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PEREGRINACIÓN EUCARÍSTICA A ORVIETO
EN EL VII CENTENARIO DE LA BULA «TRANSITURUS»

DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI

Catedral de Orvieto
Martes 11 de agosto de 1964

 

Señores cardenales,
venerados hermanos e hijos carísimos,
sacerdotes, religiosos y religiosas;
magistrados del Estado y señores de la provincia y de esta querida y noble ciudad;
oficiales y soldados,
pueblo de Orvieto,
italianos y miembros de todos los países aquí representados:

Nos sentimos muy dichosos de encontrarnos con vosotros en este Duomo y con motivo de esta festividad centenaria, os damos las gracias por vuestro festivo y cariñoso recibimiento, y estamos seguros que sus espléndidas y vivas expresiones externas no impedirán a ninguno la reflexión interior para recoger el valor y el significado de las cosas que queremos honrar con nuestro recuerdo, con nuestra admiración y con nuestra piedad.

Por ello, el saludo y la bendición con que respondemos a vuestras aclamaciones y a vuestro homenaje quieren, por un lado, expresaros nuestro agradecimiento por estas deferentes manifestaciones y, por otro, entrar en el alma de cada uno de vosotros e invitaros a un encuentro espiritual en el que nuestra presencia en esta festividad pueda manifestaros el cordial y respetuoso interés de nuestro ministerio para con vuestras personas, vuestros pensamientos, vuestras ocupaciones, vuestros dolores, vuestras esperanzas; quisiéramos hacer llegar a todas las almas polarizadas en torno a Nos, por las presentes circunstancias, una prueba de afecto paternal y espiritual consuelo. Por ello, os decimos de corazón: ¡Sed todos saludados y bendecidos!

Pero también tenemos que decir por qué nos encontramos hoy aquí aunque de sobra todos conocéis los motivos de nuestra peregrinación.

Vosotros lo queréis escuchar de nuestros labios; tenéis y Nos tenemos estos motivos como objeto de vuestra legítima ambición y esperamos de vuestra fiel e inteligente reflexión.

Pues bien, os diremos, en primer lugar, que estos motivos los sentimos poderosos y urgentes en nuestro espíritu; no nos encontraríamos aquí, si razones del todo especiales no nos hubieran estimulado a salir del ámbito acostumbrado y restringido en que se desenvuelve hoy la vida del Papa, para venir a rendir homenaje a Orvieto (y asociamos en nuestro pensamiento a la cercana y querida Bolsena) y a sus festividades conmemorativas. Esto ya os demuestra la importancia que atribuimos a lo que estamos visitando y celebrando, y el mérito que le reconocemos con el objeto de que sea ampliamente conocido y venerado.

Os diremos también que es tal la grandeza y abundancia de los motivos que nos han traído aquí, que algunos de ellos nos distraen del motivo central de nuestra visita; por ello, sólo nos referimos al que es suficiente para hacer converger a todos sobre sí mismo, o mejor, para hacerlos derivar de él mismo como los rayos de una custodia, en cuyo esplendor se enciende como sol luminoso el misterio eucarístico,

Hay una razón histórica que nos invita y nos trae aquí, antigua morada de los Papas, ciudad que cuenta entre sus vicisitudes seculares las del dominio temporal de los Papas. y también con las de su ministerio apostólico. Es una razón eficaz para invitarnos a meditar en los tiempos pasados, pero no adecuada para fijar nuestra atención en estos momentos. Ahora no es el pasado lo que nos preocupa, sino el presente.

Hay también un motivo artístico y ¡qué motivo! que atrae de forma perenne y cautiva no sólo la curiosidad del turista o el afán del artista, sino también la devoción de los creyentes que encuentran, una vez más, en esta Italia, espléndida de fe y de belleza, una magnífica obra de arte, invadida de intimidad, vigoroso y delicado soplo de un espíritu limpio y piadoso, gozoso de cantar en la armonía de las imágenes, de las formas, de las estructuras, su paz y fervor como siempre quisiera hablar el místico lenguaje del artista cristiano a la gente de esta tierra y como siempre quisiera hablar a Dios de las cosas humanas su humilde y poderosa voz de intérprete de un pueblo fuerte y fiel. Obra sublime, en la que se refleja el genio religioso y gentil de nuestro pueblo, que la vemos más angélica que humana como milagro superior a nosotros, y también la sentimos tan viva y tan nuestra, como si nuestra generación la hubiera ideado, y tanto la amara que amorosamente audaz se atreviera a realizarla en todo su contenido, sin querer violar su intangible perfección, osando ofrecerle su nuevo y apasionado tributo.

