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 DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 8 de enero de 1968

 

Nos os agradecemos, Excelencias y queridos señores, vuestra presencia aquí y vuestros deseos, formulados como siempre con gran delicadeza de sentimientos y de expresión. Recibid a vuestra vez los deseos que Nos formulamos desde lo más profundo del corazón de que Dios bendiga vuestras personas y vuestros países, y de que os conceda a todos un año venturoso.

¿Pero qué es un año feliz para los diplomáticos? ¿Se puede en el mundo de hoy, formular sinceramente y sin ironía este deseo? ¿No parece el espectáculo que tenemos ante los ojos, a más de veinte años de distancia del fin de la segunda guerra mundial, demostrar el fracaso, por lo menos parcial, de la diplomacia y hacer nacer así dudas sobre su capacidad para hacer reinar el orden y la paz entre los pueblos?

Vemos, en efecto, en muchos países, después de veinte años y a pesar de todos los esfuerzos de los diplomáticos, nada más que tensiones, gérmenes de desacuerdo, una serie casi ininterrumpida de enfrentamientos, de guerras frías o calientes – éstas limitadas en el espacio, gracias a Dios, pero cargadas de una permanente y terrible amenaza de extensión –; en una palabra, una especie de incendio circulante, cuyos focos no se extinguen en una parte del mundo sino para encenderse en otra. Casi se diría que un mal genio, un invisible director de orquesta, vigila en la sombra para que el fuego de la guerra no se extinga jamás completamente entre los hombres.

Nos no repetiremos aquí lo que hemos dicho en Nuestro mensaje del 1 de enero. ¿Pero Nos podemos olvidar acaso que en este mismo momento en que intercambiamos deseos de felicidad, pocos días después de las fiestas radiantes que invitaban a la humanidad a la alegría y a la esperanza, un desgraciado y querido país del sudeste asiático sigue siendo la víctima de una guerra tremenda, de la que no se ve humanamente la salida en un futuro cercano?

¿Será necesario, pues, resignarse a la fatalidad de la guerra, proclamar la debilidad o el fracaso de la diplomacia y considerarla como una venerable institución del pasado, que tuvo, por cierto, sus glorias, pero que ya pertenece al pasado y no tiene ya su sitio en nuestro mundo, en el que, de todos modos, sus formas clásicas de antes deben ceder el paso a contactos imprevistos e inusitados? Habría que ponerla a un lado, algo así como se coloca en el museo una máquina de guerra que el progreso de los armamentos ha hecho inútil.

Pero está bien claro que lejos de resolver los terribles problemas del mundo moderno, el abandono del recurso a las vías diplomáticas no tendría otra consecuencia que la de hacerlos completamente insolubles.

¿Qué quedaría, en verdad, sino el recurso a la fuerza, y a una fuerza que en nuestros días ha llegado a tener tales proporciones que, gracias a los progresos de la ciencia, ha adquirido tales posibilidades de destrucción, que su uso podría llegar hasta a poner en causa la supervivencia del género humano entero? Dilema terrible y que no ofrece otra alternativa. Porque las relaciones entre los pueblos reposarán necesariamente o en la razón o en la fuerza; será la vía de los acuerdos o la vía de la ruina; será la diplomacia o será la guerra. Y la que de las dos Nos quisiéramos que fuese puesta de lado, como una institución anticuada y fuera de uso, y que haría falta de una vez para siempre decidirse a colocar entre las antigüedades ineptas para resolver los problemas humanos de nuestra época, no es la diplomacia, queridos señores; es la guerra. Y al decir esto, Nos sentimos profundamente de acuerdo con quienes, como vosotros, han dado sus vidas y consagran sus energías a llevar a cabo este magnífico ideal de la lucha contra la guerra, lo que equivale decir contra la locura de los hombres, para el triunfo de la razón y del derecho, para la obtención de una paz justa y durable en la tierra.

La diplomacia no logra siempre ni en todas partes –¡bien se ve muy a menudo, por desgracia!– crear o mantener la paz. Pero tiende a ello, trabaja para ello, emplea en ello sus fuerzas y su ingenio, creando sin cesar nuevas iniciativas con una paciencia, una perseverancia, una tenacidad que suscitan admiración y que, en todo caso, merecen ganarse el respeto y el agradecimiento de la humanidad, hoy como ayer.

