Además de ese motivo de las buenas relaciones, hay otro que determina la alegría de este encuentro: el hecho de que se trata de un pueblo cuya mayoría profesa la religión católica, con un pasado glorioso de adhesión a la causa de Cristo y de la Iglesia, y de benemérita acción evangelizadora. Al final de este siglo, Brasil conmemorará quinientos años de historia; sin duda alguna, se trata de una fecha significativa, pues permite afirmar ante la comunidad de las naciones su acentuada personalidad en el campo social, económico y cultural, de gran relieve y prometedora proyección para el nuevo milenio que se acerca. En este sentido, la presencia de la Iglesia seguirá colaborando, por voluntad del Altísimo, en la difusión del Evangelio, siempre atenta a las exigencias de su misión, sin escatimar sacrificios para contribuir cada vez más a la causa del bien común, en la que coincide con los altos objetivos del Gobierno brasileño.

3. Quiero manifestarle, señor presidente, que he seguido con vivo interés los acontecimientos de la vida religiosa y social de su país. Brasil atraviesa actualmente una fase de progresivo desarrollo en todos los sectores de la vida nacional, que le permiten, gracias a una serie de cambios significativos, proyectarse hacia adelante con optimismo respecto al futuro. Después de una fase turbulenta de su historia todavía reciente, el pueblo brasileño va adquiriendo una continua madurez por lo que respecta a sus derechos y deberes, que exige de sus gobernantes una dedicación diligente y un respeto plenamente acorde con la dignidad de todo ser humano, creado a «imagen de Dios» (Gn 1, 27).

Por un lado, como ya tuve ocasión de reafirmar incluso recientemente, «corresponde a las naciones, a sus dirigentes, a sus responsables económicos y a todas las personas de buena voluntad buscar todas las posibilidades de compartir más equitativamente los recursos, que no faltan, y los bienes de consumo; al compartirlos, todos manifiestan su sentido fraterno» (Discurso en la sede de la FAO, 13 de noviembre de 1996, n. 2: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de noviembre de 1996, p. 6). El escenario de la vida interna brasileña se orienta hacia un esfuer zo general, en vías de perfeccionamiento, para que la distribución justa de la riqueza sea una realidad cada vez más amplia, a fin de acortar la brecha entre pobres y ricos, con atención y solidaridad para con los más desfavorecidos y los que carecen de ayuda. El respeto a las poblaciones indígenas, el compromiso en favor de una reforma agraria puesta en práctica de acuerdo con las leyes vigentes, la salvaguardia del medio ambiente, entre otros motivos, justifican iniciativas cada vez más valientes, que tienden a ennoblecer la causa democrática. Por otro lado, cabe resaltar también los innegables derechos de toda persona humana, de modo que puedan cultivarse los valores culturales, espirituales y morales, patrimonio común que siempre se ha de promover y asegurar. Hay que hacerlo comenzando por los sectores vitales para la comunidad, como son: la familia, la infancia y la juventud, la enseñanza y la asistencia social.

En estos sectores y manifestaciones de la vida humana, como en los demás, surgen múltiples necesidades que hay que afrontar en conformidad con las exigencias de la justicia, la libertad y la solidaridad común; la Iglesia también se siente interpelada por estas necesidades, pues su misión tiene una dimensión de servicio al hombre. En este sentido, actuará siempre en defensa de los más necesitados, de los pobres y de los marginados, sin descuidar ningún sector de la sociedad, rico o pobre, pues todos son hijos de Dios. Por esta razón, está claro que su esfuerzo por colaborar en el establecimiento de la justicia y la paz deberá redundar preferentemente en la protección de los más desfavorecidos, de los abandonados, de los ancianos y, en general, de todos los que reclaman mayor respeto a sus derechos naturales. De modo especial, usará todos los medios a su disposición para defender la vida desde su concepción hasta su fin natural. Por eso, ante la introducción de legislaciones radicalmente injustas como el aborto y la eutanasia, seguirá siendo siempre fiel y firme defensora de los ciudadanos moralmente rectos, que aspiran a que se respeten sus propias convicciones. El mensaje cristiano de la Iglesia ilumina plenamente al hombre y el significado de su ser y existir. La Iglesia buscará siempre en el diálogo el compromiso para despertar una nueva cultura de la vida (cf. Evangelium vitae, 69 y 82).