Sí, aquí el arte no nos distrae, atrae y nos introduce salmodiando en el recinto de lo sagrado y del misterio.

Debemos adentrarnos en este recinto. Nos referiremos al motivo religioso de esta festividad y, por tanto, de nuestra presencia. Tenemos que volver a escuchar, como un relato, que nos trae el eco encantador de las narraciones medievales, la narración del milagro de Bolsena. Había una vez un sacerdote alemán, al que llamaremos Pedro de Praga, que había venido en peregrinación a esta tierra, atormentado por la duda... Pero vosotros conocéis muy bien esta historia deliciosa y sagrada, no la repetiremos ahora. La recordaremos reflejada, como en una meditación hecha en alta voz en el oficio, denso en ideas y piedad, que Tomás de Aquino, también entonces habitante de Orvieto, como maestro de las cosas divinas en el “Studium Curiae”, dedicó al misterio eucarístico, monumento literario y litúrgico, que desde entonces expresa la fe y el amor de la Iglesia hacia el sacramento de la Cena y de la Pasión del Señor. También éste es motivo especial, que nos convierte en gustoso peregrino a este bendito santuario no sólo del objeto central, sino también de la fuente de nuestra vida religiosa católica.

Y ya hemos llegado al motivo principal de nuestro viaje a Orvieto, celebrar con vosotros el VII centenario de la famosa bula pontificia Transiturus, que nuestro lejano predecesor, un piadoso y valeroso hijo de Francia, Urbano IV, el 11 de agosto de 1264 firmó precisamente en esta ciudad, donde a la sazón estaba refugiada la corte pontificia, extendiendo por ella a toda la Iglesia la fiesta del “Corpus-Christi”, ya vigente en la diócesis de Lieja (donde Urbano IV había sido Arcediano).

No nos referiremos ahora al significado doctrinal y religioso que adquirió entonces esta institución, por razones de brevedad; ni diremos tampoco la importancia que esta fiesta ha conseguido en el marco de las solemnidades religiosas de la Iglesia; ciertamente que sabréis que está ligada al gran rito pascual, del que quiere ser una continuación, como acto de obligada repetición, y sabéis que ha marcado un magnífico desarrollo, siempre genuino, fervoroso, del culto eucarístico en toda la Iglesia, culto que encuentra su habitual y característica expresión solemne llamada precisamente del “Corpus Christi”, que todavía hoy con una exuberancia de fe y de fervor quiere romper el silencio misterioso que circunda a la Eucaristía y tributarle un triunfo que sobrepasa los muros de las iglesias para invadir las calles de las ciudades e infundir en toda la comunidad humana el sentido y la alegría de la presencia de Cristo, silencioso y vivo acompañante del hombre peregrino por los senderos del tiempo y de la tierra.

Vosotros conocéis muy bien estas cosas, y tenéis todavía vivo su recuerdo.

Este es, hermanos e hijos, nuestro objetivo, la meta de nuestra peregrinación, el sentido de vuestras conmemoraciones. Y aquí nos espera algo tremendo, algo decisivo, nuestra postura interior ante el misterio eucarístico, al que sustancialmente viene a desembocar todo este aparato externo. ¿Cómo nos encuentra el misterio eucarístico? ¿Cómo nos define? ¿Fieles, entusiastas y enardecidos por la adhesión franca y total al “mysterium fidei”? ¿Inciertos y dudosos como el sacerdote forastero de Bolsena? ¿Pensativos y críticos, deseosos de resolver en términos prosaicos, desmitizados, como si fuera un enigma atormentante que hubiera que explicarlo en fórmula fácil y comprensible las palabras abstrusas de Cristo?: “Mi carne es verdaderamente comida y mi sangre es verdaderamente bebida... las palabras que Yo os digo son espíritu y vida” (Jn 6, 56-64). ¿O indiferentes y refractarios a este difícil y supremo discurso, fáciles desertores del convite del Reino de Dios al que todos estamos invitados? La cuestión, como sabéis, es extremadamente grave, pues supone el problema religioso en su epilogo resolutivo; es decir, aceptar o rechazar a Cristo: “¿Acaso queréis marcharos vosotros también? (Jn 6, 58) —preguntó Jesús, después del discurso en Cafarnaún sobre el Pan del Cielo— e implica nuestra suerte suprema: “El que coma vivirá” (Jn 6, 52).

