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CARTA DE SU SANTIDAD PABLO VI
AL DIRECTOR GENERAL DE LA SOCIEDAD DE MISIONES EXTRANJERAS DE PARÍS
EN EL TERCER ANIVERSARIO DE SU FUNDACIÓN

 

 

A nuestro querido hijo
Mauricio Quéguiner,
Director general de la Sociedad de
Misiones Extranjeras de París.

Querido hijo, salud y bendición apostólica.

Es deber de la Iglesia, que ahora medita en los descubrimientos que en su misterio realiza el Concilio Ecuménico Vaticano II, desarrollar su fuerza y su vigor llevando la nueva de salvación a todos los hombres. Por su naturaleza es misionera, pues su Jefe, Cristo, mandó: “Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15).

Entre las instituciones que por mandato y ordenación de la Iglesia se han propuesto cumplir este mandato del Señor, tiene un lugar destacado la Sociedad para Misiones Extranjeras, de París, que tú riges. Ahora se cumplen tres siglos desde su fundación, y, por tanto, tenéis un motivo de gozo, tú y tus compañeros, y Nos la ocasión de congratularnos con vosotros y ensalzar la egregia labor realizada durante este tiempo.

Surgió insignificante, como suele acontecer, vuestra sociedad en el Seminario de París en 1663, con la única meta de preparar idóneos pregoneros que difundieran el Evangelio entre todos los pueblos. La Sagrada Congregación fomentó esta iniciativa, nueva en aquel tiempo, de propagar el nombre cristiano, emanando normas sobre las misiones, que el uso ha demostrado sapientísimas, y por ello vosotros mismos os tenéis como fundados por dicha Sagrada Congregación de Propaganda Fide.

En tiempos posteriores, después de haber vencido con ánimo constante las dificultades, esta Sociedad experimentó un grato auge tanto en lo que se refiere al número de miembros como a las actividades realizadas, y habéis logrado a lo largo de estos tres siglos frutos copiosos, con la ayuda de Dios, llevando la fe a apartadas regiones, de Asia en especial, y esforzándoos en conservarla.

Es motivo de especial alabanza el que ya en los comienzos de la Sociedad os dedicarais sabiamente a elegir nativos idóneos para el ministerio sacerdotal y prepararlos para él. La diligencia, el fruto y la sagacidad de esta obra ha quedado justificado por los años, en especial por estos que vivimos. Con ello pretendíais, además de formar hijos sinceros de la Iglesia y pregoneros del Evangelio en las tierras misionales, abrir el camino para la constitución de la sagrada jerarquía. Tampoco ignoramos que los fieles de vuestra patria os ayudaron a la propagación de la palabra divina entre las gentes, pues nuestro predecesor Pío VII aprobó una asociación que habíais fundado para orar y colaborar materialmente con las misiones, y con vuestra ayuda surgieron otras asociaciones de este tipo.

Es un gran honor vuestro el que muchos de vuestros compañeros fueran testigos de la fe con el derramamiento de su sangre, y que nueve de ellos hayan sido honrados con los honores de los beatos. A ellos con razón se les pueden aplicar estas palabras de San Agustín: “Murieron los mártires, y la Iglesia se multiplica cada vez más, y el nombre de Cristo suena en todos los pueblos” (Enarr. in Ps. 40, 1; P. L. 36, 454).

Os apreciamos con paternal caridad, y aprovechando la circunstancia feliz de este aniversario os rogamos que os esforcéis en conservar íntegra la gran herencia que os transmitieron vuestros mayores, y en lo posible, teniendo en cuenta las necesidades de nuestro tiempo, la acrecentéis. Ha de ser vuestra preocupación, también en el futuro, fielmente uniros a la Sede de Pedro, a la que el Señor encomendó apacentar las ovejas, y obedecer a la santa Iglesia, en bien de la grey de Cristo, posponiendo vuestros propios intereses.

Sabemos que la Conferencia Episcopal de Francia os ha proporcionado grandes ayudas hasta el momento en que se han transformado aquellas regiones. Parece, pues, conveniente que actuéis de acuerdo con la actual Conferencia Episcopal de Francia, que tanto se preocupa también por el problema misional, y así podréis desarrollar lo más eficientemente posible vuestro oficio pastoral, sin quitar nada a la obediencia, que debéis a la Conferencia, en la propagación del nombre cristiano.

Tampoco dudamos que serviréis con inquebrantable esfuerzo, buscando el bien de los demás y descuidando lo propio, a los sagrados pastores de aquellas regiones donde trabajáis en la extensión de las fronteras del reino de Cristo.

Ya hemos señalado arriba que vuestros trabajos están encaminados principalmente a Asia, el mayor de todos los continentes. Nadie ignora hoy su importancia, por la gran cantidad de sus habitantes, que crece sin cesar, por su antigua civilización, que destaca por su tendencia religiosa, y que ahora, con un nuevo impulso, está dedicada a las más profundas tareas, a la técnica y a todas las demás ciencias de utilidad para la vida. Hay que trabajar con denuedo para que estas inmensas regiones, a pesar de las dificultades gravísimas, queden dentro de los dominios de la Iglesia de Cristo. Crezca, pues, vuestro ardor apostólico en estas fiestas centenarias que os lleve a gastar todas vuestras fuerzas en una obra de tanta importancia.

Con ello mantendréis la integridad de vuestro Instituto y os mostraréis verdaderos alumnos y ministros de la Iglesia, que os engendró, nutrió y en vosotros confía y espera; “honrad a vuestra madre, amadla y pregonadla, como la gran Jerusalén, ciudad de Dios” (Agust. Serm. 214, II P. L. 38, 1071.)

Nos, finalmente, que con esta carta hemos querido participar de alguna manera en esta festividad centenaria, os impartimos cordialmente en el Señor la bendición apostólica, prenda de nuestra benevolencia paternal y de las gracias celestiales, a ti, querido hijo, a los miembros del Instituto que diriges, a sus benefactores y a todos los que participen en estas fiestas centenarias.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 3 del mes de diciembre del año de 1963, primero de nuestro pontificado.

PABLO PP. VI

 


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