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DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*


Sábado 14 de enero de 1978

 

Excelencias,
queridos señores:

Acogemos con gozo estos fervientes votos. Nos conmueven las palabras llenas de benevolencia y confianza que vuestro Decano acaba de dirigirnos en nombre de todos, evocando las iniciativas o los acontecimientos personales y eclesiales que nos son queridos. Os agradecemos también vuestra presencia. Aceptad los cordiales deseos que nos sentimos dichoso de expresaros por nuestra parte: a vosotros y a vuestras familias, a vuestras Embajadas y a los Estados que representáis ante la Santa Sede: ¡Que Dios los conserve en la paz durante todo el año que comienza!

Este encuentro tradicional de intercambio de felicitaciones en el mes de enero, nos brinda cada año la posibilidad de dialogar con vosotros. Querríamos elegir hoy, como punto de reflexión, el tema tan importante y tan actual de los derechos humanos.

I. La libertad religiosa

¡Cuánto se habla y se discute hoy sobre los derechos humanos! Y se hace con pasión, a veces con cólera, casi siempre con la perspectiva de una justicia mayor, real o supuesta. No todas estas reivindicaciones parecen razonables o realizables, pues a veces están inspiradas por intereses individualistas o utopía anárquica; algunas son incluso inadmisibles moralmente. Pero en su conjunto, como aspiración y tensión hacia una esperanza más alta, este acrecentado interés por un espacio de libertad y de responsabilidad más favorable a la persona, es un hecho positivo que se debe estimular; la Iglesia lo sigue y quiere continuar siguiéndolo con simpatía, aportándole al mismo tiempo, de acuerdo con su propia misión, la luz y las aclaraciones necesarias.

Entre el amplísimo y complejo conjunto de temas relacionados con los derechos de la persona humana, nos ha parecido útil evocar de un modo especial la libertad religiosa, la igualdad racial y el derecho del hombre a la integridad física y síquica. La elección nos ha sido sugerida por el hecho de que estos tres valores se sitúan en el ámbito de las relaciones entre las personas y los poderes públicos; y precisamente os tenemos hoy como oyentes a vosotros, que representáis a los Gobiernos de tantos países.

Una de las características de nuestra sociedad secularizada es, sin duda alguna, la tendencia a relegar la fe religiosa al rango de opción privada. Y, sin embargo, nunca como en nuestra época, sobre todo allí donde es oprimida o limitada, se ha invocado y reivindicado tanto y con tanta insistencia, incluso con pasión, la libertad de religión y de conciencia, como un valor de la existencia que exige una dimensión exterior y comunitaria. Basta considerar los llamamientos que recibimos continuamente de personas y de grupos, incluso no católicos, de hombres y mujeres de todas las convicciones, y también el amplio consenso que recogen las iniciativas de la Santa Sede cuando pide, ante las instancias internacionales, el respeto a la libertad religiosa de todos.

Ciertas ideologías difusas pretenden también clasificar la fe en Dios entre los signos de la debilidad y de la alienación humana. Y sin embargo, nunca tanto como en estos últimos decenios han demostrado los creyentes que son hombres libres, independientes en su juicio moral, resistentes en las privaciones, intrépidos bajo las presiones y las opresiones y ante la muerte.

Como prueba de ello tenemos el testimonio de los que han compartido con ellos la prisión o el internamiento, y también los sacrificios que saben soportar con serenidad en la vida civil, en el trabajo, en los estudios, en la carrera, una multitud de creyentes que aceptan padecer discriminaciones por sí mismos o por sus hijos, con tal de que esto no atente contra sus propias convicciones.

Hay que reconocer que todas o casi todas las Constituciones del mundo, por no hablar de tantos documentos internacionales de carácter solemne, contienen garantías —muchas veces amplias y circunstanciadas— en favor de la libertad de religión y de conciencia, y de la igualdad de los ciudadanos sin distinción de fe religiosa. Pero no se puede evitar la constatación de las limitaciones y prohibiciones a las que están sometidas en diversos países, en el plano legislativo y administrativo, o simplemente de hecho, numerosas manifestaciones de la vida religiosa: la profesión de fe individual, la educación de los jóvenes, la acción pastoral de sacerdotes y obispos, la autonomía interna de las comunidades religiosas, la facultad de evangelizar, la utilización de la prensa, el acceso a los mass-media, etc... La conclusión obligada es que los creyentes son considerados todavía como ciudadanos sospechosos que deben ser sometidos a una vigilancia muy especial.

Querríamos que nuestras palabras fueran en este punto francas, respetuosas de la verdad, y al mismo tiempo amistosas y constructivas. Es exacto que la persona que cree sinceramente en Dios y se esfuerza, a pesar de su debilidad y sus pecados, por vivir en comunión de amor con El, se siente fuerte y libre. La fuerza no es la suya: es la de ese Otro en quien confía. La libertad le viene del hecho de que no teme a los poderes que "matan el cuerpo" (Lc 12, 4). "Es una curiosa paradoja —decía maliciosamente a su hija Margaret antes de morir Sir Thomas More, humanista y hombre de Estado— que un hombre pueda perder la cabeza sin sufrir ningún daño por ello".