Carísimos hijos aquí presentes, queremos pensar que todos vosotros queréis estar clasificados entre los comensales fieles y absortos en torno a la mesa del sacrificio eucarístico, y que sabréis reconocer en las especies del pan y del vino, después de la consagración, la real presencia de Cristo que renueva para nosotros, de forma incruenta, pero verdadera, su inmolación. ¡Sea siempre vuestra esta certeza y este el tema de vuestro coloquio inagotable con Cristo, esta la prenda consoladora de vuestra eterna salvación!

Pero seamos objetivos, nuestra mentalidad moderna, educada para juzgar sus certezas con el conocimiento directo y sensible y con la pura razón científica e inundada de innumerables impresiones fantásticas despertadas por las invenciones literarias y las representaciones de los espectáculos que dominan y plasman hoy nuestra psicología, cuesta mucho trabajo aceptar con fe segura y con piedad sincera el inefable anuncio eucarístico: “éste es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre”. Nuestra mente queda como aturdida; no encuentra los conceptos, ni las razones, ni vislumbra las consecuencias de este anuncio. ¿Qué es? ¿Qué significa? Y, sobre todo, ¿cómo puede ser una cosa que contradice las leyes físicas y biológicas, que nosotros conocemos? ¿Por qué el Señor, si quería comunicarse a nosotros, ha escogido un modo tan incomprensible para nosotros?

La respuesta requeriría un interminable discurso, pero no podemos dejarla a un lado, aunque sea con simples referencias, patentes a todos, aunque no proporcionen plena comprensión inviten, al menos, a la reflexión. A nosotros, los modernos, formados en la mentalidad racional e imaginativa que decíamos, nos resulta difícil admitir la realidad que este sacramento nos presenta: es preciso la fe, la adhesión simple y amorosa a la palabra que nos anuncia el misterio eucarístico, y esta adhesión exige nuestra reeducación en pensar con un empeño y coherencia, que nuestros antepasados, más pobres que nosotros en cultura, pero más fieles y confiados en la verdad que viene de Dios, ejercían, aunque también con trabajo y no sin mérito, pero más fácilmente que nosotros. Nosotros, los modernos, en compensación, estamos mejor dispuestos para comprender el porqué de este sacramento. El “cómo” nos plantea un esfuerzo interior; el “porqué” nos descubre encantadores horizontes.

Tened paciencia y concedednos unos momentos más vuestra atención. San Agustín nos sirve de guía. En la Eucaristía podemos considerar tres aspectos: en primer lugar, lo que se ve, el pan y el vino; en segundo lugar, lo que se cree y está escondido bajo las especies del pan y del vino, y que es, en realidad, el Cuerpo y la Sangre de Cristo; en tercer lugar, lo que significa esta presentación del Cuerpo y Sangre de Cristo bajo las figuras de pan y de vino (cf. Serm 232, P.L 38, 1246). A esta tercera cuestión podemos dar una respuesta (que no es más que un fragmento de esa inmensa que nos pueden dar los maestros de la Teología, y el primero de todos Santo Tomás, cf. III, 73, 3, etcétera); una respuesta que nos llena de admiración y que nos deja entrever algo del pensamiento de Cristo sobre todo el misterio eucarístico y es sencillísima, pues no dice más que esto: Cristo, haciendo uso de su divino poder, se ha revestido de estas apariencias para afirmar, de la forma más expresiva y evidente, que quiere ser alimento interior, multiplicado para todos. Quiso hablarnos con signos para hacernos comprender que es el pan, es decir, que es el alimento disponible e insustituible de la humanidad redimida. De la misma forma que no se puede vivir sin el pan material, tampoco se puede vivir espiritualmente sin Cristo. Él es necesario, Él es la vida, Él está dispuesto para cada uno de nosotros, quiere ser el principio interior de nuestra existencia sobrenatural en la tierra para ser el dador de nuestra plenitud en la vida futura.