Es verdad que existe cierta forma de diplomacia que sería bueno considerar como superada y abolida. Es aquella a la que quedó unida en la historia el nombre del demasiado célebre gentilhombre florentino Nicolás Maquiavelo; la que se podría definir como "el arte de triunfar a todo precio", aun a costa de la moral; aquella cuya única instancia es el interés, el único método la habilidad, la única justificación el éxito; aquella que, desde entonces, no vacila en servirse de la palabra, no para expresar sino para disfrazar el pensamiento; la que, en la acción, no retrocede ante el uso de la intriga, de la astucia, del engaño.

Pero este modo de actuar, ¿merece todavía el nombre de diplomacia? ¿O no es más bien una forma degenerada de la misma, por no decir una indigna caricatura? Si antes esos métodos deplorables han podido, en uno u otro lugar, pasar bajo el nombre de diplomacia – pero como una mercancía fraudulenta que se cubre con una etiqueta y con las apariencias de la honestidad –, ¿es hacer prueba de un optimismo exagerado considerar la diplomacia actual como liberada, gracias a Dios, de muchas de estas debilidades y animada por un ideal moral más elevado? Se ha liberado, en verdad, de cierto formalismo, de escrúpulos de fidelidad a la etiqueta y al protocolo: ha renunciado a ciertas formas exteriores. ¿Pero no trabarían éstas hoy su marcha en vez de ayudarla? En cambio, se dedica más directamente a los problemas reales y concretos de la vida en sociedad, y ante todo a lo que, se puede decir, los domina a todos, los problemas de la paz. El diplomático actual, consciente del estado de la humanidad, más que el arte de triunfar a todo precio, practica mucho más difícil arte de fundar y mantener un orden internacional, el arte de instaurar relaciones humanas razonables entre los pueblos. A menudo ha logrado superar la estrechez de los antagonismos estériles de antaño y se ha convertido por excelencia en el artífice de la paz, el hombre del derecho, de la razón, de diálogo, y del diálogo sincero. Porque la sinceridad nos parece inseparable de la diplomacia verdadera. Y si debiéramos hacer el catálogo de las virtudes del diplomático, agregaríamos la virtud de la paciencia, porque él la necesita mucho, más hoy, quizá, que antes; agregaríamos además el prudente realismo que sabe apreciar la medida exacta de lo posible y de lo imposible en las circunstancias dadas; y coronaríamos este edificio con la magnanimidad, que debe caracterizar siempre al hombre verdaderamente civilizado e impregnado de humanismo, sobre todo si tiene el honor de ser cristiano.

No se tema, sin embargo, que el diplomático cuyo retrato hemos trazado, pierda de vista por exceso de idealismo el interés de su País, que debe permanecer – todos están de acuerdo en ello – en el primer plano de su horizonte. Este sentido del interés se habrá simplemente ampliado e integrado en el sentido objetivo de la justicia y de la equidad; se habrá, en cierta manera, universalizado. La opinión pública contemporánea no se equivoca: el mejor diplomático, a sus ojos, es el que encuentra las fórmulas más amplias, los programas que se elevan por encima de los intereses limitados de un país o de un grupo de estados, para llegar a la escala más vasta y atender al interés de todos, en beneficio común de la humanidad.

Es indudable que todos no llegan a la altura de este ideal. ¿Quién podría sostener que la diplomacia actual está exenta de todo reproche? Pero el remedio a sus debilidades no es menos evidente; en la medida en que ella permite infundir cada vez más ampliamente, en sus objetivos y métodos, los valores más elevados del orden moral y espiritual, puede esperar liberarse de los defectos a los que una institución de su tipo se ve casi fatalmente expuesta.

Si ella lo hace, si se propone ante todo y de una manera verdaderamente desinteresada hacer reinar en la tierra el derecho, la justicia y la paz, en ese caso se encuentra en profundo acuerdo con la Iglesia Católica. ¿Quién se extrañará entonces de que el Papa no solamente la elogie ante vosotros, sino que actúe personalmente ante las instancias internacionales más altas, recomiende y apoye sus mejores iniciativas y se haga él mismo, ante ellas, cuando es la ocasión, embajador de paz?