Menos proclive a la sugestión, el creyente está abierto a la verdad y a la justicia, tiene el corazón disponible para sus hermanos y siente el deber imperativo de ser fiel a las responsabilidades asumidas. Se le puede pedir todo por los demás y por la sociedad, salvo lo que su conciencia le prohíbe.

Que sepan los cristianos sacar de la fe la fuerza moral especial para comprometerse, por lo menos lo mismo, o incluso más que los demás, en favor de una sociedad más humana y más justa; es lo que empiezan a reconocer incluso aquellos que anteriormente acostumbraban a clasificar la fe religiosa como una especie de huida de la realidad. Parece lícito preguntarse entonces: ¿Puede un Estado solicitar fructuosamente una total confianza y colaboración cuando, por una especie de "confesionalismo en negativo" se proclama ateo y, aun afirmando respetar en un cierto marco las creencias individuales, toma posición contra la fe de parte de sus ciudadanos? ¿Cómo pensar que un padre o una madre tengan la esperanza de una sociedad que se pretende nueva y más justa cuando en las escuelas se privilegia una educación ideológica totalizante y cuando es difícil para las familias, incluso en la intimidad del hogar, comunicar a sus hijos los valores del espíritu que son el fundamento de la vida? ¿Cómo pueden sentirse tranquilos la Iglesia y sus Pastores que, sin embargo, sienten un respeto sincero y motivado hacia la autoridad civil, de acuerdo con las palabras de San Pablo, "no por temor al castigo, sino por motivos de conciencia" (Rom 13, 5), cuando encuentran todavía oposición a la apertura de lugares de culto o al envío de sacerdotes allí donde los fieles reclaman su presencia, o cuando se limita el acceso al sacerdocio o a la consagración religiosa?

Por nuestra parte, hemos animado siempre a los Pastores y a los fieles a dar pruebas de paciencia perseverante, a ser leales con los poderes legítimos, a comprometerse generosamente en el terreno cívico y social en todo aquello que sirva al bien de su país. Y lo hemos demostrado públicamente hace poco con ocasión de las visitas deferentes y corteses de altas autoridades civiles. Desde hace tiempo, si exceptuamos algunos países con los que no nos ha sido permitido hasta ahora, hemos el entablado un diálogo franco y abierto que no se puede considerar infructuoso, y que desearíamos aún más profundo y ampliado a puntos difíciles no abordados todavía.

Querríamos ahora, en una perspectiva más extensa, y hablando no sólo en favor de los católicos, sino también de todos los creyentes, formular la siguiente pregunta: ¿Acaso no han madurado ya los tiempos? ¿No ha avanzado suficientemente la evolución histórica como para que ciertas tensiones del pasado estén superadas y encuentre acogida la súplica de millones de personas, y todos —en paridad de condiciones entre conciudadanos y en colaboración solidaria de todos al bien cívico y social de su país— puedan beneficiarse del espacio justo de libertad para su fe en sus expresiones personales y comunitarias? ¿No se da en las vicisitudes de los pueblos, incluso después de las agitaciones más radicales, una maduración natural de los acontecimientos, un sosiego de los espíritus, una andadura de las generaciones que abordan una etapa nueva, en los que se consume y se disuelve lo que opone y divide y en los que al mismo tiempo renace y se afirma lo que acoge, hace confraternizar y reunifica? Creemos que justicia, sabiduría y realismo convergen para apoyar la esperanza fundada y el anhelo cordial de que este momento, capaz de procurar la felicidad a tantos corazones, no sea aplazado ni eludido por más tiempo.

II. La igualdad entre los hombres

A la igualdad sin distinción de origen o de raza están consagrados varios documentos internacionales solemnes, como la Convención de las Naciones Unidas, del 21 de diciembre de 1965, contra toda forma de discriminación racial, a la que se ha adherido también la Santa Sede. Querríamos centrar aquí la atención, más que sobre su aspecto jurídico y político, sobre el sentido religioso y moral de la igual dignidad de todos los hombres. Para quien cree en Dios, todos los seres humanos, incluso los menos favorecidos, son hijos del Padre universal que los ha creado a su imagen y guía sus destinos con amor solícito.

La paternidad de Dios significa fraternidad entre los hombres: éste es uno de los puntos clave del universalismo cristiano, un punto en común también con otras grandes religiones, y un axioma de la más profunda sabiduría humana de todos los tiempos, la que rinde culto a la dignidad del hombre.

Para un cristiano, ningún hombre está excluido de la posibilidad de ser salvado por Cristo y de gozar de ese destino común al reino de Dios. Es pues inconcebible, para quien acoge el mensaje evangélico, incluso teniendo en cuenta las diferencias físicas, intelectuales y morales, negar la igualdad humana fundamental en nombre de la pretendida superioridad de una raza o un grupo étnico. Todavía recordamos con emoción las fuertes expresiones utilizadas por nuestro gran predecesor Pío XI, de venerada memoria, en la Carta Encíclica que publicó hace cuarenta años para condenar a los que querían menoscabar la universalidad de la redención cristiana a causa de la así llamada "revelación" de un "mito de la sangre y de la raza".