4. Las relaciones de Brasil con sus países vecinos se encuentran hoy en una fase de acelerada cooperación, promoviendo, a través del Mercosur, una integración que contribuya a la prosperidad económica y social de los países participantes, con posibilidades de irradiación también a otras áreas geográficas del continente. Pero para lograr un progreso que sea verdaderamente integral, es necesario dedicar atención a la cultura y a la educación en los auténticos valores morales y espirituales. La Iglesia quiere contribuir a ello, sirviéndose de su rico patrimonio de tradición plurisecular, para la elevación de los valores fundamentales enraizados en la fe y en los principios cristianos. Por otra parte, la enseñanza religiosa en las escuelas públicas y privadas va en esta dirección, pues está prevista en las diversas constituciones que su país ya ha tenido desde la década de 1930. La extraordinaria importancia de fundar toda estructura individual y social en principios perennes, no consiste sólo en dar informaciones, permaneciendo distante de la realidad vital de la sociedad. Al contrario, la Iglesia está firmemente decidida a defender concretamente los valores del hogar y de la recta visión de la familia cristiana. Más aún: con un poco de clarividencia, es fácil ver que el bienestar de la sociedad, e incluso el de la humanidad, en este umbral del tercer milenio, está en gran parte en las manos de las mujeres que aceptan la misión y tarea que sólo ellas, y nadie en su lugar, pueden realizar: la de madres de familia, educadoras, formadoras de la personalidad de sus hijos, y responsables, en buena parte, de la atmósfera del hogar. Nadie cometería el error de negar a la mujer el derecho- deber de participar en la vida de la sociedad e influir en ella. En el mundo de las ciencias y las artes, de las letras y las comunicaciones, de la política, la actividad sindical y la universidad, la mujer tiene su lugar y sabe ocuparlo muy bien. Pero, de igual modo, nadie debe ignorar que, sirviendo a la microsociedad familiar con sus propias características, la mujer esposa y madre sirve directamente a la sociedad mayor y también a la humanidad. Por eso, la Iglesia, «defendiendo la dignidad de la mujer y su vocación ha mostrado honor y gratitud para las que —fieles al Evangelio— han participado en todo tiempo en la misión apostólica del pueblo de Dios» (Mulieris dignitatem, 27).

5. Señor presidente, en esta circunstancia deseo asegurarle la firme voluntad de la Iglesia en Brasil, como lo han manifestado en varias oportunidades los obispos, sus legítimos representantes, de seguir colaborando con las autoridades y las diversas instituciones públicas, para servir a las grandes causas del hombre y la mujer, como ciudadanos y como hijos de Dios (cf. Gaudium et spes, 76). Por esta razón, estoy seguro de que nuestro encuentro contribuirá a que el diálogo constructivo y frecuente entre las autoridades civiles y los pastores de la Iglesia acreciente las relaciones entre las dos instituciones. Por su parte, el Episcopado, los sacerdotes y las comunidades religiosas seguirán siendo incansables en la realización de su trabajo evangelizador, asistencial y educativo para el bien de la sociedad. Los impulsa a esto su vocación de servicio a todos, especialmente a los más necesitados, contribuyendo así a la elevación integral de todos los brasileños y a la tutela y promoción de los valores supremos.

En esta grata y solemne ocasión, al confirmar toda la estima y el interés de la Sede apostólica por el bien de su país, le renuevo mis mejores deseos de seguro progreso, conjugando bienestar y creciente prosperidad, en la paz serena y la concordia de todos los brasileños, en la edificación de un Brasil cada vez más humano y fraterno, donde cada uno de sus hijos, a la luz de Cristo, pueda sentirse plenamente constructor de la propia historia común de la nación.

Con estos deseos cordiales, pido a Dios que proteja siempre al querido pueblo brasileño y asista a sus gobernantes en su ardua tarea de servir al bien común de los amadísimos hijos de tan noble país.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.8, p.7 (p.91).

 



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