La verdadera diplomacia, la que se inspira en criterios morales y tiende al verdadero bien de la comunidad internacional, tiene ya, ante los ojos de la Iglesia – para hacer nustra la célebre expresión de Tertuliano – un «alma naturalmente cristiana». Es discípula de Aquel que ha venido del Cielo para traer le «paz a los hombres de buena voluntad». Lleva en si una preocupación por el derecho, una sed de verdad y de justicia que la emparentan con las Bienaventuranzas del Evangelio y aseguran su dinamismo y al menos a largo plazo su éxito seguro.

Vosotros veis, señores, que, como vosotros, Nos tenemos confianza en la diplomacia y en su eficacia. Y si hablamos así, no es, creedlo, por consideración –que aquí estaría fuera de lugar– por el auditorio muy especialmente calificado que constituís. Tampoco por haber estado personalmente vinculado durante largos años, bajo el pontificado de Nuestro Predecesor Pío XII, a las labores cotidianas de la diplomacia pontificia. La causa es que tenemos confianza en la razón humana. En efecto, si la diplomacia es fiel al ideal moral que hemos expresado, ¿qué es ella sino la aplicación, en el dominio de las relaciones entre los hombres de soluciones conformes a la razón, al sentido innato en el hombre del derecho y de la justicia, es decir, en definitiva, conformes a lo que distingue al hombre, a lo que constituye su dignidad y su nobleza? Digámoslo sin temor: desesperar de la buena diplomacia sería desesperar del hombre. Bueno sería que algún día la razón tuviese la última palabra.

Los fracasos de la diplomacia –demasiado reales, ¡ay!, lo dijimos hace unos momentos– no deben, por lo tanto, empañar Nuestra confianza; ellos son, lo pensamos y esperamos, circunstanciales. Nuestras plegarias y votos, como los vuestros, así como los de todos los hombres de corazón – estamos seguros de ello apresurarán la hora del triunfo de la razón sobre la pasión, de la paz y de la fraternidad sobre todas las formas de interés y de egoísmo. La victoria de la diplomacia en nuestro mundo atormentado de hoy, será, en definitiva, la victoria de la prudencia y del buen sentido.

Esto equivale a decir de qué manera Nos deseamos de corazón ver bendecidos por Dios los esfuerzos que en favor de la paz del mundo realizará la diplomacia de vuestros países respectivos en el curso del año que acaba de iniciarse. Y Nuestro pensamiento, vosotros lo entendéis fácilmente, se dirige en este momento de manera especialísima hacia el Cercano Oriente, el Extremo Oriente asiático y los Países de África donde existen problemas.

Vuestro intérprete ha puesto de relieve en términos demasiado halagadores para Nuestra humilde persona la última iniciativa que Nos hemos tomado en este dominio, a saber, la invitación a que se celebre el 1 de enero de cada año una «Jornada de la Paz». Para terminar, permitidNos deciros que Nos hemos sido sumamente sensibles a la acogida que los jefes de Estado que representáis aquí han querido conceder a ese mensaje. Nos hemos creído que debíamos este nuevo intento a la gran causa de la paz. Por cierto – y vuestro intérprete lo ha dicho también excelentemente – tal gesto no puede «alejar en un día el espectro de la guerra», y la paz exterior será en amplia medida el fruto de la paz interior.

¿Pero equivale esto a decir que mientras la guerra multiplica diariamente sus víctimas es necesario esperar que el espíritu de paz haya impregnado todos los corazones para poner fin a los combates? Por cierto, no. Es necesario, cuando se presentan, aprovechar las ocasiones para negociar. Y al mismo tiempo es necesario trabajar en estas otras obras de paz que ha citado muy oportunamente vuestro intérprete y que se denominan el ecumenismo y el desarrollo. ¡Que en todos estos campos puedan multiplicarse en todas partes durante 1968 los esfuerzos de los hombres de buena voluntad! Dios quiera bendecirlos, como Nos rogamos que bendiga en este instante, Excelencias y estimados Señores, a vuestras personas, vuestros Gobiernos y vuestros pueblos. ¡Y que El se digne en su bondad concederos a todos un año de serenidad, de felicidad y de paz!


*ORe (Buenos Aires), año XVIII, n°787, p.1, 2.

 



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