A esta conclusión nos lleva y casi nos obliga la más elemental meditación sobre la Eucaristía, y a ella nos invita la presente celebración conmemorativa de la institución de la fiesta del “Corpus Christi”. Es una conclusión formidable, pues pone ante nosotros un dilema que es alternativa de vida o de muerte. Se trata de aceptar o rechazar a Cristo, Él llega a nosotros por muchos caminos: la Historia, la tradición, la Iglesia, el Evangelio, y luego llega Él, Él mismo, pero sólo comprensible para quien tiene fe y se nos presenta en los símbolos del pan y del vino, y nos dice: Yo soy tu pan, tu sostén, tu fuerza, tu paz y tu felicidad. Y la elección se plantea entre Él, el Pan del Cielo, y el pan de la tierra, es decir, los recursos que para vivir nos puede dar el mundo de los bienes temporales, que Él sabe que también nos son necesarios, pues Él mismo multiplicó los panes para saciar el hambre corporal de aquellos que por escuchar ser voz le habían seguido.  Es decir, se nos plantea el complejo y dramático problema que atormenta a los hombres de nuestro tiempo y determina su orientación vital: si es suficiente el pan de la tierra, es decir, el complejo de los bienes económicos y temporales, para saciar el hambre de vida, que es propia del hombre; si al buscar y gozar este pan terrestre y efímero hay que ignorar el Pan del Cielo, esto es, Cristo, la fe, la concepción cristiana de la vida y excluirlo de los programas de la actividad moderna, y si, finalmente, nos es posible, nos es obligado dar a Cristo y a su Evangelio la primacía que Él espera, sin quedar privados de ese pan de la tierra que es también un don de Dios, que es indispensable para nuestra existencia presente y que Cristo ha bendecido hasta hacerlo sacramento de su perenne y encarnada presencia entre nosotros.

Vosotros, hijos sabios y amorosos custodios de estas tradiciones piísimas y populares, comprendéis cuál ha de ser la solución de tan arduo problema, que presenta, especialmente en nuestro país, la vida contemporánea; la solución no puede ser otra que un nuevo y vigoroso acto de fe en Cristo y su palabra. Vosotros sentís surgir en vuestras almas, despertadas por esta festividad, una luz, una fuerza espiritual, que podríamos llamar el mensaje de Orvieto:

— No crea encontrar el hombre de hoy otro alimento para su insaciable hambre de vida más que la fe y la comunión de Cristo.

—No crea el hombre de hoy que para conquistar el pan terreno, del que tiene necesidad su vida temporal, ha de dejar a un lado la búsqueda del pan de la vida religiosa y de la fidelidad a la tradición católica.

—No crea el hombre de hoy que el tesoro de fe y belleza que se encuentra en la historia y civilización cristiana tiene ahora un simple valor arqueológico y folklórico, y no piense que lo podrá dignamente conservar y conservarlo como un tesoro precioso, si, pero sin verdad y realidad interior, se convertiría en cenizas en sus manos.

—Crea el hombre de hoy que quien busca, según la palabra de Cristo, ante todo el Reino de Dios, tendrá pan, tendrá abundancia también de los bienes naturales de la ciencia, de la técnica, del trabajo y del arte.

—Crea el hombre de hoy que más aún que ayer Cristo le es necesario; habiendo despertado en él el deseo de la libertad, de la madurez humana, del progreso social, de la paz, sepa que no sólo para poseerlos, sino para conocer en su verdadero concepto estos ideales, es necesario el Maestro, el Maestro divino que es el único que los puede hacer coincidir con la verdad y con la vida.

—Y crea, finalmente, el hombre de hoy que la fe humilde y fervorosa en la Eucaristía que Cristo le pide es para su redención, para su salvación y para su felicidad.

Este es el mensaje de Orvieto.

Hermanos e hijos queridos, al celebrar este sagrado rito tengamos un recuerdo, una oración para el señor presidente de la República, que nos apena saberlo gravemente enfermo; sean para él nuestro recuerdo reverente y nuestros votos cordiales.

Y tengamos también una intención especial que nunca nos debe fallar, la de orar por la paz del mundo, de la que la Eucaristía es prenda y consuelo.



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