La Iglesia católica, es decir, universal por su misión y su difusión, lo mismo que sufre cada vez que se recrudecen los nacionalismos antagonistas, se siente preocupada también por el agravarse de las rivalidades raciales y tribales que fomentan divisiones y rencores entre los hombres y entre los pueblos, y que pueden llegar incluso a afectar a hermanos en la fe. Querríamos llamar más especialmente vuestra atención sobre el conflicto racial más general que, en la historia africana de los últimos decenios, ha revestido un carácter paradigmático por estar vinculado a la descolonización y al acceso de los pueblos de África a la independencia: se trata de un intento de creación de asambleas jurídicas y políticas violando los principios del sufragio universal y de la autodeterminación de los pueblos, principios a cuya afirmación y difusión mundial ha contribuido precisamente la cultura europea y occidental.

La Iglesia comprende las justas razones por las que las poblaciones africanas rechazan tales situaciones. La Iglesia no puede ciertamente estimular ni justificar la violencia que derrama sangre, siembra destrucción, da al odio proporciones desmesuradas y desencadena represalias y venganzas. Pero tampoco puede silenciar su enseñanza, es decir, la afirmación de que toda teoría racista es contraria a la fe y al amor cristianos; es precisamente el horror que los cristianos sienten ante la violencia lo que debe impulsarlos a reafirmar con mayor claridad y valentía la dignidad igual de todos los hombres. Recordando las aprobaciones que suscitó, hace ya algunos años, nuestra fórmula para la Jornada de la Paz, "Todo hombre es mi hermano", querríamos que se expresara cada vez con mayor fuerza y convicción, de manera legítima pero eficaz, la solidaridad efectiva de todos en favor de una solución justa, particularmente en el África Austral, solución intentada en vano hasta ahora por iniciativas y propuestas diversas.

III. La integridad física y psíquica de las personas

Para los que creen en Dios, la vida humana es un don que viene de El, un depósito sagrado que hay que conservar en su integridad.

La Iglesia se siente comprometida en la enseñanza del respeto a la existencia en toda circunstancia y en todas sus etapas, desde el momento de la concepción en que la vida comienza a formarse en el seno materno, hasta el momento de la cita con nuestra "hermana muerte".

De la cuna a la tumba todo ser humano, incluso el más débil y necesitado, pequeño o abandonado, posee un elemento de nobleza que es la imagen de Dios y la semejanza con El.

Y Jesús ha enseñado a sus discípulos que en la persona de estos pobres y pequeños está representado, con particular evidencia, El mismo.

La Iglesia y los creyentes no pueden pues permanecer insensibles e inertes ante la multiplicación de las denuncias de torturas y malos tratos practicados en diversos países sobre personas arrestadas, interrogadas o puestas bajo vigilancia o en estado de detención. Al mismo tiempo que las Constituciones y legislaciones dan espacio al principio de derecho a la defensa en todas las etapas de la justicia, y se elevan propuestas para hacer más humanos los lugares de detención, se constata sin embargo que las técnicas de tortura se perfeccionan para debilitar la resistencia de los prisioneros y no se duda a veces en infligirles lesiones irreparables y humillantes para el cuerpo y para el espíritu. ¿Cómo no sentirse turbados cuando se sabe que muchas familias angustiadas hacen en vano súplicas en favor de sus seres queridos y que incluso sus peticiones de información se acumulan sin recibir respuesta? Del mismo modo, no se puede silenciar la práctica, denunciada por tantas partes, consistente en tratar a los culpables —o supuestos tales— de oposición política como personas que necesitan cuidados siquiátricos, añadiendo así a su dolor otro motivo más, y quizás más duro, de amargura.

¿Podrá la Iglesia no tomar una postura severa, como lo hizo ante el duelo y lo hace todavía ante el aborto, frente a la tortura y a las violencias análogas infligidas a la persona humana? Los que las ordenan o practican cometen un crimen, muy grave ciertamente para la conciencia cristiana, que no puede quedarse sin reaccionar y procurar, en la medida de lo posible, promover la adopción de remedios adecuados y eficaces.

Estas son, en breves palabras, Excelencias y queridos señores, las reflexiones que deseábamos exponeros, seguro de hallaros sensibles y acogedores.

Las confiamos, junto con nuestros votos de prosperidad y de paz para las autoridades y países que representáis, a Aquel que preside el destino de los hombres y de los pueblos, y abre los corazones a la verdad, la justicia y el amor.

¡Que el año que comienza se enriquezca con un nuevo don de Dios, el del progreso considerable de los derechos humanos!

Añadimos este voto a todos los que hacernos por vosotros mismos, y por los vuestros, rogando al Señor que os colme de sus bendiciones.


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.4, p.1, 2, 11.

 



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